31.8.09

El Caballero Errante

15/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Aldea del Espinar. Orilla norte del río Arroyoespino. Antiguos terrenos de Camethforth, actualmente, Reino de Erén.
Estación de las hojas caídas.
Medianoche. Luna Nueva.

La campesina se despertó en medio de la noche. Le había parecido escuchar el aullido de un lobo. Dio la vuelta y se acurrucó de nuevo entre las sábanas, pero estaba desvelada.
Fuera, en el patio de la granja de su padre, se oyó un ruido. Metálico, como si algún animal hubiera tirado un caldero. ¿Habría lobos en la granja?
Dara salió de la cama y se envolvió en un chal de lana. Pensó en ir a despertar a su padre, pero no le pareció buena idea. El hombre llevaba varios días con fiebres y seguía bastante enfermo. Fue hasta la cocina y cogió un atizador de la chimenea y un candil. Con cautela, salió al patio.
Una densa niebla a ras de suelo se extendía hasta donde le llegaba la vista. En el cielo no había ni una sola nube, y las estrellas brillaban junto a una luna invisible. Aguzó el oído en busca de algún sonido que le indicara donde andaban los intrusos, pero no hubo manera.Se acercó a las cochiqueras, los cerdos dormían tranquilos. Las ovejas permanecían calmas en sus cercados. Los perros guardianes dormitaban bajo el cobertizo.
Riéndose de su propia paranoia, Dara volvió a la casa, dejando el atizador en la chimenea. Entró en su dormitorio y cerró la puerta con mucho cuidado.
- Buenas noches, mi dama -susurró una voz espectral y grave.
Dara dejó escapar un grito y el candil se le cayó de las manos, pero no se apagó. Con su tenue luz llegó a distinguir una figura alta ante ella... el fuego se reflejaba en el metal de una armadura que irradiaba un suave resplandor nacarado.
-Quién... ¿quién sois vos? -preguntó, aterrorizada.
La figura avanzó hacia ella. Efectivamente, era un caballero cuya armadura resplandecía levemente con un matiz fantasmal. No llevaba yelmo, pero sí una espada ensangrentada que no dejaba de gotear en una mano. Distinguió un rostro de ojos claros que otrora hubiera resultado bastante atractivo, pero un brillo siniestro en los ojos disipaba cualquier ilusión de belleza. Si Dara se hubiera fijado más, hubiera visto una cicatriz de quemaduras que abrazaba parte del cuello y desaparecía bajo el peto de la armadura, en dirección a la espalda.
- ¿No me reconocéis, querida mía? - la voz de él era rasposa, corrosiva. Dara sintió un escalofrío-. No podéis haberme olvidado... -el hombre tendió un casi translúcido lirio a Dara.
La flor era blanca, pero no del todo. Los pétalos estaban salpicados de pequeñas gotas de sangre que brillaban trémulamente a la luz agonizante del candil.
- Os aseguro que no sé quién sois -gimió Dara, sin tocar la flor-, os estáis equivocando, noble señor...
- ¿Equivocarme? ¿Cómo podría confundir a aquella que porta la medianoche en sus ojos? -él rió levemente, una risa extraña, como si fuera el eco de la sombra de una antigua felicidad medio olvidada - He venido a buscaros, mi dulce doncella.
La comprensión llegó a la mente de Dara como un puñetazo.
- ¡Vos sois el Caballero Errante! -susurró, aterrorizada.
Él la miró con algo parecido al anhelo y cayó de rodillas ante ella.
- No podéis haber olvidado mi nombre...- susurró, desesperado, tendiéndole de nuevo el lirio.
Y ella, asustada por la angustia en su voz y la muerte en sus ojos, lo cogió.


16/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Aldea del Espinar. Orilla norte del río Arroyoespino. Antiguos terrenos de Camethforth, actualmente, Reino de Erén.
Estación de las hojas caídas.
Medianoche. Luna Nueva

- ¡Dara! ¡Dara! - el hermano pequeño de la campesina se llamaba Iune, pero todos le llamaban Nano porque era mucho más bajo de lo esperable en un chico de su edad. Llamó a la puerta de la habitación de su hermana con insistencia-. ¡Padre está esperando el desayuno, y yo también! He intentado hacer una tortilla, pero... ¡Levántate, Dara! ¡Voy a entrar! -anunció con voz traviesa.
Abrió la puerta.
La cama estaba vacía. En ella, un único lirio.

29.8.09

Tres Hermanas

13/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios

Estación de las hojas caídas.

Una hora antes de la altura mayor del Sol.

Dos leguas al oeste de la aldea de Wer, Avernarium.





Adara cabalgó con su forma original hasta Avernarium. Había realizado rituales, en los que sacrificó a dos jóvenes campesinas, recuperando así los años que el uso de la magia la había hecho retroceder. Estaba contenta y deseosa de llegar a palacio para contar a sus hemanas que estaban a punto de conseguir el Reino de Vrila Y Edgar. "Pobre Vrila" pensó sonriendo. La conquista del Putomundo estaba a punto de empezar de verdad. Se preguntaba cómo irían los planes de Níobe de conquistar el reino de Shult. Confió plenamente en las estrategias de su hermana, no le cupo ninguna duda de que ése, sería el primer reino que conseguirían usurpar en su magistral plan. Con respecto a Nyx, no sabía muy bien qué pensar, desde que conociera a ese herrero, su hermana no daba una a derechas. Pronto se enteraría de cómo estaban las cosas. Apenas le quedaban unos kilómetros para llegar a casa, por fin.



Sin embargo, cuanto más se acercaba, más crecía en ella un negro presentimiento, una nube en su consciencia en forma de confuso presagio que la hacía sentir una extraña inseguridad. Meneó la cabeza para deshacerse de aquellos pensamientos y arreó con fuerza en el lomo de su caballo haciéndolo correr más deprisa.









Lugar; Palacio Real de Avernarium.

Parte del día; Mediodía.



Nyx estaba en sus habitaciones. El sol entraba a raudales por todos los ventanales de la estancia. Hacía un poco de calor, a pesar de estar ya en la estación de las hojas caídas, así que abrió un poco una de las ventanas más próximas a su cama. Una suave brisa se deslizó en la habitación, enrolándose en sus enaguas de seda para luego huír hasta el dosel de su cama. Nyx cerró los ojos y se dejó mecer por el sonido de las hojas secas que se resistían a caer de los álamos, empujadas por aquella brisa.



La Reina, ataviada tan sólo con sus enaguas, cogió de nuevo el pergamino que había sobre su escritorio y volvió a leerlo, recostándose sobre el mullido diván, junto al gran espejo.



Era una carta de Adara. No había lacre oficial ni sello real, pero la letra era sin duda la de su hermana. Obviamente, no había escrito la carta en ninguna mesa de caoba maciza, ni con ninguna pluma de pavo real, ni con exquisita tinta traída de más allá del Mar de Brumas, como la que utilizaban en palacio. Obviamente Adara había escrito aquella misiva en condiciones lamentables. Pero las noticias eran buenas, no obstante.

Adara venía de camino y, traía a sus espaldas el fin del Reino de Mutuing. Nyx sabía que tanto Mutuing como Shult, tenían los días contados como reinos independientes. En muy poco, pasarían a llamarse 'Avernarium' en todos los mapas de Putomundo.



Nyx dejó caer el pergamino al suelo y se observó en el espejo. El pelo castaño y ondulado le caía, brillante, tapándole el pecho. Su vientre pálido hacía un pequeño contraste con la piel de sus brazos y su cara, algo más tostados. Sonrió. Su hermana Níobe se moriría si se diera cuenta de que había dos tonalidades en su cuerpo, pero Nyx no pensaba renunciar a montar cada día en Hierro, aunque eso le costara acabar morena como una campesina.



Mientras se miraba en el espejo, pensó en Azcoy, en cómo solía acariciarla mientras la admiraba. En cómo ella se vestía apresurada tras acabar, para huír de su lado. En cómo el rostro de él se ensombrecía cada vez que ella le abandonaba y cómo se iluminaba cuando la veía volver. Acarició su tripa con la punta de los dedos, haciendo círculos alrededor del ombligo, como solía hacerlo él.



De repente, otras manos se cruzaron en sus pensamientos, otros besos y otros labios la asaltaron en su momento de paz. El recuerdo del Barón poseyéndola en las cuevas, hizo que dejara de contemplar su propia imagen en el espejo. "Maldito seas" pensó, con una mueca de rechazo. "He yacido junto a un hombre que pretende matarme -se levantó del diván y semidesnuda volvió a mirar por la ventana. Los jardines parecían dibujados, apacibles y bien cuidados.- Mañana a primera hora, tú y yo. Veremos quién acaba con quién". Se mordió el labio inferior mientras entornaba los ojos, fantaseando con la muerte del Barón.







Tres horas después de la altura máxima del Sol.

Despacho, aposentos de la Reina Níobe.




Edaris había firmado. La Reina examinó una vez más el documento, con sus trece claúsulas matrimoniales perfectamente redactadas. Había conseguido lo que deseaba en al menos diez; y otras dos eran lo suficientemente flexibles como para aprovecharse de ellas. Guardó la carta en su escritorio; abrió otro cajón y tomó un pequeño frasco.

Ahora tenía otra cosa en que pensar. El próximo invierno se casaría, y por poco que la atrajese la idea, tendría que pasar una temporada en Shult. Necesitaba alguna manera de comunicarse con sus hermanas, y los mensajeros eran demasiado lentos.

Se puso en pie y entró en el baño. En una esquina, bajo la ventana, había una bandeja redonda de plata, bastante grande y profunda, cubierta con un paño de seda. Retiró el lienzo, la luz del sol se reflejó en un espejo bañado en agua, dentro de la bandeja. En realidad no había uno, sino tres, uno debajo del otro; tres hermosos y redondos espejos con marcos labrados en acero, algo fuera de lo común.

Llevaban diez días ahí sumergidos, diez días inmersos en lágrimas. Si todo salía bien, cuando terminase el proceso los tres espejos serían un medio de comunicación entre las Reinas. Abrió el frasco que había cogido del escritorio y, con infinito cuidado, dejó caer tres gotas de un líquido negro en las lágrimas. De inmediato las lágrimas cambiaron de color a un azul tornasolado. Los espejos también reaccionaron: sus superficies oscilaron levemente, como si no fueran completamente sólidas.

Níobe sonrió, satisfecha. Extrajo del agua uno de los espejos: el agua resbaló de él como si fuera impermeable y quedó completamente seco. Estaban listos.

Acarició el metal casi con ternura. En Shult iba a echar mucho de menos a sus hermanas... Envolvió dos de los espejos en seda y llamó a Florea.

- Ve a buscar a Nyx. Tengo algo para ella.

28.8.09

La leyenda

12/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Estación de las hojas caídas.
La Posada de los Puntos Cardinales, Seber Este. En la Ruta del Camino del Este, a diez leguas de la frontera con Shult.

Edaris de Shult ocupaba la Habitación Grande, la habitación más amplia y bonita de toda la posada. Seber Este era una gran ciudad, la última ciudad realmente grande antes de la frontera este de Avernarium. Era un importante núcleo donde se trenzaban varias rutas comerciales, siendo la más importante la Ruta del Este, que discurría por el Camino con el mismo nombre. La posada de los Puntos Cardinales, donde se hospedaba, era famosa por sus lujos insólitos. Cinco de las doce habitaciones disfrutaban de una bañera, y para el resto de los clientes había un baño común en la planta baja, lo cual ya era sin duda un lujo excéntrico.
Terminó su opípara cena en compañía de su consejero y su hermano. Los tres habían decidido comer en la habitación para poder mantener una conversación en la intimidad.

-En un par de días llegaremos a casa -dijo Briye - el joven de rasgos algo aniñados.
-¿Tienes ganas de llegar?
- Sí. Avernarium es hermoso a su manera, pero echo de menos Shult.
- Pues no creas que vas a descansar. Hay demasiados preparativos que hacer.
- Me sorprende tanto todo esto... -dijo Briye con gesto inocente.
- ¿El qué? -preguntó su hermano.
- Que una mujer quiera soportarte... no sé, es increíble -el joven dejó escapar una carcajada, y Rivas se unió a su risa.
- Vaya, vaya -Edaris fingió indignarse- ¿A qué huele? ¿Es eso la peste de los celos?
- No, querido hermano, eres tú. Te hace falta un baño -Briye siguió riendo, y Edaris no pudo evitar unirse a él.
Cuando consiguieron tranquilizarse, Rivas sacó un pergamino.
- Tenemos, efectivamente, muchos preparativos por delante. Y yo tengo que comprarle un presente de bodas a la novia, he pensado que una mujer tan inhabitual como esa encontraría entretenida la cetrería. ¿Un milano sería de su agrado?
- Tienes razón en que Níobe parece diseñada para cazar - Edaris permaneció un instante en silencio, contemplando toda la extensión de esa afirmación, y en qué situación le dejaba a él-, pero no admitirá practicar la cetrería con un animal menor. Como mínimo un halcón, aunque en cuanto aprenda a manejarse, sin duda exigirá un águila.
- No podrá levantar semejante peso -contestó Briye.
- Lo hará -dijo Rivas, categórico-. No subestimes a esa mujer, Briye. Podrías llevarte un disgusto.
- Hablas como si mi hermano se fuera a casar con un lobo en vez de con una mujer- se rió.
- ¿Y tú, qué le regalarás? -preguntó Edaris -. No quisiera que te disgustases, perono creo que a Níobe le gusten los habituales presentes para las novias shultes.
Briye sonrió.
- Ya lo he intuído. Precisamente por eso he comprado su regalo de bodas aquí, en Seber Este. En Avernarium han de conocer los gustos de sus gobernantes mejor que los extranjeros.
- ¿Sí? ¿Y qué te ha dicho Avernarium que desea su reina Níobe? - sonrió burlón Rivas, convencido de que cualquier comerciante le habría asegurado cualquier idea peregrina con tal de conseguir una venta.
- Libros. No te rías, Consejero -Briye fingió indignarse-, en estas tierras respetan mucho a sus gobernantes. Incluso diría que les... temen -frunció la nariz con disgusto-. Eso es lamentable, pero en todo caso me ha resultado útil: ha sido nombrar que el presente sería para su Reina y los tres paseantes a los que pregunté me remitieron directamente a la Escribanía de Leroy y Dacha.
- ¿Leroy y Dacha?
- Un matrimonio de maestros escribanos que viven en la calle Mayor. Fabrican y venden auténticas obras de arte, Rivas, a tí te hubiera encantado. Desde libros hasta ornamentadas plumas de faisán con baños en metales preciosos, tinteros de cristal tallado, lacre perfumado... una maravilla. El regalo... bueno, vale su peso en oro, literalmente, pero merecerá la pena.
- ¿Y de qué se trata ?
- Un libro de leyendas rennianas redactado por una antigua escriba avernaresa que viajó por todo el continente recogiendo las tradiciones de su pueblo. Ekaterina de las Nanas, la llamaban; al parecer compuso muchas canciones populares.

Briye se levantó y salió de la sala, volvió a los pocos instantes con un voluminoso tomo entre las manos. Estaba encuadernado en cuero teñido de negro, y los remaches y las cerraduras estaban labrados en oro y ornamentados con pequeños zafiros.

- Vaya - Rivas dejó escapar un suspiro de admiración-. He de reconocer, joven Briye, que tienes un gusto excelente. Si el contenido es la mitad de hermoso que el exterior, será un presente soberbio.
- Te aseguro que sí, Rivas -asintió el muchacho-. Lo he hojeado, y narra historias que ni yo conocía.
- Recuerdo - sonrió Edaris - cuando Briye y yo éramos pequeños y pasábamos las horas muertas escuchándote contar leyendas.
- Hace mucho de eso, mi señor -sonrió Rivas-. Pero fueron buenos tiempos.

Hace mucho, mucho tiempo, existía una Orden de Caballería conocida como Las Espadas Albas. En sus filas ingresaban los más nobles y desinteresados de todos los caballeros del Reino, y eran requeridos para acometer gestas y deshacer entuertos por todo el continente. No había mayor logro para un caballero que ser aceptado en Las Espadas Albas, ni mayor honor que morir en sus filas cumpliendo con su deber.
El más noble y valiente de todas las Espadas Albas fue Sir Gerwad el Silencioso, del que se decía que jamás fue vencido en justo combate. Sir Gerwad se ganó ese sobrenombre debido a un voto de silencio, pues aunque era el más admirado de todos sus compañeros, hubo una batalla que fue incapaz de ganar: durante toda su vida ansió el corazón de una mujer y jamás consiguió su objetivo.
Esta mujer era una dama de noble alcurnia llamada Lirio. Lirio era hermosa como un amanecer, pero era ciega de nacimiento. Aunque sus ojos brillaban con indecible belleza, jamás vieron nada que no fueran sombras. La hermosura de sus ojos era tal que los juglares dedicaban cantares a esos dos brillantes orbes; se decía que nadie había conseguido averiguar su color: ni eran del color del carbón, ni de los ópalos, ni de los zafiros, quizá fuera ninguno o tal vez fueran todos a la vez.

En su madurez, Lord Oswald Camethforth se hizo cargo de un joven y prometedor escudero llamado Gerwad. Dos años después, la esposa de Oswald murió dando a luz a su única hija, una hermosa muchacha a la que puso el nombre de las flores favoritas de su difunta madre, cuyo jardín de lirios era famoso en todo el lugar. Lord Oswald jamás superó la pérdida, y cuidó de la joven como oro en paño. Gerward el escudero creció a la vera de Lirio, cuidando de la niña como de una hermana. Finalmente el escudero se convirtió en caballero y Lord Oswald lo dejó partir en busca de aventuras con todo el dolor de su corazón, pues había llegado a quererlo como a un hijo.

Sir Gerwad marchó del hogar de su señor para recorrer el continente, y su valía y temple fueron tales que lo invitaron a unirse a las Espadas Albas; con sólo veintitrés inviernos se convirtió en el caballero más joven de la orden en toda su historia. Sin embargo, la buena nueva se vio empañada por un terrible acontecimiento: el mismo día que entró a formar parte de la noble orden, recibió una misiva: Lord Oswald estaba en su lecho de muerte y solicitaba su presencia.
Sir Gerwad partió raudo al instante hacia el castillo que había llegado a considerar su hogar, y llegó a medianoche. De inmediato le condujeron a los aposentos de Lord Oswald, el cual yacía en el lecho con el rostro consumido por la enfermedad. A su lado la frágil figura de Lirio, velada de negro como una viuda, sujetaba la mano de su anciano padre mientras la vida se escapaba de su lado.
- Señor -dijo Sir Gerwad arrodillándose junto a la cama de su maestro- Venceréis esta batalla como tantas otra veces hicisteis.
- Hijo mío - contestó el anciano-. Veo el dulce rostro de la muerte acercándose. El fin de mis días está pronto, ¿quién cuidará de mi pequeña? -dijo, apretando la mano de Lirio. Y la muchacha rompió a llorar-. Quiero que me prometas que cuidarás de mi mayor tesoro como si fuera tu propia hermana, y que como hermano velarás por su felicidad.
- Con ella he crecido, es mi hermana en mi corazón -contestó Sir Gerwad-.Protegeré su honor como si fuera mío, comerá a mi mesa como si fuera la suya, y cualquier cosa que yo posea o haga será tan suya como mía.
Lord Oswald sonrió, feliz, y expiró. La joven Lirio rompió a llorar sobre el cuerpo exánime de su padre. Sir Gerwad intentó consolarla y la abrazó, y al hacerlo olió su aroma y rozó su piel, y fue como una lápida sobre su alma, porque supo que jamás podría quererla como a una hermana y que incumpliría la palabra dada a su difunto maestro deseándola como otra cosa. Cuando Lirio se retiró el velo para secarse las lágrimas, la bella tristeza de su rostro fue como una puñalada en el corazón de Sir Gerwad. Y desde ese momento la arrebatadora hermosura de sus ojos lo persiguió como un fantasma hasta el fin de sus días.

Durante un año de luto permaneció en el Castillo Camethforth, velando a Lirio. Ella hablaba muy poco desde la muerte de su padre, pero pese a su juventud se instruía mucho, pues varias de sus doncellas le leían según sus deseos. Una noche fue a Sir Gerwad y le dijo:
- Señor, tengo dieciséis años. Sé que ningún caballero consideraría siquiera tomar como esposa a una ciega, pero tengo el deber de prolongar el linaje de mi padre. Como él me dejó a vuestro cuidado, es a vos a quien tengo que pedir que encuentre un digno heredero de la sangre de mis antepasados. Sé que es una tarea muy difícil debido a la oscuridad de mis ojos, pero los terrenos de Camethforth son ricos y abundantes. Quizá podríais hallar a alguien que estuviera dispuesto a cargar conmigo para conseguir las riquezas de mi dote.
Tales palabras pesaron el el espíritu de Sir Gerwad más que cualquier otra cosa, pues en calidad de hermano de la dama tendría que entregarla a otro. Lloró en silencio, y la ciega Lirio no pudo ver sus lágrimas. Tomó la mano de la doncella y dijo:
- Os prometo que encontraré a alguien digno de vos.
Grabó en sus retinas la dulce mirada de la ciega, la dolorosa belleza de sus ojos. Y con el alma apuñalada, partió.

Pasó años y años recorriendo el continente en busca de un caballero digno de la hermosa Lirio, pero a sus ojos, ninguno era tan meritorio. En completo silencio pasó esos años, como castigo autoimpuesto por haber permanecido callado cuando debió haber pedido la mano de Lirio. Durante sus andanzas, la fama de sus hazañas fue tal que su nombre era conocido por los confines de la tierra. Pasó diez años de búsqueda infructuosa, y aunque eran muchos los que deseaban la mano de la doncella, él se negó a entregársela a ninguno. Finalmente, acosado por el recuerdo de aquellos ojos, decidió volver a Camethforth y confesar sus sentimientos a la muchacha, pero cuando llegó encontró el lugar teñido de luto, y la única música que sonaba eran los gritos de las plañideras. Con el alma en vilo subió a los aposentos de Lirio, solo para encontrar a la doncella muerta yaciendo en su lecho entre las flores que le daban nombre. Sus damas de compañía habían limpiado y acicalado el cadáver, pero las marcas de la suicida adornaban sus muñecas, y en una mano apretaba un pergamino aún manchado de sangre húmeda. Destrozado, Sir Gerwad cogió la misiva y la leyó.

Mi muy amado sir Gerwad:
Habéis sido para mí más que un hermano, habéis sido mi guardián y toda mi familia. Jamás os hubiera importunado en vida con los deseos de una ciega, pues conozco la nobleza de vuestro corazón y sé que hubiérais hecho cualquier cosa para satisfacer mis deseos, pero ahora que ya no será una carga para vos puedo deciros que os amo. Vuestra voz ha sido para mí un consuelo maravilloso, y lo único que lamento es el no poder saber cómo era vuestro rostro.
El testamento de mi padre establece que si muero sin descendencia, los bienes de los Camethforth pasarán a vos. Os embarqué en la inútil empresa de buscar un esposo para mí, y ya es hora que os libere de semejante despropósito y os permita continuar con vuestra vida. Espero que seáis muy feliz con quienquiera que escojáis para compartir vuestros días, y solo he de pediros que no os olvidéis de cuidar los lirios de mi madre.
Al terminar de leer la carta, Sir Gerwad cayó de rodillas junto al cuerpo. El aullido de dolor que lanzó se escuchó a lo largo y ancho del país, y un viento helado recorrió Camethforth.
Esa misma noche, el castillo ardió hasta los cimientos. Y Sir Gerwad desapareció.

Desde entonces, una sombra recorre las tierras de Camethforth, un caballero de blanca armadura y mirada desesperada busca en vano aquellos ojos de indefinida oscuridad. Una vez cada pocas décadas encuentra a alguna dama que tiene en su mirada los iris de Lirio, y la arrebata dejando en su cama una de las flores blancas que dieron su nombre a aquella muerta hace siglos.
A ninguna de ellas jamás se las ha vuelto a ver. Tal vez sean ciertas las voces que dicen que el caballero vendió su alma al diablo para poder buscar a aquella que en sus ojos reencarne la mirada de Lirio, y que cuando encuentre una mirada exactamente igual a la de la joven doncella, comprará con su alma la vida de Lirio.



Briye terminó la lectura, fascinado.
- Esta es la leyenda que más me gusta de todo el libro -dijo, rompiendo en silencio.
- Desde luego merece la pena hasta la última moneda -Edaris tenía los ojos llororos-, jamás había oído una historia tan bella ni tan terrible.
-Sabía que en la frontera entre Shult y Erén existe la leyenda de un Caballero Errante que busca a una mujer con los ojos de la noche, pero desconocía por completo la historia original - dijo Rivas-. Ha sido una historia conmovedora.
- Desde luego. Y es curioso, ¿sabéis? Compré este tomo en concreto porque... bueno, sé que los ojos de la Reina Níobe son oscuros, eso es evidente... pero no sé de qué color son - sonrió a modo de disculpa.
- ¿Que no sabes de qué color son? -se extrañó Rivas.
- Ya, bueno -Briye sonrió-, solo he estado a solas con ella un par de veces, y no había mucha luz. Unas veces me parecían del castaño más oscuro, otras del azul negro del fondo del mar...
- Son negros -dijo Edaris, al tiempo que Rivas decía:
- Son opalinos.
- ¿Color ópalo? - Edaris negó-. No, si acaso tienen matices ligeramente... como el azul de medianoche.
- No, señor, recuerdo que cuando llevaba aquel collar de ópalos pensé que hacía juego con sus ojos- insistió Rivas.
- Los he visto brillar como zafiros -repitió Edaris-. Aunque a veces parecen negros, pero sospecho que haya de ser un juego de la luz.
Los tres se miraron entre sí. Luego Briye carraspeó.
- Bueno, esto no deja de ser solo una leyenda, ¿no es así?

24.8.09

Encuesta: ¿El Barón sobrevivirá a Nyx?

Sois todos unos malditos psicópatas. Desde aquí os lo digo.

18.8.09

Adiós, Edaris



La tenue luz del amanecer comenzó a filtrarse por las ventanas, despertando a Edaris, el cual estaba acostumbrado a levantarse al alba.
Tardó unos instantes en recordar qué había ocurrido y dónde estaba. Entre los brazos tenía algo muy suave... abrió los ojos: el cuerpo dormido de Níobe. Aspiró el olor de su cabello: olía como a violetas. Dormida, sus rasgos relajados, parecía apacible y dulce... La abrazó.
Apenas dirigió una mirada al resto de la habitación: estanterías plenas de libros y objetos, tapices, espejos, mesitas, sillones, y la enorme chimenea siempre encendida.
La sensación de estar bajo las suaves mantas con el cuerpo desnudo y cálido de la Reina era gloriosa. Hacía años que no se sentía tan bien; las preocupaciones que ayer ocuparan su mente habían desaparecido por completo. La terrible revelación de Rivas le parecía ahora algo sin importancia. Acarició la pálida piel de Níobe con deleite; hoy firmarían el contrato matrimonial y en breve sería su esposa... Se sintió pletórico, lleno de felicidad. La anterior había sido una noche oscura, pero el día de hoy se le prometía radiante y luminoso. Y su futuro al lado de ella... se sentía inmerso en un cuento de hadas.
- Mi señora...-susurró al oído de la durmiente, apartándole el cabello del rostro con dulzura-. Mi dama... -mentalmente saboreó el sonido de esas dos palabras puestas en su boca. Mi dama. Mía, para siempre.
Cubrió el cuello y el rostro de Níobe de suaves besos, finalmente ésta despertó.
Níobe miró a su alrededor, algo desconcertada. ¿Gael? Su mirada no del todo despierta se encontró con los claros ojos del shulte, que la observaban con completa fascinación.
- Ah... Buenos días, Excelencia -dijo ella, toda amabilidad y buenos modales. Pensó en la cara que iba a poner Nyx cuando se lo contara. Sonrió más ampliamente: se aseguraría de contárselo delante de Gael.
- Excelentes, mi Reina Níobe -sonrió Edaris, besándola en la comisura de la boca-. Gracias a vos.
Sí, claro.
- ¿Deseáis que os mande traer el desayuno? Es un poco pronto para mí...-miró el leve resplandor del sol que a duras penas se filtraba por la ventana-. Creo que dormiré un par de horas más.
- Creo, mi bella dama -contestó el Conde, sin dejar de sonreír-, que marcharé, no sin gran pesar, a refrescarme al pozo junto a la sala de guardia -estiró los brazos, marcando sus músculos en el proceso-. Tal vez inicie alguna rutina de entrenamiento.
Ella le echó una larga mirada apreciativa. Aún tenía que trabajar mucho con esa mentalidad inocente y cándida, pero mientras tanto podría disfrutar de su cuerpo.
- Como gustéis. A mediodía tendré redactado el contrato, pasad a examinarlo y firmarlo por la tarde -la Reina se acomodó entre las sábanas y cerró los ojos.
- Dormid bien, mi bella señora -se despidió Edaris, besándola de nuevo en la mejilla. Procuró no hacer demasiado ruido al coger sus ropas. Poniéndose únicamente los pantalones, con los zapatos y la camisa en una mano, abrió la puerta despacio para que no crujieran sus goznes. Echó una última mirada a la Reina dormida, admirándola de nuevo y sonriéndose por ser un hombre afortunado. Sin borrársele la sonrisa, salió de la habitación y cerró la puerta.


Cuando Níobe volvió a abrir los ojos, habían pasado tres horas más, y escuchaba a Florea prepararle el baño caliente, como todas las mañanas. Se envolvió en una bata de seda y salió a la antesala, donde el desayuno le esperaba. Tras desayunar y asearse, Florea y Sandra la vistieron con un sencillo vestido verde; después las despidió.
Se sentó frente al Espejo y, sonriendo, convocó al recuedro del Duque de Raven. La fantasmagórica imagen apareció de inmediato.
- Buenos días, sombra -saludó ella, de particular buen humor.
- Mi Reina Níobe IV de Avernarium -contestó el espectro de Sergei, haciendo una leve inclinación de cabeza tras haber aparecido entre las brumas del cristal. Esa fue la sensación que dio, pero en realidad ya llevaba bastante tiempo ahí, al acecho, sin que nadie lo viera-. Tenéis una sonrisa muy cautivadora esta mañana, mi señora -dijo, examinando el rostro y la postura de Níobe-. ¿Vuestro tozudo acompañante nocturno hizo bien su trabajo?
Níobe enarcó una ceja, genuinamente sorprendida por primera vez en mucho tiempo.
- ¿Cómo? ¿Cómo sabes eso? -preguntó.
- ¡Ja, ja, ja, ja! -rió Sergei, con verdaderas ganas. Las emociones son algo que tampoco abundaban al otro lado del espejo-. Perdonad mi carcajada, mi señora -continuó, sonriendo, tras pasársele el acceso de hilaridad-. Hacía mucho que no me reía así. Vuestro semblante no es tan gélido como desearíais -"ni vuestro seductor cuerpo", pensó mientras la miraba detenidamente, odiando su actual condición-: ha sido simple deducción.
- Ya... - Níobe le miró con desconfianza-. Bien, pues la respuesta es sí. Y si has deducido que he tenido compañía, también habrás deducido para qué te he llamado.
- ¿No queréis saber qué me ha llevado a esa conclusión? Bien, de acuerdo -concedió él-. Aunque no pienso arrebataros la posibilidad de darme vos misma la noticia, mi Reina.
- Por favor, ilústrame con tu sabiduría legendaria -sonrió ella-. Dime, Sombra, ¿cómo funciona tu brillante mente?
- Claro, mi señora. La cama revuelta -comenzó, didáctico- me dice que esta noche no la habéis pasado sola. Si vuestro acompañante hubiera sido vuestro fiel perro, sin duda alguna estaría aquí, guardándoos las espaldas. Al no estar él aquí -continuó, divirtiéndose con el proceso deductivo-, ha tenido que ser otra persona. Ahora, hay que añadir el hecho de que... bien, vuestro cuerpo y vuestra cara hablan de un gozo y de una sensación de triunfo enormes.
- ¿Y no adivinas también, espectro de mente lúcida, qué de todo este asunto me hace más feliz? -ella sonrió de nuevo, con dulzura, mirándole a los ojos.
- El contármelo concretamente a mí, mi Reina Níobe IV de Avernarium -contestó la sombra del Duque Negro-. Así que, como os dije hace un par de minutos, no os privéis de decírmelo, por favor.
- Por supuesto. Shult es mío. Y Erén le seguirá en menos de un año; todo sin que mi cándido prometido sospeche nada. La parte tan gratificante de todo este asunto es que tú, oh archimago de archimagos -su tono burlón era tan corrosivo como ácido-, jamás conseguiste vencer, anexionar o eliminar siquiera a los antiguos rennianos. No soy una mujer vanidosa, pero creo esta vez voy a permitirme el placer de regodearme frente a ti.
- Os felicito, mi señora -dijo Sergei, inclinándose de nuevo, compuesta su sonrisa zorruna-. De verdad os lo digo. Que triunféis allá donde yo no tuve éxito dice mucho de vuestra capacidad de planificación y de vuestras dotes de conspiradora. Os aplaudo. Pero...
- ¿Pero? Oh. Intenta quebrar mi felicidad, no lo conseguirás. Si en algún momento le encuentro un fallo a lo que tengo entre manos, sólo tengo que recordar las ingentes pérdidas que sufriste en la campaña contra Renn...
- ¿Ingentes? -preguntó el antaño Duque enarcando una ceja, molesto-. Espero que habléis de porcentajes y no de cantidades absolutas. Mi ejército nunca llegó ni a la quinta parte del de Renn: siempre preferí la calidad a la cantidad -expuso con creciente intranquilidad-. Mi fracaso vino de manos de la traición, no de los números del campo de batalla. De la traición -levantó la voz un poco, intentando dominarse pero sin conseguirlo- y de la soberbia desmedida de una satanista que provocó, para su desgracia y la mía, el cambio en las reglas del juego justo cuando lo tenía todo al alcance de la mano -en este punto su semblante ya estaba contraído por la ira y por la frustración, el cabello ondeando furioso al viento de ultratumba. Y sí, también por el hecho de que una hechicerilla de tres al cuarto le hubiera superado.
- Qué tonterías, sombra -Níobe hizo un gesto con la mano, y comenzó a ennumerar-. Sé que disponías de varios Hermanos de Ébano; y desde luego que si tus poderes eran lo que dicen, tú solo podrías haberte encargado de la mitad de los ejércitos de Renn. No justifiques tu propia ineptitud achacándola a la mala suerte o a las acciones ajenas -le mantuvo la mirada-. Te desconcentraste por culpa de aquella mujer mencionada en los diarios, tu última amante, y por tu debilidad terminaste arruinando unos planes perfectos. Tu esposa no era de fiar, y debiste acabar con ella cuanto antes. Ahora bien, ¿has seguido pensando en el problema que te exigí que solucionaras, sombra?
El Duque Negro necesitó unos segundos para recuperar la compostura. Pensaba que el hecho que la Reina le había comunicado no le escocería, pero se equivocaba. Recordar todos aquellos planes que trazó, todas las variables que manejó, la apuesta por la que pujó y que perdió... Pero eso era agua pasada. Necesitó toda su fuerza de voluntad para serenarse y recobrar de nuevo su habitual semblante burlón. "Después de todo, el cuervo siempre sabe aprovechar cada nueva oportunidad, ¿no?"
- Bien, mi Reina. ¿Tenéis ya las muestras de sangre apropiadas?
- Tengo la sangre que querías -señaló un pequeño armario con un gesto de la barbilla-. La recogí ayer antes de cenar y la he conservado con uno de tus excelentes hechizos. Me hubiera gustado entregártela fresca, pero... tenía asuntos que resolver.
- ¿La recogisteis... ayer? ¿Toda? -Sergei no pudo evitar quedarse con la boca abierta por la sorpresa-. Creí que habíais... eh, tardado todos estos días en llamarme porque el proceso era intrínsecamente lento. ¿Me estáis diciendo que habéis procedido a la exanguinación total de varios miembros de vuestra familia?
- ¡En nombre de todo lo sagrado, claro que no! -exclamó ella con fastidio-. Los bastardos no son miembros de mi familia. Y no he desangrado completamente a más de dos. No especificaste cuánta sangre querías, así que cogí los cinco litros de un par de ellos, a los otros cuatro solo les he quitado una botella de medio litro. ¿Será suficiente?
- Dioses oscuros -blasfemó el espectro-. Cada día os encuentro más parecida a mi esposa, mi Reina.
- ¿Y eso es un halago o un insulto? -preguntó la Reina, burlona.
- Es... una apreciación, mi señora -contestó Sergei, sacudiendo la cabeza-. Una apreciación de la oscura espiral descendente en la que os estáis sumergiendo. Igual que Ariadna.
- No puedo creer lo que oyen mis reales oídos -Níobe le observó con estupefacción y sorpresa-. ¿El Duque Negro me da lecciones de moral? ¿El hombre cuyas mazmorras eran conocidas por todo el continente? ¿El hombre que ha matado a todo aquél que le ha llevado la contraria?
- Para todo hay un límite, mi señora. Y, digáis lo que digáis, los bastardos son miembros de vuestra sangre. Si no lo fueran, la extracción de sus fluídos no hubiera sido más que una sádica forma de ocupar vuestro tiempo -señaló él-. ¿No estáis familiarizada con el trabajo del Prior Jacken, de Déneva?
- Te aseguro que no hay en mi interior una pizca de interés por mancharme las manos de sangre gratuitamente. Háblame de esos trabajos, pues.
- ¿Os acordáis de lo que os estuve diciendo hace días sobre la resonancia?
- Sí, por supuesto. Valoro mucho nuestras conversaciones, ex-Duque.
- Según las investigaciones del Prior Jacken -le explicó Sergei-, eliminar la propia sangre provoca un efecto resonante hacia el sujeto. La liberación de las energías tras la muerte de un noble de familia hechicera no se ve a simple vista, pero el Prior insistía en que la sangre llama a la sangre. Es decir: que la resonancia de esos bastardos se liberó hacia vos misma. ¿Me seguís?
- ¿Y cómo se manifiesta esa resonancia liberada hacia mí? Yo no he notado ningún cambio, ninguna sensación extraña -preguntó Níobe, fascinada por el caudal de conocimientos. Se arrellanó mejor en el sillón, doblando las piernas sobre el asiento. Asemejaba, en cierto modo, a una hermosa serpiente verde, sinuosa y lánguida. El recuerdo del Duque de Raven procuró no mirar ese movimiento...
- Por desgracia -contestó Sergei, centrando la mirada en los ojos de su interlocutora-, el Prior fue declarado hereje y asesinado por su propio hermano, el Príncipe Joshef, en un dramático intento de demostrar la falsedad de las investigaciones. Tiempo después, el Príncipe fue encontrado muerto de forma misteriosa, al parecer tras intentar conjurar un hechizo muy simple -sacudió la cabeza, pensativo-. Ciertamente es un tratado muy difícil de encontrar, mi señora, pero es curioso cotejar hechos que, a la luz de las investigaciones del Prior, revelan nuevos modos de entenderlos.
- Así que crees que cuando un hechicero muere, parte de su esencia retorna a los de su misma sangre... -Níobe se acarició el mentón, pensativa-. Curioso. Es extraño, pero en muchas leyendas Rennianas se hace referencia a caballeros "empujados por el espíritu de un ser cercano", o movidos y animados por pensamientos de familiares. Aunque yo creía que se trataba meramente de figuras literarias sin más importancia. Supongamos que es cierto, ¿mmm? - continuó, curiosa- ¿En qué me ayudará esto a eliminar la tara y para qué me has pedido toda esa sangre?
- Sólo tengo conjeturas que daros, mi señora. Pero os pregunto una cosa: ¿por qué, en la historia de este mundo, los parricidas, fratricidas y demás que se volvieron contra su familia, siempre acabaron muertos poco después de cometer el acto? -la sombra del Duque Negro se encogió de hombros, después cruzó los brazos-. Son sólo ideas mías. Volviendo a la toma de muestras, mi Reina -continuó, sonriendo torcidamente-, veo que se os ha olvidado el porqué de mis instrucciones.
- Tus elucubraciones no son exactas. Los casos de parricidio en Renn, aunque muy escasos y siempre motivados por trágicos y nobles motivos -Níobe suspiró con fastidio- nunca tuvieron consecuencias para los hijos; y en el norte, la Reina Cadmille IV mató al menos a tres de sus propios hijos antes de que alcanzaran la pubertad, y reinó casi cincuenta años. Sires III el Honrado se encargó de eliminar a sus dos hermanos y a una multitud de hijos bastardos de sus padres; y vivió casi cien años; Admentia VI de Rossum eliminó a su primogénito para continuar reinando en calidad de Regente... si las elucubraciones de ese Prior son ciertas, yo añadiría que sólo encontraron venganza las resonancias de aquellos hechiceros que ya habían desarrollado sus capacidades hasta un mínimo aceptable -terminó, pensativa.
El sol de la mañana entraba por la ventana abierta tras ella. Fuera, se escuchó el grito de un ave de presa al lanzarse tras su desayuno. La luz que se filtraba a la habitación acariciaba su oscuro cabello, arrancándole destellos luminosos. Níobe permaneció en silencio unos instantes, reflexionando sobre las palabras del Duque. No la convencía demasiado su teoría, la verdad.
- Como sospecharéis, mi astuta Reina -comentó Sergei-, esas elucubraciones son sólo un modo de distraerme. Y aunque lo que me habéis contado es posterior a mi... defunción, no es esto lo que íbamos a tratar. Como decía, lo que debéis hacer con las muestras extraídas...
Una llamada a la puerta interrumpió al Duque. El toque era el característico y tímido de Florea.
- Adelante -dijo Níobe.
La pequeña figura de la doncella entró en la sala sujetando un abultado ramo de rosas. La reina enarcó una ceja:
- ¿Lo envía Ayque... su Excelencia el Conde?
Florea asintió, sin moverse del marco de la puerta. Extendió con cuidado una mano donde llevaba una misiva sellada.
- Gracias, Florea; déjalo en esa mesilla -Níobe se aseguro de que Florea no viera el frente del Espejo.
La muchacha obedeció, y con una breve reerencia, abandonó la sala cerrando al puerta con mucha suavidad.
- ¿"Ayque..."? -la sonrisa del espectro de Sergei de Raven se ensanchó más-. ¿Ya le habéis puesto un mote a vuestro futuro marido?
- En realidad, Nyx. Tiene una mente prodigiosamente creativa. Edaris Ayquecruz de Shult -Níobe rió, mientras abría el sobre-. "Queridísima Níobe: Apenas me he separado de vos y ya os añoro, luz de mi vida" -leyó en voz alta, sin poder contener la risa.
- Sí, sin duda la nota de un renniano. Ahora bien -continuó él-, como os decía antes de que se me interrumpiera otra vez, debéis homogeneizar las muestras según las instrucciones del "Alquimia".
Níobe frunció el ceño con disgusto.
- Lo sé, y está hecho. Aunque no dispongo de tu poder -Níobe ejecutó una burlona reverencia-, no soy una aprendiz. Tal vez harías bien en comenzar a plantearte que hay más gente a parte de ti que es capaz de realizar procesos complejos. Las muestras están extraídas, conservadas, homogeneizadas y listas para comenzar a destilar lo que quiera que vayamos a hacer.
- No tengo por qué conocer hasta dónde han profundizado vuestros estudios, mi señora -se disculpó Sergei, conciliador-. En vida conocí a magos de terribles poderes que no sabían distinguir el extremo punzante de una jeringuilla. Bien -continuó-: una vez separadas en ocho partes iguales, extraeréis de cada una unos diez mililitros. Posteriormente comprobaréis su reacción al disolver en ellas una de las Octo Vires. Ocho muestras, ocho esencias.
Níobe asintió. El conocimiento que podía ofrecerle el recuerdo de Sergei de Raven le fascinaba.
- Si todo va bien, esta noche tendré las muestras preparadas. Con un poco de suerte, Ayquecruz se marchará al anochecer y tendré todo el tiempo de mundo para dedicarme a esto.
- ¿Tenéis todas las Vires ya? -preguntó burlón-. En ese caso tiradlas: serán impuras y no os servirán si no han sido recogidas poco antes del experimento. Mucho me temo, mi Reina -la comisura izquierda de su boca se elevó un par de milímetros más-, que váis a tener el tiempo bien ocupado.
Ella asintió levemente.
- De acuerdo. Rehacer las Vires y hacerlas reaccionar con la sangre. ¿Algo más?
- Por ahora os bastará con eso. Anotad las reacciones, y estad atenta: pueden ser inmediatas o demorarse algo.
- Lo haré, ex-Duque -Níobe miró el espejo-. Es una auténtica lástima que las circunstancias nos sean tan adversas, Sergei -parecía sincera-. Os aseguro que me hubiera gustado conoceros vivo.
La efigie de Sergei de Raven osciló levemente, como cuando un cuerpo vivo sufre un escalofrío. Quién sabe si de frío, de dolor o de placer.
- Mi Reina, os aseguro por lo más sagrado que, si estuviera entre los vivos, vos seríais el principal objeto de mi atención.
- No lo dudo, aunque lo que sí dudo es para qué tendrías vuestros ojos fijos en mí. Porque si te digo que me hubiera gustado conocerte vivo es porque realmente encuentro nuestras conversaciones muy gratificantes. Hubiera sido un auténtico placer compartir tu conocimiento y verte jugar a los alquimistas -sonrió con franqueza-. Aunque pienso que podría darte un par de lecciones como gobernante -añadió, sin rastro de malicia, lo que era muy inhabitual en ella.
Los ojos del Duque Negro destellaron de color ámbar una sola vez. "Tal vez no tengas que esperar mucho, pequeña hechicerilla. Dentro de poco comprobarás que no es bueno mezclarse en según qué asuntos. Los cuervos son muy orgullosos... y nadie repara en ellos hasta que llega su momento". Su sonrisa no se movió un ápice. El destello de sus ojos no fue sino un producto de la imaginación de la Reina de Avernarium.
- Sólo el tonto cree que sabe todo lo que hay que saber, mi señora.
EL gesto amable en el rostro de Níobe desapareció al instante.
- No me oirás jamás decir que sé todo lo que hay que saber, sombra -ni rastro del tono cálido en su voz-. Aunque haces bien en recordarme que sólo eres un recuerdo y debo tratarte como tal -se puso en pie, molesta-. ¿Tienes algo que más que decirme o debo despedirte? -preguntó con altivez.
- No deseaba molestaros, mi Reina -"todavía no, al menos", pensó-. Sólo comentaba mediante un aforismo popular las evidentes diferencias entre vuestro reinado y el mío -"tú tienes fértiles y anchas tierras, ingentes riquezas y una multitud de vecinos idiotas a punto de caramelo. Yo tenía inviernos gélidos, una esposa traicionera y la rastrera política del Imperio"-. Os felicito con toda sinceridad por lo que habéis logrado y por la pronta victoria a la que aspiráis -"tú quieres gobernar todas las tierras bajo el Sol. Yo pretendía poseerlas desde lo alto de las Esferas".
- ¿Llamarme estúpida es tu modo de comentar evidentes diferencias? -inquirió ella, mordaz-. Harías bien en cuidar tus palabras, sombra; puedo encargarme de que tu existencia en ese espejo sea un infierno o, por el contrario, consiga ser hasta placentera.
- Insisto -le dedicó una profunda reverencia-, mi dueña y señora, en que sólo intentaba señalar unas meras diferencias. Seguramente, de haber coexistido, vuestro ejemplo me habría enseñado sutiles modos de conseguir mis objetivos.
- No te engañes - Níobe se volvió a sentar, malhumorada-. Tarde o temprano habríamos acabado enfrentándonos. Y aunque tú probablemente estés seguro de que me habrías vencido, yo estoy segura de que nada habría sido tan sencillo como apuñalarte.


Aquella misma tarde, Edaris firmó el contrato prenupcial. Vio la sonrisa en el rostro de Níobe y creyó que era de felicidad. No se le ocurrió pensar que era de alivio por librarse de él: Edaris y su corte regresarían a Shult hasta la celebración de la boda, el próximo invierno.


8.8.09

Encuesta: ¿Quién quieres que muera primero?

Sois mala gente, en serio. Cabrones.



Y como me entere de quién quiere que muera yo... le daré razones para desearlo más intensamente.

Encuesta: ¿Quién crees que será el primero en cascarla?

Mmm... pues parece que todo el mundo cree que Von Deck tiene las horas contadas...

7.8.09

Noche Lóbrega

Adara se puso la ropa de la campesina y se dirigió al castillo de Edgar. Entrar fue relativamente sencillo, y entregarle a una de las criadas de la reina Vrila una llave de la posada y un mensaje para Vrila. Inmediatamente supo que la muchacha haría lo necesario para que su ama acudiera a la cita. Tenía que preparar el vino envenenado para terminar con la Reina silenciosamente.

Unas horas más tarde, y en la otra posada del pueblo, la doncella hizo girar la llave de la habitación, franqueándole el paso a una mujer con un velo. Cuando ésta se quitó el velo, Adara vio que era Vrila. A pesar de que era veinte años más joven que su marido, el Rey Edgar, Vrila rondaría ya los cuarenta. Claro que nadie lo sabía con seguridad, puesto que aquella mujer se mantenía bella y lozana. Vrila reconoció inmediatamente la figura que tenía delante:

-Hugo. No puede ser -su gesto, primero de incredulidad y luego de felicidad, fue un alivio para Adara, que había dudado de si Vrila realmente amaba a Hugo o sólo quería tener a un hombre guapo y vigoroso en su frío lecho-. Espérame fuera, querida, y no entres ni dejes pasar a nadie bajo ningún concepto. Te haré llamar cuando te necesite -la doncella no esperó más, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

-Pero es, amor mío -la voz de Adara sonaba exactamente igual que la de Hugo. Incluso sus inflexiones eran las mismas. Ni el mismísimo Hugo hubiera conseguido notar la diferencia, mucho menos una reina que ansiaba reencontrarse con su amante.

-Oí que la maldita Adara te tenía prisionero. Esa asquerosa engreída, consentida y egoísta.

-Así es, querida. Pero he logrado escapar. Esa puta me ató y me violó en las mazmorras. -el falso Hugo escupía las palabras con un deje de asco que hubiera despejado las dudas de cualquiera-. Pensaba que conseguiría sacarme tus secretos, pero no contó con mi voluntad. Cuando me desató para llevarme de vuelta a la celda, le quité su látigo y la até con él al aparato de tortura donde me había sujetado, conseguí robarle una de las espadas que decoraban la sala de torturas y así conseguí escapar, usando el arma para librarme de los guardias. Al fin he llegado. Llevo días escondiéndome y rondando el castillo. Me ha costado encontrar quien te llevara mi nota, casi todo Muitung me conoce y muchos de ellos saben que estoy prisionero en Avernarium. Llevo tanto esperando que no puedo seguir haciéndolo. Ven aquí, brindemos por el reencuentro.

Vrila se sentó junto a Hugo y se quedó mirándole embelesada. Aún no podía creerse que su amado estuviera de nuevo junto a ella. Había perdido toda esperanza de reencuentro al enterarse de que Adara lo tenía prisionero. Nadie había conseguido escapar de las mazmorras de Avernarium en toda la historia del Putomundo, pero su amado sí. Él estaba hecho de una madera especial, y el amor que los unía y que los convertiría en marido y mujer cuando el viejo Edgar se decidiera a morir le había ayudado a zafarse de los barrotes. Vrila chocó su copa con Hugo y bebió un trago largo.

-Te he echado de menos, ¿y tu a mí?, ¿me has echado de menos, amor? -la mujer miraba con auténtica devoción a su amado. Aún no se notaba en su gesto que el veneno estuviera haciendo efecto.

-Claro, amor. Ven aquí -Adara, con un gesto rápido, atrajo a Vrila hasta sí y la abrazó con fuerza. Acto seguido volvió a levantar su copa. -Por un futuro juntos, por la muerte de Edgar y mi restitución como soldado, o como lo que tu quieras, amor mío. Bebamos, pues hoy es el maravilloso día en el que me he podido reencontrar con la mujer a la que más he amado en toda mi existencia.

-¡Brindemos por ello! -Vrila alzó su copa y, de un trago, apuró el contenido. Dejó escapar una carcajada mientras se rellenaba la copa y la alzaba de nuevo. -Y volvamos a brindar, una vez más, porque es demasiado perfecto para celebrarlo con una sola botella de vino.

-Por nosotros. -Hugo alzó la copa y dio un sorbo corto, lo justo para espantar a la mala suerte que se esconde tras un brindis vacío y que podía echar a perder todo su plan como una brisa desbarata un castillo de naipes. -Deja de beber y cuéntame cómo están las cosas por la corte, ¿hay visos de heredero o el idiota de tu marido se ha resignado a la esterilidad?

-Querido, las cosas no han cambiado mucho desde que fuiste capturado. Edgar sigue bebiendo brevajes para potenciar su virilidad y yo sigo bebiendo brevajes para anular mi fertilidad. ¿No crees que podríamos intentarlo ahora? Cada día que pasa me coloca más cerca del demasiado tarde definitivo. Y tengo tantas ganas de ser madre...

-No tienes por qué preocuparte por eso. Ven, abrázame, y sigue contándome qué tal están las cosas, amor mío. ¿Siguen mis hombres al frente de la guardia? ¿Seguimos teniendo alguien en quien confiar para que me permita llegar a ti?

-Sólo nos queda el capitán de mi guardia personal. Todos los demás fueron expulsados de la corte y ahora se ganan la vida defendiendo las fronteras. No vas a poder entrar en el castillo, querido, al menos no sin poner en serio peligro tu vida. Nos encontraremos aquí cada día. Es más seguro. Incluso el bosque es más seguro que el castillo para ti, amor mío. -Vrila bostezó mientras se acurrucaba contra el pecho de Hugo.

-¿Estás cansada, Vrila? Duerme, que yo velaré tu sueño. -Adara no pudo reprimir una carcajada mientras acariciaba el pelo de la Reina.

-¿Por qué te ríes, Hugo? -Vrila volvió a bostezar y sus ojos empezaron a entrecerrarse perezosamente. Estaba a punto de quedarse dormida... para siempre.

-Por nada, amor. Tu sólo duérmete.

Vrila se quedó pacíficamente dormida y su pulso se fue apagando lentamente. El remedio para el sueño ayudó a que la mujer no fuera consciente de su agonía cuando comenzó a ahogarse. No hizo ruido, tan sólo boqueó como un pez al que capturan con una red al salir a la superficie. Se echó las manos al cuello como si quisiera desasirse de algo especialmente molesto, y unos minutos más tarde ya era historia. Sin estertores, sin alboroto, sólo la muerte estaba invitada a aquel espectáculo. Adara abandonó la habitación.

-La Reina duerme, acompáñala el sueño, y dile a Edgar de mi parte que si no puede ser mía, no será de nadie. -La doncella entró en la habitación y se encontró a Vrila recostada sobre la cama, tenía un gesto apacible y sereno. La muchacha se acercó y notó que el cuerpo de la mujer desprendía calor, tras aflojarle los ropajes para que durmiera con mayor comodidad, notó que permanecía extremadamente quieta. Puso un espejo bajo su nariz y comprobó, con pánico, que no había respiración.

-¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Es la Reina! -la joven gritaba con todas sus fuerzas, pero tardaron un rato en acudir, puesto que la habitación sabiamente elegida por Adara estaba bastante alejada de la taberna de la posada. Tuvo que pasar alguien por la calle, por debajo de la ventana, para escuchar los gritos desconsolados de la joven y acudir en su ayuda. Para entonces, Adara ya había recuperado la forma de su guardia y se dirigía al encuentro de su séquito.

Tras el éxito del plan, a Adara sólo le preocupaba una cosa: no sabía qué edad podría tener. Había estado usando magia mucho tiempo seguido, e intuía que dos no eran suficientes sacrificios, y más teniendo en cuenta que ni siquiera eran jovencitas, sino campesinas despistadas y cansadas de una dura vida de trabajo que se acercaban rápidamente a su fin natural. Claro que no haber recuperado su forma en ningún momento no ayudaba: no tenía modo de saber qué edad tendría, ni qué aspecto. Podría estar al borde del desnacimiento o ser una niña sin fuerzas. Su preocupación cesó deprisa, tan pronto como se dio cuenta de que el punto de encuentro estaba a un día del lugar en el que se encontraba, y de que, seguramente, en el camino podría disponer de alguna jovencita con la que invocar a la parca para que le devolviera su edad. Había unos cuantos pueblos entre el lugar en el que se encontraba y el lugar al que se dirigía, por lo que confiaba en llegar viva y libre de sospechas al lugar del encuentro.

6.8.09

Insomnio

Edaris de Shult caminaba nerviosamente de un lado a otro de su habitación. En la mano derecha sujetaba un pendiente de perlas.

Debería marcharme de inmediato.
Níobe...
Ha matado a ese hombre.
Tal vez no tenía otra opción...
Siempre hay otra opción.
¿Sí? ¿Y qué hubiera hecho yo?
Un duelo, por supuesto...
No todo el mundo tiene el autocontrol de un caballero. Níobe, por muy excepcional que sea, no deja de ser una mujer.
Debería marcharme de inmediato.
Jamás volverás a verla.
Hay más mujeres. Hay más candidatas a Condesa de Shult.
¿Hay más mujeres que desee ver cada mañana junto a mí? Ninguna.
Antes de mis deseos, está el Condado. Mi voluntad no tiene valor frente a lo que Shult necesita.
Jamás volverás a verla. Nunca. Tendrás que decir "sí, quiero" frente a otra mujer, sabiendo que es perjurio. Y todo porque ella ha matado a un plebeyo que la insultó. Yo habría hecho lo mismo, solo que con una espada en vez de con un puñal.
¡No es lo mismo! ¡En un duelo hay honor, hay posibilidad de defenderse!
El juglar sabía que la estaba insultando. No ha sido un error, ha sido deliberado.
El juglar era un mero mensajero...
El juglar, ahora que lo pienso, sonreía mientras entregaba ese supuesto mensaje. Disfrutó insultándola. Disfrutó como una rata insultando a una mujer que le había ofrecido su hospitalidad. No era un mero mensajero, era un partícipe de la injuria de Genar.
¿Y ésa es razón para matarle?
Es la ley. Y la ley ha de ser respetada.
No puedo quedarme aquí. Debo marcharme.

La luz de la luna se filtraba por la ventana. Se asomó: había oscuridad en el torreón donde dormía Níobe. Durante un instante tuvo la sensación de que era algo más que la ausencia de luz. Pensó en sus ojos furiosos mirándole, en sus labios trémulos y suaves, en su piel pálida. Recordó aquel beso hacía un par de noches. Evocó el sonido de su voz, a veces suave, a veces afilado. Se miró la mano: de tanto apretar el pendiente, se lo había clavado en varios sitios. Se llevó la mano frente a los ojos y vio brotar la sangre.
Así era Níobe, pensó. Tan bella como esa hermosa pieza de joyería, con brillantes perlas y delicadas filigranas talladas con infinito cuidado por algún maestro joyero. Tan letal como ese valioso pendiente que, solo de sujetarlo, le había cortado la piel hasta hacerle sangrar.

Se sentó. Pensó en ir a verla a su dormitorio. Tal vez podría... hablar con ella. Necesitaba decirle, ¿el qué?
Salió a la puerta de sus habitaciones, dos de sus soldados montaban guardia.
- Sir Adwey, id a buscar al Consejero Rivas y traedlo aquí.
- Señor -el caballero le miró, sorprendido-, es tarde...
- Lo sé. Aún así.
El hombre asintió, hizo un breve saludo con la cabeza y desapareció por el pasillo. Edaris volvió dentro.

Quiero quedarme con ella.
¿Eso es lo correcto?
Sí. Shult necesita a Avernarium.
¡Mejor caer bajo Erén que bajo la ignominia!
Por los dioses, estoy exagerando. No era más que un plebeyo que la había insultado.
¿Sí? ¿Y qué será después?
En nombre de todo lo sagrado, no puede ser tan difícil hacerle entender lo erróneo de su comportamiento.
No es una dócil dama shulte. Tiene más carácter que todo mi Consejo junto.
¿Y no es precisamente eso lo que la hace tan fascinante?
¡No necesito fascinación!

Llamaron a la puerta, Edaris fue a abrir. Rivas esperaba al otro lado de la puerta, con su camisa de dormir y su gracioso gorro terminado en borla. Tenía el gesto adormilado de quien acaba de despertarse, y una expresión abotargada por el sueño interrumpido.
- Joven Edaris, ¿no habéis visto qué horas son? -el anciano le miró con reproche- Yo ya no estoy tan joven como para trasnochar.
- Lo siento, Rivas, amigo mío... -se apartó de la puerta y volvió al interior de la habitación, comenzando a andar nerviosamente de un lado a otro-. Pasa, por favor. Y siéntate.
- Mi Conde -dijo el anciano, acercando su cansado cuerpo a una de las sillas de la habitación y mirando a su protegido con preocupación-, ¿qué hace que el máximo mandatario de Shult deambule a estas horas en vez de sumirse en un bien merecido sueño reparador?
- Bien merecido... Sí, eso es. ¡Se lo tenía bien merecido! -exclamó, golpeando una pared con fuerza.
- Edaris, tal vez si me contáis lo que sucede...
Edaris giró la cabeza y miró al anciano consejero fijamente, casi como si se preguntara qué estaba haciendo en su habitación. Entonces recordó para qué le había hecho venir.
- Rivas, yo... -cogió la otra silla, la acercó hasta la de Rivas y se sentó en ella-. No sé qué hacer. La Reina...
- ¡Ah! Así que es eso -el anciano asintió levemente, comprendiendo-. Mi joven muchacho. La Reina Níobe estaba en su derecho de hacer matar a ese... mensajero -casi escupió la palabra.
- Sí, Rivas, sí. Lo sé. Y en Shult ése habría sido también el resultado. ¡Pero es que la Reina lo apuñaló a sangre fría! -añadió, estremeciéndose com si hubiera sido él y no el isleño el ajusticiado.
- ¿Os sentiríais mejor si lo hubiera ajusticiado -puso énfasis en la palabra- mientras ardía de ira? ¿Lo que os molesta concretamente es el hecho de que lo hiciera a sangre fría?
- No... no sé que es lo que me molesta, Rivas. Hay algo tremendamente erróneo en esa situación, pero no soy capaz de determinar exactamente el qué.
- Quizá os desconcierta que lo matara ella -sugirió Rivas, suavizando el tono de voz-. Estáis acostumbrado a ver morir y matar hombres, señor. Pero creo que en toda vuestra vida habréis visto morir una o dos mujeres... y matar a ninguna.
- ¡Es que no está bien! - Edaris se mesó los cabellos- Ella no debería haberse manchado las manos de sangre, no debería...
- Joven Edaris - la paciencia de Rivas era casi infinita- os recuerdo que el Consejo escogió a la Reina Níobe, entre otras cosas, porque no se asustará si tiene que iniciar una guerra. Y eso, señor, es mancharse las manos de sangre.
- ¡Pero es que no es lo mismo participar en una guerra desde la seguridad del castillo y dejando el peso de los combates a los guerreros que llevan su blasón, que participar ella misma en las matanzas! -el joven se levantó y faltó poco para que enviara su silla al otro extremo de la habitación de un puntapié, así de fuerte eran su desconcierto y su nerviosismo.
Rivas suspiró, presionando con una mano sus ojos en un intento de mantener el caudal de paciencia. Pues éste sería casi infinito, pero el discutir con su soberano sobre temas ajenos a la forma en que éste se crió y habiendo dormido sólo 2 horas...
- Edaris...
- ¡No! ¡No está bien! -esta vez el Conde desahogó su frustración golpeando la mesa con su puño derecho y partiéndola en pedazos-. Una dama, y más una Reina, debe comportarse como dictan las normas de protocolo, ¡y no creo que apuñalar a un enviado de una potencia extranjera, con un objeto conjurado mediante hechicería, esté dentro de las normas de la buena conducta! -ni siquiera notó que se había herido. La sangre manaba de los profundos cortes que las astillas habían hecho en su carne, manchando su ropa y goteando hasta el suelo.
- Basta ya, Edaris -Rivas no gritó. Sólo habló con esa inflexión de la voz que utilizaba cuando era el preceptor de un crío que estaba destinado a heredar todo Shult. El Conde Edaris miró a su anciano consejero con sorpresa-. Cállate y siéntate en la cama. Ya -añadió, viendo que el joven abría la boca para protestar. Suspiró de nuevo-. Mira, jovencito, y atiende a lo que digo: la vida real no es como viene en los libros. Las pulcramente redactadas normas de todos esos manuales que debiste aprenderte de memoria no sirven -Edaris hizo ademan de protestar y el anciano le atajó con un movimiento terminante de la mano-. No sirven para nada. No ganan guerras perdidas, no protegen a tu familia, no dan de comer a los siervos, no salvan a tu anciana madre de ser violada -el consejero fue enumerando una a una sus razones-. No impiden que todos los que amas sean aniquilados por tu vecino. ¿Lo entiendes, jovencito?
- Eh... yo...
Rivas acercó la silla hasta la cama. Inmediatamente borró de su semblante la faz autoritaria del maestro y compuso la sonrisa del amigo preocupado. Puso su mano izquierda sobre la rodilla del joven Conde de Shult.
- Mi señor, entiendo dónde os halláis. Hasta este momento llevábais una existencia acorde con las tradiciones de Shult. Pero ahora no estamos en Shult. La situación actual me ha obligado a sacaros de esa idílica vida de caballeros de brillante armadura y de damas de mejillas sonrojadas. Y es más: deberéis sacar a vuestro Consejo de esa misma mentira -por un momento la sonrisa se deshizo y sus labios se apretaron con firmeza-, o Shult desaparecerá.
Edaris le miró como si no comprendiera de que hablaba, como si no fuera Rivas sino un extraño e inquietante engendro. Entendía sus palabras, formaban frases con sujeto y predicado, pero lo que querían decir se le escapaba por completo. ¿Acaso todo lo que había aprendido durante su existencia era mentira?
- Rivas... No te comprendo -susurró.
- Se acabaron los cuentos de hadas, mi inocente pupilo. Se terminó. Para siempre. Ha llegado el tiempo de las Reinas que apuñalan en el salón del trono, de las guerras que no se ganan en el frente y de las victorias de las que uno no puede estar orgulloso.
- No concibo que tú me estés diciendo esto -Edaris le observaba con espanto conmocionado.
- Alguien tiene que decíroslo, muchacho. Para que el pueblo de Shult sea libre, vais a tener que hacer muchas cosas que lamentaréis. ¿No os habéis preguntado nunca porqué Avernarium ha conservado su exagerado tamaño durante tantos siglos? Un terreno tan grande es un bocado muy interesante para muchos países circundantes, muchacho. Pero las Reinas de Avernarium siempre han sabido manejar la política a su antojo. Ya va siendo hora de que aprendáis algo de ellas. Níobe es vuestra mejor elección, muchacho; la necesitáis. Y necesitáis no solo que os apoye, sino que os enseñe. Ella maneja la política de un modo admirable; será la mejor tutora que nunca podáis tener.
- Rivas -dijo Edaris-, si el Consejo oyera esto que me dices...
- Por eso os lo digo aquí, a muchas leguas del Consejo. Ellos no lo entenderían. Viven tal y como prescriben las normas. Y si uno se pliega a las normas mientras que su enemigo se las salta... Ya sabéis cuál sería el desenlace.
El joven Conde de Shult pensó sobre las palabras que su fiel consejero le decía.
- Pero el honor...
- ¡Valgame la Luz, muchacho! -exclamó Rivas, levantando ambas manos hacia arriba, como si de verdad estuviera rogando a esa inexistente Luz-. Disculpad, mi señor -añadió, recobrando la compostura-. Edaris, tenéis que comprender que el concepto de "honor" que vos aprendisteis no es el concepto de "honor" que existe en realidad. ¿"Mejor muerto con honra que vivo sin ella"? Eso puede estar bien para alguien que no tiene la pesada responsabilidad de cuidar de cientos o miles de súbditos. "¿Dónde está ahí el honor?", me preguntaréis. Y yo os responderé: el honor está en sacrificar tu propia honra y tu propio orgullo por el bien de aquéllos que están a tu cuidado, incluso si para ello tienes que pisotear todo aquello que te enseñaron.
- Yo... no... - Edaris enterró la cabeza entre las manos-. No puedo creer que esté escuchando esto. El Consejo... El Consejo te hará ver que te equivocas -le miró, esperanzado-. Te mostrarán lo equivocado que estás... - se llevó la mano frente a los ojos, la mano con cortes en las palma hechos por el pendiente de Níobe y en el dorso por las astillas de la mesa-. Me niego a hacer esto. Si ser Conde implica escupir sobre las nobles enseñanzas de mis ancestros, abdicaré. Me niego.
- Eso no es nada valeroso, muchacho. ¿Dejar que vuestro hermano se encargue del problema?- el anciano suspiró-. Mirad, joven. Debéis contraer matrimonio con Níobe. Es de crucial importancia que contemos con Avernarium en la guerra que se avecina. Si... -Rivas torció el gesto- Si la situación se vuelve insostenible, siempre podréis solicitar el divorcio.
- No puedo creer que tú me estés diciendo esto -repitió.
- Abrid los ojos, Edaris. ¿Qué os diría el Consejo? Yo os lo diré: Vuestro primo Wallace permanecería meditabundo, y solo cuando se hubiera tomado una decisión le empezaría a sacar defectos. Vuestro hermano Briye lo solucionaría todo con una justa. Sir Brewe, Sir Admund y Sir Logan optarían por esperar. Lord Vessir consideraría...
Edaris se dio cuenta de que era cierto. Todas las reuniones del Consejo seguían esa mecánica. Todos y cada uno de sus Consejeros parecían interpretar un papel, siempre adoptando la misma postura... Entonces entendió por qué su difunto padre, que siempre descansara en la Luz, hizo que fuera Rivas quien le enseñara, quien le guiara. Augustus de Shult fue un hombre sabio y muy querido por su pueblo. Pero también fue un hombre previsor y muy pragmático. Sabía que eran necesarios ciertos cambios en el Condado o los malditos primos de Erén, que cada vez dirigían más su codiciosa mirada hacia Shult, declararían una guerra que las rígidas normas suscritas por el Consejo del Conde no podrían ganar. Así que fue moviendo sus piezas. Ahora Edaris lo veía mucho más claro: las levas para el ejército, los entrenamientos obligatorios, el aumento en las pagas de soldados y oficiales, la concesión del título de "Caballero" para aquellos soldados de clase baja que demostraran absoluta lealtad y dedicación, el establecimiento de los fuertes fronterizos... Y movimientos que darían su fruto aún a más largo plazo: como el plantear al Consejo la necesidad de alianzas o matrimonios con Estados más fuertes, o como el hecho de que su hijo recibiera la guía y el consejo del único hombre en quien de verdad confiaba Augustus. El único que sabía hacerle ver la realidad tal y como era: el viejo y sabio Rivas.
- Dime qué he de hacer -susuró Edaris, con el ánimo por los suelos.
- Vuestro universo acaba de desmoronarse, joven Edaris -dijo el anciano on dulzura-. Pero no os preocupéis. No es tan terrible. Mañana por la mañana id a ver a la Reina y...
- Le dije que me marcharía -cortó Edaris.
Rivas dio un respingo.
- ¿Qué?
- Le dije...
- Eso ha sido una estupidez, señor. ¡Un movimiento políticamente erróneo! Debéis arreglar eso cuanto antes. Y es posible -levantó un dedo, advirtiendo con firmeza al Conde- que la Reina os haga pagar por ese desprecio. Os prevengo: aceptad el castigo y sellad el compromiso cuanto antes.
Edaris simplemente asintió, derrotado. El anciano volvió a suspirar por enésima vez aquella noche. Su rostro se dulcificó una vez más. "Es tan joven...", pensó.
- Mi señor -dijo el consejero con suavidad-, os aseguró que entiendo en qué legamosas aguas tenéis chapoteando a vuestra conciencia. Yo también pasé por lo mismo cuando descubrí que todo en lo que creía no era más que un engañoso aunque bello velo que escondía a mis ojos la fealdad del mundo. Decidme, mi joven Conde: ¿amáis a esa mujer?
- Sí -respondió Edaris, aunque a regañadientes.
- Entonces deberéis poner más empeño en entender determinadas cosas. Ella, la Reina Níobe, no ha tenido nunca los ojos vendados. Será duro para vos, pero aún la amaréis más cuando veáis que ella se muestra a vos... eh... -aquí el anciano dudó un momento, pero tampoco quería sobrecargar más todavía los hombros de su pupilo- tal y como es. Sin esconderse en veleidosas y falsas normas, sin temer cruda la realidad.
- Tienes... Tienes razón -afirmó categóricamente-. Creo que iré ahora mismo a verla.
- Pero, mi señor, es ya muy tarde de madrugada. El sol...
- No -negó Edaris-. No puedo dejar que pase el tiempo. Níobe tiene todo el derecho en tener mis disculpas cuanto antes. Iré a sus habitaciones -continuó- y me arrodillaré ante ella, suplicando su perdón y haciéndola ver que ahora sé que tenía ella toda la razón, mientras que yo estaba equivocado... Buenas noches, mi fiel Rivas -dijo Edaris, sin mirar a su consejero-. Voy a ver a la Reina.
Y, así sin más, salió de la habitación a grandes zancadas. Rivas ni siquiera se molestó en detenerle. Una vez que un renniano de sangre noble comenzaba un camino, siempre lo terminaba. La tozudez innata a su condición había hablado, y más valía que nadie se interpusiera en su camino. O sería arrollado sin contemplación.

Dos soldados montaban guardia a la entrada de los aposentos de Níobe. Miraron extrañados a Edaris cuando se acercó a ellos.
- Apartaos -ordenó-, he de hablar con su Majestad.
- Señor, es tarde. Su Majestad descansa.
- Aún así -repitió, molesto. No estaba acostumbrado a tener que dar explicaciones- he de hablar con ella de inmediato.
- Señor... -comenzó a insistir uno de los guardias, pero Edaris no estaba dispuesto a ceder.
- Soldado, escuchadme. He de hablar con la Reina de inmediato sobre temas de muy grave importancia; si osas detenerme, me encargaré de que su Majestad sepa de tu comportamiento, y de que te castigue en consecuencia.
El guardia se quedó pálido. El término castigo en boca de Níobe era temible.
- Pasad -dijo el guardia, temeroso.
Edaris atravesó la puerta y entró en la antesala, donde todavía ardían los rescoldos en la chimenea. Frente a él, la puerta de Níobe. Llamó dos veces, nadie respondió. Nervioso, volvió a insistir...
La puerta se abrió, y una somnolienta Níobe vestida con un liviano camisón apareció en el marco.
- ¿Qué ocurre? -preguntó con voz adormilada.
- Mi señora, yo... -empezó Edaris. Carraspeó, miró al suelo, volvió a carraspear y entonces se arrodilló delante de la Reina. O más bien casi se tiró al suelo por lo rápido de su movimiento-. Mi señora Níobe, mi Reina, vengo a disculpar mi anterior comportamiento. Soy... Fui un iluso al no comprender los motivos que teníais para hacer lo que hicísteis y... Y yo... Venía a presentaros mis más humildes disculpas y mi más sincero arrepentimiento. Aceptaré cualquier castigo que...
Níobe tardó un par de segundos en comprender lo que estaba pasando. Luego sonrió.
- Levantaos, Excelencia -ordenó, con una mezcla de dulzura y autoridad-. El suelo no es lugar para vos. Y tranquilizaos, que apenas entiendo qué queréis decirme...- se apartó del marco de la puerta- pasad y sentaos -señaló un sillón.
Níobe se dirigió al baño, sonriendo pérfidamente para sí.
- Permitid que me aclare el rostro, estoy medio dormida -Edaris escuchó su voz y el caer del agua, mientras se levantaba del suelo y se dirigía, aún sin entender por qué no le castigaba inmediatamente, hacia el asiento que ella había señalado. La Reina volvió. Se sentó en otro sillón, junto a la chimenea-. Bien, Excelencia, respirad hondo un par de veces y decidme: ¿qué ocurre?
- Mi señora, vengo a pediros disculpas por el modo en que me comporté antes. Os amo y quiero casarme con vos. Si mi anterior... -buscó la palabra adecuada- exabrupto, totalmente fuera de lugar, ha hecho que me miréis con peores ojos y ya no deseáis que permanezca aquí, lo entenderé y lo aceptaré. Pero antes de que eso ocurra, he de admitir ante vos mi equivocación y declararos que lo que hicisteis no ha hecho más que revelarme un mundo que yo creía que no existía -se levantó, fue hacia ella, la tomó de la mano y puso una rodilla en la fría piedra-. Y debido a ello os amo más todavía, pues reconozco en vos alguien que además de sus otras virtudes tiene consigo la sabiduría del mundo real.
Níobe tuvo que esforzarse para no reír. Sin embargo, se le escapó una sonrisa que Edaris interpretó como un gesto de amabilidad.
- Vaya, Excelencia, ¿y no podían esperar vuestras disculpas a mañana? ¿O tanta urgencia tenéis que deseáis firmar ya el contrato matrimonial? - se burló.
Deslizó la blanca mano por el cabello de Edaris.
- En cierto modo encuentro vuestra espontaneidad encantadora. Tranquilizaos, estáis más que perdonado. Aunque he de decir que esperaba más resistencia frente a una posible negativa... ¿No fue Sir Gareth el Blanco quien se suicidó porque la mujer de la que se había enamorado le rechazó?
- Sir Gareth no tenía que cargar con el peso de multitud de súbditos. La responsabilidad que tengo sobre mis hombros y que mi padre me legó me impediría cometer ese acto, mi señora. Hacerlo sería un acto indigno de un Conde -utilizar los argumentos que Rivas le había hecho ver le infundía tranquilidad-. Si me rechazáis habré de vivir sabiendo que ninguna mujer podrá ocupar el lugar de aquélla que me rechazó.
- Que lástima. Con lo infinitamente romántico que sería eso, ¿no creéis? ¿Que un hombre se quite la vida por una? Me pregunto qué se sentirá... -Níobe le acariciaba el pelo con infinita dulzura, burlona y cruel-. Bien, señor: estáis perdonado. Mañana si lo deseáis firmaremos el contrato, y pasado podréis volver a vuestra tierra. ¿Cuándo deseáis celebrar la boda?
- Pero... eh, ¿no estáis...? Es decir, mi comportamiento anterior...
- ¿Sí? - Níobe le miró con fingido interés. En realidad, los titubeos de Edaris le sacaban de quicio- ¿Estoy qué?
- Enfadada, mi señora. Eso. Enfadada conmigo por cómo os grité, avergonzándoos en vuestro castillo.
- Sed positivo, si hubiérais sido un juglar... -esbozó una sonrisa en la que sus ojos no participaron-. Ya os he dicho en otra ocasión que los shultes sois como niños. Esperaba un comportamiento similar, si os he de ser sincera.
- ¿He de entender, pues, que no os he decepcionado, mi señora Níobe?
- Bueno, ya os he dicho que esperaba más resistencia frente a una posible negativa que un mero "me marcharé y pensaré en vos", pero a parte de eso, no. Además, si estuviera enfadada, Excelencia, os lo hubiera hecho saber.
Sí. Te lo habría hecho saber con sufrimiento infinito y humillaciones... Créeme, idiota. Cuando esté enfadada lo sabrás. Níobe deslizó los dedos por el contorno del rostro de Edaris. Puede que fuera un imbécil, pero era un imbécil hermoso. Apetecible.
- Mi Reina -dijo Edaris, acercando la mano de Níobe a sus labios y depositando en su suave piel un beso-, esta noche, en contra de todas las espectativas, me habéis hecho el hombre más feliz de todo el Putomundo. Sois la dueña de mi corazón, ahora y siempre -volvió a besarle la mano una vez más, le sonrió y se levantó-. Y ahora, mi señora, creo que ya os he hecho perder demasiado de vuestro precioso tiempo de descanso. Os agradezco que me hayáis atendido, me hayáis perdonado y me hayáis concedido el más valioso regalo de todo vuestro hermoso Reino -se inclinó ante ella en una profunda y perfecta reverencia-. Creo que me marcharé a mis habitaciones y os dejare dormir, mi Reina Níobe. Mañana será un día ajetreado.
- ¿Y porqué no os quedáis aquí? -Níobe le dedicó una mirada libidinosa, disfrutando sobremanera. Sabía que iba a escandalizarle.
- ¿Quedarme en vuestra habitación? -desde luego que Edaris estaba escandalizado.
- Eso he dicho - se puso en pie frente a él y le miró a los ojos-. ¿No os atrae la idea?
El Conde de Shult miró a la Reina, y no esta vez a los ojos. Fue consciente como no la había sido antes del hecho de que Níobe estaba vestida con un camisón que dejaba intuir su cuerpo más de lo que la imaginación sola concebía. Sus contorneadas caderas, sus pechos redondos y firmes, sus piernas... Oh, sí, desde luego que le atraía. Níobe, con un veloz movimiento, le empujó con fuerza, haciéndole retroceder y trastablillar. Edaris cayó sobre la cama, sorprendido.
- ¿Veis, señor? Sois como niños. Indecisos y tímidos.
- ¿Y sois vos quien ha de vencer esa timidez por mí? -preguntó Edaris a su vez, ensayando una trémula sonrisa.
- Vuestra timidez es encantadora, Excelencia -dijo mientras trepaba sobre él, hasta sentarse en sus caderas-, pero en ciertos momentos es un incordio. Como ahora, cuando quiero comprobar cuanto hay de cierto en vuestras afirmaciones.
- ¿Qué afirmaciones mías, mi Reina? -Edaris llevó instintivamente las manos hacia el cuerpo de Níobe, tocando la piel desnuda de sus muslos.
- Me dijisteis que érais un hombre experimentado -dijo mientras le quitaba la ropa-. Veremos a ver si estáis a la altura.
- Las espadas de Shult, mi señora, siempre están a la altura.

5.8.09



No hacía demasiado frío, pero aún así, la chimenea de la antesala de los aposentos de la Reina Níobe estaba encendida. Florea había dejado una tetera y varios postres en una mesita, y luego se había marchado. Era muy tarde, el Conde Edaris de Shult acababa de marcharse a sus aposentos; y Níobe no hubiera recibido a nadie a esas horas... pero sus hermanas eran una excepción a todas sus normas. Níobe ofreció la crema de turrón a su hermana.

- Deberías probarlo -dijo mientras servía té en dos pequeñas tazas de porcelana blanca.
Nyx se quitó la falda con un rápido movimiento, quedándose sólo con el corpiño y las enaguas. A continuación cogió un pastelito en cada mano y los miró divertida. Le arreglaban el día esos pequeños dulces. Luego se quitó las botas con dos puntapiés y se sentó sobre sus pies en el sillón de tercipelo tinto que estaba junto a su hermana.
- Veamos - dijo dedicándole una rápida mirada a su hermana, antes de hacer desaparecer los delicados pastelitos - ¿qué ha pasado con Edaris "Ayquecruz" de Shult... ¿sigues teniendo paciencia y no lo has reducido a cenizas aún? - Nyx sonrió ante la imagen mental de su hermana jurando en voz baja mientras sonreía con falsedad al shulte, y se chupó los dedos índice y pulgar, llenos de nata y crema de turrón.

- Estoy alcanzando cotas insospechadas en mí de paciencia y saber estar. Te aseguro que pagaría por verme actuar... Después de que el juglar de Genar encontrara interés en el cultivo de malvas, el señor Ayquecruz ha venido a verme. Indignado, indignadísimo, diciendo que iba a marcharse de inmediato, que no quería tener nada que ver conmigo. Algo tan exagerado que casi era cómico. Sin embargo, su insoportable sentimentalismo me ha servido para ayudarle a cambiar su punto de vista; como mínimo he conseguido hacerle dudar. Me sorprende que ese Condado funcione, con semejante individuo al frente de todo... En fin. Ya sabes como son los shultes, todo blanco o todo negro. Cuando me ha acompañado a mi habitación estaba tan dócil como un gatito. Ridículo. Le he dado uno de mis pendientes, me juego lo que quieras a que ahora mismo estará durmiendo sobre él, o llorando sobre él, o suspirando sobre él o alguna estupidez semejante. Igual hasta se corta las venas con él en la mano, gritando mi nombre o algo así...
Nyx reflexionó un segundo sobre qué pastelito elegir a continuación. Quizás uno de chocolate. Luego, mirando con dulzura a Níobe dijo:
- ¡Oh, mi pobre hermanita! Cuánto esfuerzo malgastado en un simple shulte... - de repente, se incorporó en el sillón, con el pastelito aún entre sus dedos - ¿Crees que Genar nos declarará la guerra? No tengo tiempo para eso ahora... - terminó la frase y engulló el dulce de un bocado.

- Claro que no. Sería demasiado idiota hasta para él. Que un país con la mayor flota del mundo quiera atacar a otro país sin costa es estúpido. ¿Cómo llegarían sus barcos hasta Avernarium, si apenas tenemos unas pocas leguas de mar, y además al otro lado del continente? -probó el té, demasiado caliente-. Aunque puedes contar con que me enviará misivas indignadas. Y volviendo con Ayquecruz... me preocupa que pretenda hacer una tragedia de todo esto en vez de pensar con la cabeza. Material para cantares: el valiente -impostó la voz para hacerla sonar sinietramente parecida a la del difunto Jared- y caballeroso Conde vuelve a su hogar pensando en la Reina, pero sabedor de que jamás volverá a ver aquella a la que ansía su corazón, y se pasa el resto de sus días llorando la pérdida -se puso en pie, y llevó el dorso de la mano a la frente en un ademán desolado-, ¡mientras se consume de dolor en lo más alto de la más alta torre!

Se echó a reír, una risa auténtica y burlona.

- Casi me lo puedo imaginar. En fin, espero que el Consejero Rivas le meta algo de lógica debajo del yelmo y decida quedarse, aunque un final feliz le estropee el cantar para la posteridad. Me gsutaría decirle que no se preocupe, que ya le proporcionaré tragedias para que escriba un libro entero... Conseguir el reino de Shult y que Ayquecruz baile bajo mis manos se ha convertido en una cuestión de orgullo.
Nyx volvió la mirada hacia los ventanales y entornó los ojos. No sabía si contarle a su hermana lo que le había ocurrido en el bosque el día anterior. Corría el riesgo de hacerla montar en cólera, o de que preparara una dantesca contienda en contra de todos aquellos países que había más allá del mar de brumas, sólo porque alguien había querido darle muerte. Y Níobe, ante la duda, aniquilaba todas las opciones. Volvió de nuevo la mirada hacia su hermana y la observó detenidamente. No había en ella un ápice de resentemiento o cansancio cuando se trataba de cuidar o velar por alguna de sus hermanas. Siempre protectora, aunque a veces demasiado dominante para gusto de Nyx. Ella en cambio siempre había sido la silenciosa y misteriosa de las tres hermanas. Nadie podría decir nunca en qué andaba metida o qué estaba pensando. Y mejor así, Níobe solía inmiscuirse en los asuntos de todos los que la rodeaban y podía ser verdaderamente cruel. Nyx meneó la cabeza para borrar las imágenes que la asaltaron de su daga cruzando el cuello de Murah. Todo había sido culpa de Níobe... y sin embargo, no podía odiarla, era su hermana. Decidió que, a pesar de todo, sí le contaría lo que había acontecido en el bosque. Si Nyx aparecía muerta cualquier día, al menos que no la cogiera de improviso.
- Hermana - dijo cambiando el tema y sacando a Níobe de sus oscuras elucubraciones - quizás deberías sentarte, aquí junto a mí... tengo que hablarte.

Níobe le dedicó una mirada preocupada. Nyx tenía muchas virtudes, pero la de sentarse a hablar de sus problemas con calma no era una de ellas. Algo grave ocurría. Se levantó y se sentó frente a Nyx, pensativa.
- ¿Y bien?
Nyx le contó a su hermana primero el extraño encuentro con la bruja de Rossum, y aquello que la había dejado perpleja sobre Murah y su posible embarazo. Fruncía el ceño mientras relataba la apariencia de la mujer y cómo sus frases la habían dejado pálida.

- Conozco a esa mujer, cariño; no debes preocuparte. Es una auténtica adivina y a veces la he consultado -admitió-; pero por experiencia sé que la mitad de las veces sus premoniciones no son más que retazos de locura. Hace poco la fui a ver... y me habló de "El hombre luminoso, a quien oscurecerás, y que con el precio de su alma te bañará en pureza". Ya me dirás. Si se refiere a Ayquecruz, dime qué sentido tiene eso. Una tontería, como lo que te ha dicho a ti. Y aún suponiendo que haya acertado, piensa que la muerte de ese niño ha sido lo mejor que podía pasarle, un acto de piedad. ¿Qué iba a hacer sin padre y sin madre? Es más, aún suponiendo que la campesina siguiera viva, ¿qué sería de un niño cuyo padre está enamorado de otra mujer que no es su madre? Ese crío está mejor donde está ahora.
La mente de Nyx voló lejos de allí un instante, no quería oír a su hermana hablar de Azcoy. Aún la culpaba de lo sucedido, y de que Azcoy hubiera huido a nadie sabía dónde para nunca volver. La dejó dar su visión de las cosas, pero se centró en que su hermana ya conocía a la adivina... "Bueno, al parecer no siempre acierta, espero que esta vez haya fallado de lleno" se dijo.
- Bueno, dejémoslo estar, no es éste el tema principal por el que quería hablarte, sólo algo anecdótico que sucedió antes de lo realmente extraño - dijo Nyx con un ademán firme de sus manos, dando ese asunto por concluido. Su hermana enarcó una ceja y la miró curiosa.-
Nyx le narró a su hermana en voz baja, cómo había fornicado con un extraño en una cueva del bosque, donde tuvieron que ocultarse cuando la lluvia los sorprendió. Le dijo el nombre del Barón, sin creer demasiado en la palabra del extraño, si bien era cierto que realmente tenía maneras de la clase noble. Níobe no había oído hablar de él, lo cual tampoco era extraño, ya que se trataba de alguien que habitaba más allá del Mar de Brumas, ni siquiera sabía decirle de qué país. Sólo tenía un nombre y una confesión.
- Me buscaba a mí - dijo mirando a su hermana, esperando de ella una reacción - ¡me buscaba para darme muerte!

Níobe se puso en pie como empujada por un resorte.

- ¡Maldito hijo de una puta sarnosa! -blasfemó, cosa muy poco habitual en ella- ¡Cómo osa! ¡Haré que lo persigan como el sucio animal que es por toda Avernarium, hasta que los perros lo despedacen y se coman sus entrañas! ¡Conocerá nuevas cotas de dolor nunca antes alcanzadas por ser humano alguno! ¡Se arrepentirá de haber puesto sus repugnantes pies en estas tierras!
- No hará falta que lo persigas, querida - dijo Nyx empleando el tono que la misma Níobe utilizaba cuando estaba a punto de soltar una frase lapidaria - él mismo vendrá a palacio mañana cuando despunte el sol... le he hecho creer que pertenezco a la nobleza de Heyk, y que tengo rencillas con la reina Nyx y que su muerte no puede venirme mejor... le he prometido que tendrá una audiencia con ella mañana, aquí. - miró de soslayo por la ventana y luego a su hermana. Luego sonrió ligeramente - se negó a confiarme sus motivos, pero deben ser muy buenos para cruzar el Putomundo. Estoy ansiosa por que llegue mañana.


Níobe detuvo su inhabitual estallido de rabia, miró durante un instante a su hermana con sorpresa y dejó escapar una larga y sonora carcajada.
- ¡Por los dioses, Nyx- dijo- no puedo creerme que seas tú quien esté diciendo lo que oigo! Qué grandísima idea... Veo que le vas cogiendo el gusto a la política... ¿Y qué piensas hacerle una vez esté en el castillo?

Níobe se sentó, cogió uno de los pastelillos y comenzó a mordisquearlo, con toda su atención puesta en su hermana. Nyx no solía ser tan retorcida, y verla manejar así una situación la llenaba de orgullo.

Nyx, se levantó y miró por la ventana sin ver, volvió a su estado de autismo en el que cerraba los oídos y dejaba que los pensamientos se cruzaran en su mente unos tras otros. Se negó a creer que Azcoy estuviera envuelto en ese asunto... pero entonces ¿quién y por qué?