Puñal se deslizó en el pueblucho y entró a la herrería sin que nadie se percatara. Hoy era Puñal.
De aspecto vulgar, cierto aire vago e incierto que hacía que la gente apenas repare siquiera en su insulsa presencia, con lo que antaño fue un peto de cuero pero ahora hacía las veces de chaquetilla sobre una simple camisa de paño con los cordones del cuello desanudados, y calzas oscuras y gastadas, amén de botas desparejas que parecían a punto de desmoronarse, su apostura no llamaría la atención a nadie para que se fijase en su rostro, lo que de inmediato habría captado la atención de cualquiera que viese más allá de la aparentemente ninguneable persona de aquel individuo.
A pesar de tratar de mantener un gesto impasible, tenía arrugas en el ceño, de fruncirlo, y un brillo extraño, inquietante, en lo más profundo de sus ojos color miel; una nariz prominente, aunque no fuera de lugar en las duras facciones, que parecían esculpidas y afiladas por un herrero. Su labio superior era fino, pero el inferior resaltaba ligeramente, y en su mentón asomaba una barba de varios días que nunca parecía crecer ni ser afeitada. Una pequeña cicatriz, blanca como la nieve sobre una piel no poco pálida, recorría su sien izquierda. En secreto, bajo las ropas llevaba más de mil marcas con el mismo tamaño y forma, retazos de un duro adiestramiento en un lugar no menos duro, cuyo nombre incluso los más tiranos pronunciaban con cautela. La que lucía a plena vista sólo indicaba el fin de su entrenamiento, una especie de regalo de despedida para cuando saliese de las negras murallas de Coh'Gorza, un recordatorio de no volver, y de buscarse una vida lejos del hogar de los Sombras de la Niebla, más comúnmente llamados Los Marcados, y secretamente, en susurros temerosos y cuentos para asustar a los niños, apodados Desposeídos. Aunque la gente los llamase Marcados, nadie era capaz de reconocer esa Marca, sin embargo.
Alto y esbelto, caminaba la mayor parte del tiempo con andares desgarbados, para no parecer una amenaza a nadie hasta que ya fuese demasiado tarde. No corpulento, aunque de fibrosa y marcada musculatura bajo las ropas, forjada como el acero de una buena espada, a golpes de martillo y llamaradas. Así podría definírsele, si se fijase alguien en él más que el vistazo que suele confirmar su prescindibilidad. Como el acero, duro y frío.Y toda su dureza y frialdad, toda esa amenaza velada a medias en su mirada, una de las miradas más peligrosas y aterradoras de Putomundo, era precisamente el arma necesaria para localizar y derribar enemigos contra los que, a veces, no convenía tomar medidas abiertamente.
Enemigos que no podían permitirse humillar por un motivo u otro.
Enemigos de esos que se guardan en casa.
Pero el enemigo que había encontrado por casualidad ese día no era nada de eso. Era una simple amenaza fortuita a los planes de sus señoras, pero su obligación era que esas amenazas, para empezar, NO existiesen. De algún modo, todo aquel asunto del juguete de Su Majestad Nyx había sido llevado en secreto hasta ahora, pero la posibilidad de errores futuros, y de descubrir la aventura, ya era bastante para que él tomase un curso de acción sin consultar a sus amas antes.
El herrero, un joven alto (más que él, algo poco usual) de anchos hombros y musculatura curtida por el trabajo en la forja, martilleaba sobre una anilla de metal que seguramente se usaría para la rueda de un carromato. Reconocía a un buen artesano cuando lo veía, ya que él mismo tenía formación golpeando el metal candente sobre el yunque, pero eso no hacía que sintiese más empatía hacia ese tal Azcoy, cuyo nombre había oído de pasada en las mazmorras mientras otorgaba a un reo demasiado impaciente y que había dejado de tener utilidad la que sería su última comida. Al parecer, sus amas habían capturado a la prometida del afortunado (o desafortunado) hombre que gozaba de las atenciones de su señora, y la habían asesinado después de que la Ama Níobe mencionara sus planes de conquista (la Ama Níobe nunca mencionaría algo así por casualidad, estaba convencido de que lo había hecho a propósito para que la Ama Nyx se viese obligada a acabar con aquella campesina).
Se detuvo un instante, observando el lugar de trabajo, buscando fisuras, sin que su presencia fuese advertida. Sus Majestades no le habían dado ninguna orden. Es más, por lo que había oído, probablemente Nyx se habría negado a su curso de acción, por motivos personales (aunque ella lo negaría incluso con vehemencia), y Níobe también habría dicho que no, para tener algún modo de que su hermana reaccionase, bajase de las nubes y se concentrase en lo realmente importante que se traían entre manos. Pero era una amenaza. Y él acababa con las amenazas, sirviendo a sus amas como mejor dispusiera. Incluso podrían haberle ordenado expresamente que no interfiriera en el asunto, y él no habría podido desobedecer. A veces, uno debía actuar por su cuenta para hacer lo que creía mejor.
El tipo dio media vuelta, examinando la anilla de hierro, y, al alzar la vista, dio un respingo por ver a ese extraño parado de pie en mitad de su herrería, observándolo todo con aire de inocencia.
- No os había oído - murmuró echándole un vistazo de arriba abajo. Parecía el típico campesino, a pesar del sigilo con el que había aparecido, así que no le dio mayor importancia, y dejó la anilla sobre otras tantas con el mismo tamaño aproximado - ¿En qué puedo ayudaros, mi señor?
Puñal apenas le dedicó un vistazo por el rabillo del ojo antes de acercarse a las herramientas metálicas alineadas contra la pared, todas utensilios de labranza, como si las examinase con repentino interés. Azcoy, suponiendo que se trataría de un cliente, se acercó a él.
- ¿Buscáis una azada? Puedo recomendaros... - alargó la mano hacia la más equilibrada y ligera de las que había fabricado, calculando con un nuevo repaso a la vestimenta de su silencioso visitante el dinero que podría gastar. Un borrón pasó ante sus ojos, y apenas pudo parpadear antes de que todo su campo de visión se oscureciese y los chisporroteos del fuego se fuesen diluyendo en su consciencia, hasta que el último sonido que pudo oír, sus propios latidos, también se desvaneció.
Puñal volvió a colocar el martillo de herrero en la mano, ahora laxa, del joven, y puso su cuerpo inconsciente ante el yunque, apoyando después esa última anilla sobre éste. Con una de las azadas, la misma que Azcoy había estado a punto de ofrecerle, esparció los carbones de la forja por toda la herrería, cuyas paredes de madera (eso indicaba la extrema pobreza del pueblo, que corría un riesgo así al poner un intenso fuego cerca de madera seca) empezaron a prenderse con premura, aunque no la bastante.Extrajo de uno de sus múltiples bolsillos secretos un frasco que contenía un líquido negro. Lo vertió en su boca, sin tragar, y sin componer siquiera una mueca de desagrado por el repulsivo sabor, y escupió sobre las llamas, provocando una explosión que aceleró la propagación de las llamas hasta una velocidad que consideró aceptable. El pozo estaba cerca, pero la mayoría de gente estaba en las granjas en esa época, y los otros artesanos (un techador y un curtidor de pieles) tenían sus locales en el extremo opuesto del pueblo, así que nadie frenaría que el fuego consumiese todas las pruebas.
Ya anocheciendo, cogió sus otras ropas del pozo sellado, algunos kilómetros al norte de las murallas, donde siempre las guardaba, y se encaminó hacia la pequeña cabaña en el bosque donde había dejado atado a su caballo. La bruja que allí vivía, una curandera a la que habían cortado la lengua y expulsado de su tierra natal por utilizar hierbas y encantamientos en sus curaciones, era ciega de nacimiento, pero era capaz de reconocer un Espino Carmesí por el olor, algo que ni siquiera él, con todo su entrenamiento sobre venenos, habría podido hacer. Dejó una moneda de oro sobre la callosa mano de la anciana, y volvió a palacio, ahora con la sonrisa de suficiencia de Evahl, y sus caros ropajes de seda azul con bordados dorados. Ese simple gesto pareció convertirlo en una persona completamente diferente.
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