3.11.09

Hasta que tu muerte nos separe


"El hombre sabio no cobija una serpiente en su seno, y si lo hace, no se sorprende de ser mordido."
Anónimo.


25/Eneamus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Aposentos de Níobe, Castillo de Avernarium.
Estación de las Hojas caídas.
Mediodía.


Mientras seis doncellas vestían a Níobe de novia, ésta se preguntaba si el vestido de viuda le quedaría tan bien. El negro le favorecía.
El collar de diamantes que había llevado su madre el día de su boda, y su abuela antes que esta, y la madre de su abuela... y un largo etcétera de familiares, pesaba una tonelada. Incómodo, aunque, sin duda alguna, hermoso. La tiara a juego era mucho más ligera.
Examinó el velo blanco: tan sutil como una telaraña. Otra herencia de familia. EL Castillo de Avernarium estaba lleno de ellas. Pensó en la sala Roja, una pequeña sala en la que se guardaban como trofeos aquellos objetos regalados por amantes casados a las Reinas de Avernarium. La joya de la colección era una tiara de la Corona de Renn, suypuestamente perdida en un incendio para los rennianos, pero en realidad regalada por el lujurioso Clarence VII a la tatarabuela Maztica.

Dentro de seis horas estaría atada de por vida al idiota de Edaris. Era una perspectiva muy poco atractiva, para qué engañarse. Por otra parte, en cuanto terminaran los festejos en Shult, daría media vuelta y volvería a Avernarium. Con un poco de suerte solo volvería a ver a ese cansino cuando decidiera tener un hijo.

Pensar en la cara de Gael, furiosa y decepcionada, le animó un poco. En el fondo debía reconocerse a sí misma que el soldado le daba un poco de lástima. Tenía valía, sin duda. Era osado, valiente y decidido; y jamás se echaba atrás. Pero el mundo no era justo, y cuanto antes asumiera eso, mejor.

Miró por la ventana. El patio de armas estaba engalanado con guirnaldas de flores. Avernarium no era un país particularmente religioso, y la tradición exigía que la boda la oficiase un miembro de la familia real.
Las bodas solían celebrarse en el salón del trono, pero Níobe habría deseado poder escoger otra localización. Sólo para poner nervioso a Edaris.

Si bien es cierto que Avernarium no era un país religioso, también lo es que todavía había quien participaba de los cultos a las antiguas deidades primigenias. Nada que tuviera que ver con las religiones hermosas y alegres de los antiguos Rennianos, sino ceremonias cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, ceremonias realizadas en noches de luna llena, ceremonias manchadas de sangre, ceremonias mecidas por el eco de voces espectrales. La localización que Níobe habría escogido era, precisamente, un antiguo templo de los dioses pretéritos. Deidades tan viejas y olvidadas que ni se recordaban sus impronunciables nombres.

Cuando se lo mentó a Edaris él se opuso rotundamente. Bueno, no quería tirar demasiado de los hilos todavía. Aunque sí le había llevado la contraria en un pequeño detalle, suficiente para enervarle un poco: el ramo de novia, en vez de las consabidas rosas blancas, era de lirios. Crisantemos le habían parecido demasiado descarados, pero casi hubiera merecido la pena por ver la cara del shulte.

- Señora -la voz de Gael tras ella le hizo despertar de su ensueño. Se giró.
- ¿Qué ocurre?
El soldado inspiró profundamente. En sus ojos, enmarcados por profundas ojeras, brillaba la rabia y la desesperación.
- Debo hablar con vos. A solas.
Níobe enarcó una ceja. Con un gesto de la mano, despició a las doncellas.
- Espero que sea importante, Capitán. Estoy muy ocupada.
Gael avanzó hacia ella, le sujetó de las manos y la besó con pasión, saboreando sus labios como si la vida le fuera en ello.
- Te amo, Níobe -dijo con voz quebrada-. No te cases con él. Te amo.
Ella le miró a los ojos, profundamente, ahogándose en su oscuridad.
Luego, con todas sus fuerzas, le cruzó la cara. El golpe resonó en la sala. Un hilo de sangre resbaló de la nariz de Gael.
- Vuelve a tu puesto, capitán -ordenó ella, con una voz más helada que la misma muerte.
Se giró sin dirigirle una mirada y volvió a preocuparse de los adornos de su velo de novia.

Gael abandonó la sala con el alma rota.

8.10.09

Cenizas

"Tarde o temprano, la Muerte nos alcanza a todos. Por supuesto, se trata de conseguir que sea más tarde que temprano."
Reina Níobe IV de Avernarium.


24/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Ruinas Blancas.
Estación de las Hojas caídas.
Medianoche.


Níobe negó con la cabeza. ¿Qué? ¿Cómo era posible?
- ¿Adara? -preguntó, su voz agudizada por la juventud y el miedo- ¿Adara? -repitió.
Gael se puso ante ella, desenvainando la espada.
- Retroceded, señora -ordenó, empujándola hacia atrás al ver que no reaccionaba-. Mi Reina, alejaos de aquí. Poneos tras las columnas, buscad algo de cobertura.
- No es posible... -Níobe se negó a aceptarlo. No. No. El deseo auténtico, el verdadero anhelo, la fuerza de su voluntad debían de traerla de nuevo entre los vivos. Si lo que ocupaba el cuerpo de Adara era una de esas criaturas de las que había hablado Sergei, esas cosas que habitaban la Frontera entre la Vida y lo que quiera que hubiera al otro lado...
Y ella no podía hacer magia. Su cuerpo no tendría más de catorce primaveras, quince siendo generosos. Un hechizo poderoso más y perdería la consciencia, tal vez incluso la vida.
- Hermana... -gruñó el cuerpo de Adara, sonriendo-. Vengo a darte las gracias...
La Reina adolescente seguía sin reaccionar del todo, sólo la observaba con espantado estupor.
- ¡Mi señora! -aulló Gael-. Os lo imploro: ¡resguardaos!
- Gracias por traerme... -el cadáver animado, al principio lento y desgarbado, iba adquiriendo coordinación de movimientos y habla-. Ahora, yo te daré la misma bendición.
La que antes fue Adara comenzó a andar más resueltamente, caminando en línea recta hacia Níobe y, por lo que parecía, tratando de pasar por encima de Gael. Éste movió su espada en un arco delante suyo para mantener al cadáver a una distancia prudencial. El tajo abrió la piel de la Reina muerta e hizo manar gotas de sangre del corte. Adara ni siquiera se inmutó. Su rostro continuaba mostrando una sonrisa espeluznante. Asustado, el Capitán Gael no atinó a apartarse cuando el cadáver animado le golpeó en el costado, podría decirse que despreocupadamente, y le mandó a varios metros. Cayó con un sonido metálico y un gruñido al dar contra el suelo. No había soltado su espada. Ahora sí, Níobe echó a correr, casi tropezando con su vestido, a parapetarse tras una de las columnas. Su cuerpo se movía sin que su mente mediase. Desde allí oyó cómo su guardaespaldas se incorporaba y cargaba con un grito contra la aparición. También vio cómo de un potente golpe de su mandoble cercenaba el brazo derecho de Adara, extendido en busca de Níobe. La sangre comenzó a salpicar sobre el suelo de piedra, sobre la armadura de Gael.
- Ven, Níobe -masculló Adara, acercándose más-. Juntas traeremos Muerte a este lugar de Vida.
Jamás la Reina hechicera había estado más asustada. Era terrorífico ver a su hermana... no, ver a aquello que había poseído el cuerpo de su hermana. Aguantaba los tajos de Gael como si la espada no fuera más que una brizna de heno. Nada lo detenía, y cada vez se acercaba más al escondite de Níobe. ¿Qué puedo hacer? Sólo destruyendo su cuerpo podría detener a esa abominación, pero... Un profundo quejido metálico seguido de un gruñido masculino la devolvieron a la realidad. Gael acababa de recibir un puñetazo en pleno estómago al ponerse delante de Adara. Un puñetazo que había doblado la chapa de su peto y le hacía trastabillar en busca de aire.
- Mi señora... huid... ¡huid deprisa! -imploró el Capitán, boqueando mientras movía la espada con dificultad-. No creo... poder entretenerla más.
- Es inútil, Níobe -estaba ya a unos escasos metros-. No trates de retrasar mi regalo. Huelo tu Vida... esa enfermedad de la que pronto te librarás.
- ¡Cállate, abominación! -grito ella, dando dos pasos hacia atrás.
- Ven, Níobe, mi querida hermana... Calma mi hambre con tu sangre, calienta mi cuerpo con tu aliento.
Níobe la miró con horror. Su sonrisa era la coqueta mueca con que seducía a sus amantes, pero sus ojos eran fríos orbes de cristal. La sangre, su propia sangre, manchaba su vientre y piernas y regaba generosamente el suelo que pisaba. La única mano extendida, buscando a la hechicera. Gael, sin claudicar en su empeño de proteger a su Reina, empujó al cadáver con el hombro, visto el poco efecto de sus ataques con el acero. Adara, sin perder la sonrisa, gruñó al verse apartada de su cercano premio y cayó al suelo, resbalando en su propia sangre. Calentar, la mente de la Reina trabajaba a toda velocidad pese a su estupor, calentar su cuerpo. ¡Fuego!. Miró a su derecha, hacia la pared junto a la que descansaban los calderos. Ella no podía hacer magia o seguro que rejuvenecería hasta el no-nacimiento, el terrible destino de su familia, y los intentos de Gael sólo servían para retrasar lo que parecía inevitable. Pero el fuego... El fuego emula el movimiento, da sentido al Alma, es creador de Vida y destructor de Vida. Tal vez también lo fuera de Muerte...
- ¡Gael! -ordenó, mientras corría hacia las grandes lámparas-. ¡Continúa entorpeciéndola!
- Sí... señora -jadeó el soldado, agotado.
- Níobe... Ven a mí...
La Reina, ahora un muchacha de quince años, corrió tan deprisa como pudo. Sentía tras de sí los pasos del cadáver animado, persiguiéndola incansable a través del viejo edificio. Oyó de nuevo el grito de Gael, retrasando a Adara, dándole unos segundos a Níobe. ¿Seguiría vivo? Llegó hasta las lámparas, repletas hasta arriba de aceite aromático que se quemaba en grandes lenguas de fuego mientras esparcía su agradable olor por la gran estancia. Poniéndose tras una de ellas, vio a través de las llamas cómo el cadáver de su hermana se acercaba a ella. Detrás, Gael intentaba, de nuevo, incorporarse. La sangre manaba de un feo corte en su frente.
- Hermana, ven. Dame tu Vida y yo te daré Muerte.
Con un extraordinario esfuerzo, Níobe agarró una de las asas del caldero, dispuesta a volcarlo sobre la criatura que antes había llamado "hermana". Sintió quemarse la piel de sus manos al contacto con el caliente metal. Su joven cuerpo apenas podía con el peso que intentaba levantar, pero la adrenalina le otorgó la fuerza suficiente. Gritando, decidida a acabar con aquello que había convocado, alzó la lámpara, derramando el aceite ardiendo sobre el suelo de piedra, como un reguero de destrucción que se abalanzó sobre Adara. Con un supremo esfuerzo lo terminó de volcar, dejando que cayera con un sonoro estruendo. El cadáver animado de Adara no dijo nada al empaparse del aceite, al ver quemada su piel. Ni siquiera dirigió la vista de sus fríos ojos hacia abajo, sino que dejó que su cuerpo comenzara a prender mientras continuaba avanzando. Níobe retrocedió, temerosa de que su plan no resultara. Entonces la criatura se tambaleó y se vino abajo. Detrás, la figura de Gael se alzaba entre las llamas tras asestar un último golpe. La joven Reina vio cómo el cuerpo mutilado y sin piernas intentaba arrastrarse a fuerza del único brazo que le quedaba. Ensimismada, asqueada e hipnotizada por el espectáculo del cadáver ardiendo, no se dio cuenta de que unos brazos la apartaban del lugar. Sólo tenia ojos para su hermana. La piel desprendiéndose, los ojos derritiéndose. El olor de la carne quemada inundó sus fosas nasales como un río embalsado inunda el valle al romperse la presa. Vio cómo la boca del cadáver de Adara se abría y cerraba, en un intento de decir algo, pero sus pulmones, inexistentes ya, no podían dar aliento a sus palabras. Por fin dejó de moverse, aunque los crujidos de los huesos astillándose por el calor continuaron mucho tiempo después.


La consciencia de que carecía del suficiente anhelo, de la suficiente voluntad para devolver a su hermana a la vida la pesaba incluso más que el hecho de haber tenido que destruir su cuerpo. Sin un ancla material sería imposible volver a traerla. No había segundas oportunidades.
Escuchó lo susurros de los sirvientes llamándola Reina de Hielo, los murmullos del difunto Capitán Gerard siseando que era una mujer sin corazón en el pecho. Las miradas dolidas de Gael por su indiferencia.
Tenían razón.
Su hermana estaba definitivamente muerta porque ella era incapaz de amarla. Porque no había deseado su regreso con suficiente fuerza. Porque carecía de voluntad.
Níobe se dejó caer sobre la piedra fría.
Se sintió monstruosa.

6.10.09

El regreso

"Despierta. Ante ti se halla el Universo, tuyo es para manipularlo a tu voluntad. Aprenderás del dolor, aprenderás de la victoria. Puede que a veces seas vencida, pero no hay lugar para la derrota en el corazón de una hechicera."
Cita con la que las mujeres avernesas de la Famila Real son iniciadas en los misterios de las artes mágicas.


24/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Ruinas Blancas.
Estación de las Hojas caídas.
Medianoche.




Trece jóvenes doncellas y donceles habían sido reclutados en los Retiros Ciegos, unos ancestrales edificios en lo alto de las Montañas Heladas.
En los Retiros Ciegos habitaban hombres y mujeres en una vida de total soledad, castidad, pobreza y aislamiento. Cuando entraban a formar parte de la Orden se les quemaban los ojos, dejándolos ciegos; y dentro de los Retiros se hablaba lo justo, que era bastante poco.
No sabían a dónde iban, solamente un mensajero de la Reina llegó y les ordenó que le acompañaran. Durante tres días habían viajado sin descanso, en el más completo silencio, como exigía su Orden. Fueron conducidos con la más absoluta discreción a las Ruinas Blancas, un lugar desierto donde en tiempos pretéritos los oscuros y siniestros cultos a dioses olvidados habían tenido lugar. Las blancas piedras todavía conservaban manchas de sangre de tiempos antiguos... y tal y como Níobe comprobó, no sin cierta sorpresa, no tan antiguas.

Había preparado el ritual con cuidado. Memorizado las palabras, los gestos. Repasado una y otra vez los componentes del hechizo. Todo había sido preparado con delicadeza, con precisión, con infinito cuidado. Desde la posición de la luna en el cielo hasta las edades y sexos de los jóvenes e ignorantes sacrificios. Porque la Vida se compra con Vida.
La muda Florea guió con cuidado a cada uno de los eremitas a las posiciones donde la Reina la había ordenado, y en ellas fueron atados. Dóciles, ciegos y casi mudos, ninguno dijo nada. Ninguno sabía lo que se avecinaba. Doce víctimas para comprar la vida de su hermana.
Con delicada precisión, Níobe organizó las doce amatistas, del tamaño de huevos de gallina, alrededor del punto central de un círculo imaginario. El punto central en el que el cuerpo de su hermana, cubierto por un lienzo de seda, reposaba. Sólo la luz de la luna y las ondulantes formas de las llamas de dos grandes lámparas de aceite junto a una pared iluminaban la escena.
- Mi señora -la voz de Gael tras ella, un susurro precavido, casi la sobresaltó-. Permitid que os ruegue una vez más que detengáis esta locura.
- Cállate -ordenó ella, feroz.
Gael tragó saliva y asintió. Detestaba lo sobrenatural. Lo odiaba completamente.
Era el momento. Ahora o nunca. Níobe alzó los brazos hacia el cielo.
- Cum cruore horum insontum te pretium accepi, Mors.
Relámpagos de oscura energía comenzaron a condensarse en el aire. la atravesaron de un lado a otro, como un lanzazo, y luego pasaron a las amatistas, esferas violáceas que comenzaron a flotar reluciendo con suavidad.
- Cum cruore horum insontum te pretium accepi, Mors.
Cada palabra pronunciada era un dolor intolerable, pero no se arredró. Las amatistas vibraron con fuerza hasta estallar, incrustándose sus fragmentos en los cuerpos inocentes de los eremitas, cuyos gemidos llenaron la sala. Los hilos sanguinolentos fluyeron hacia el cuerpo muerto de Adara.
- Vitam per illos mercor.
Y entonces, espantosamente, los sacrificados comenzaron a envejecer a gran velocidad. Adultos de inmediato, ancianos un instante después. Sus voces agudas se agravaron y deshicieron como hilachas. La energía oscura flotaba en el aire, como un torbellino de poder insostenible... Níobe ejercía toda su voluntad en controlarlo. El dolor era espantoso, las Fuerzas cósmicas de proporciones mayestáticas pugnaban por devorarla.
- ¡Vitam per illos mercor!
Los cuerpos murieron y se deshicieron. Níobe temblaba de dolor, rejuvenecida espantosamente hasta una adolescencia olvidada en el tiempo. Las curvas de su cuerpo habían desaparecido, el vestido le quedaba tan amplio que amenazaba con resbalar por sus hombros hasta el suelo. No tendría más de trece o catorce años; los rasgos aniñados de su rostro no dejaban lugar a dudas.
Gael se acercó a ella, solícito:
- Señora, ¿Estáis bien? -inquirió, preocupado. Níobe no le miró.
El cuerpo de Adara se levantó, lenta y torpemente, con una profunda aspiración de aire. El lienzo de seda resbaló por su piel blanca a medida que se incorporaba, como una mortaja. Miró a su hermana con ojos dulces, y abrió la boca para dejar escapar un sonido estrangulado, mitad risa y mitad súplica.
- Únete a mí... -susurró, avanzando hacia Níobe.

5.10.09

La decisión de los Poderes Antiguos


"La Voluntad lo es todo. La Voluntad es lo único que importa, lo que mueve seres, imperios e Historia. Aquellos que achacan sus errores a la mala suerte se equivocan, pues lo único que falla, vence o mueve es la Voluntad."
Emperador Oculto de I-nang, el VII de la XVI Dinastía.


23/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Despacho, Aposentos de la Reina Níobe. Castillo de Avernarium
Estación de las Hojas caídas.
Tres horas antes de mediodía.


- ¡Espectro!
Frente al Espejo, Níobe sujetaba "Reflexiones de lo Ultraterreno". Lo había leído y releído, y sin duda estaba mucho más tranquila. El baño y el desayuno la habían sentado bien. Volvía a sentirse Níobe.
La figura se condensó poco a poco... la reina no pudo dejar de notar que parecía mucho más consistente que la última vez, aunque no dijo nada. Incluso parecía que reflejaba algo más que el inexistente cuerpo del Duque Negro... Pero no, no era más que un absurdo producto de tantas horas en vela.
- Mi Señora -contestó la Sombra de Sergei de Raven, inclinándose levemente-. ¿Ya tenéis los resultados de las mezclas que...?
- Ahora no -interrumpió ella-. Olvídate de eso. Tengo algo más importante entre manos -señaló el tomo-. Háblame de la resurrección.
El antaño Duque de Raven la miró durante unos segundos, examinándola minuciosamente de arriba a abajo, y sacando más información de este estudio que la que le hubiera proporcionado un interrogatorio de quince minutos. "Ha estado sin dormir varios días... Alguien importante para ella ha muerto. Pero no ha sido él..."
- ¿Os referís al mito popular o al estudio serio de la Vida y la Muerte? -preguntó, señalando el pesado volumen que descansaba en el regazo de la Reina.
- Es evidente. Quiero conocer antecedentes de auténticas resurrecciones, no paparruchas de campesinos supersticiosos -contestó ella, impaciente, tamborileando con los dedos en el brazo del sillón-. Si quisiera cuentos llamaría a un bufón.
- ¿Quién ha visto terminada su existencia, Majestad? Hace días que os esperaba...
Níobe le miró fijamente.
- ¿Tenías esos lamentables modales y absoluta falta de tacto y educación cuando estabas vivo, o es meramente un producto de la soledad del Espejo? -espetó ella, implacable.
- Disculpad que parezca tan frívolo. Cuando uno está muerto se toma este estadio de la existencia de un modo... un tanto irreverente -contestó el hechicero muerto-. Pero os lo preguntaba por un motivo genuino: las energías envueltas en el proceso son, por lo que yo sé, de una potencia inusitada. Sólo quería asegurarme -continuó- de que no malgastabais vuestras fuerzas por alguien sin importancia... como mero pasatiempo, vaya.
Ella esbozó una sonrisa depredadora. La Reina de Hielo. Fría, carente de compasión, letal y cruel como el invierno... eso era lo que decían de ella, y no eran rumores infundados.
- ¿Crees que yo malgastaría mis fuerzas por cualquiera? -preguntó con dulzura.
- Cuando se trata con determinados sucesos, la línea que separa lo imprescindible de lo caprichoso es realmente muy fina, mi venerada Reina -se encogió de hombros de una manera muy elocuente-. Bien, vos veréis, pero no creáis que no sé que vuestra desaparición me relegaría al olvido, atrapado dentro de este marco entre lo físico y lo no-físico... sin ni siquiera el entretenimiento que me proporciona encontrar la solución a vuestros problemas...
El espectro se cruzó de brazos, irguiéndose, como cuando daba una lección magistral ante sus aprendices.
- El asunto de la Muerte ha fascinado desde siempre a los estudiosos -dijo-. Se han llenado páginas y páginas de pergamino, papiro, piel, piedra... La mayoría sólo sirve como combustible de un buen fuego... pero hay unos pocos tomos -volvió a señalar al libro que sujetaba Níobe-, que realmente merecen la pena. Y ése es uno de ellos. Por cierto, ¿es el original o procede de las copias hechas en las Torres?
Ella acarició el libro como quien acaricia a un amante.
- No sabría decirlo. Si no es el original, desde luego que es una de las primeras copias -levantó los ojos del libro-. Te he dicho alguna vez que tienes una voz hermosa, pero ahora no quiero que me entretengas. Ve al grano.
- Mi señor antepasado, Grodeg de Raven, era un visionario con una meta muy loable -continuó Sergei, aparentemente sin haber escuchado la última orden-. Lástima que su legado no perdurara...
Níobe le clavó los ojos como dos puñales. La mirada que le echó podría haber congelado una cosecha.
- ¿No te he hablado de los progresos del joven Sergei? -inquirió, ácida-. Tal vez cuando termines de contarme lo que quiero oír te hable de él. Y de los encantadores recuerdos que mis exploradores han encontrado en las ruinas del Castillo Raven
-Mi Reina Níobe, cuarta de su nombre -sonrió el Duque Negro, una mueca tensa y torcida, que le daba el aspecto de un viejo y astuto zorro-, no creáis que hablo por hablar. Cuando termine, vos misma decidiréis que lo que os digo merece la pena... -se pasó la mano por el cabello espectral, retirando un largo mechón que ondulaba frente a su rostro-. Preguntaba porque una copia siempre tiene errores. Y más una copia de ese ejemplar. Habréis comprobado el retorcido lenguaje en el que está escrito, la inusual profusión de perífrasis, metáforas y enigmas dentro de enigmas. Yo he leído ese tratado y, aunque nunca me interesó el estudio pormenorizado la Muerte, sí puedo deciros que es una colección de pensamientos y reflexiones de difícil comprensión. Muchos antes de vos lo han intentado, pero...
Ella se inclinó hacia el espejo, ansiosa de escuchar lo que el espectro tuviera que decir.
- ¿Pero? -repitió, incitándole a hablar.
- Pero, mi Dama -contestó escuetamente-. Simplemente "pero".
- ¿Qué quiere decir eso? - Níobe hundió las uñas en el terciopelo del sillón-. ¿Pero qué? ¿Funcionó o no funcionó? Deja de tentar a mi paciencia, porque te aseguro que no es mucha - le lanzó tal mirada que Sergei se alegró de estar al otro lado del espejo.
"Jugar con una bruja de la Casa de Avernarium siempre es entretenido... aunque es igual que mosquear a una cobra... Hay cosas que nunca cambian", pensó el ex-Duque.
- No os pongáis nerviosa, mi Reina, os lo ruego -dijo Sergei, con voz suave y melosa-. Tenéis que entender que esto es algo muy delicado. Más aún que el asunto de vuestra Debilidad Familiar -el espectro suspiró, o lo hubiera hecho de estar vivo-. Muy bien, ya que vos no lo habéis deducido, os lo deduciré yo: sí, siempre se tuvo éxito. En todas y cada una de las veces que se intentó, el cuerpo fue resucitado. O, por lo menos, en todas las que yo tengo noticia. Pero, y eso es lo que quiero que entendáis -la miró, serio-, resucitar un cuerpo no es traer de vuelta una vida. Esa es la trampa, mi señora. Y -continuó, sin detenerse apenas-, si leéis algunos de los diarios de los grandes hechiceros del pasado, o incluso de los principales cronistas, descubriréis que su habla de "sucesos" posteriores a la conclusión del ritual descrito en "Reflexiones de lo Ultraterreno". Sucesos -continuó, sin dejar que Níobe hablara-, que dejan entrever la liberación de "algo" que no debería ser liberado. Nunca se narra con claridad... y nunca se toma como advertencia.
- ¿Algo que no debería ser liberado? Maldita sea, ¿me estás diciendo que ni una sola de las veces salió bien? ¿Cómo es posible? ¿Acaso el ritual está mal diseñado, o es que todos los que lo intentaron cometieron el mismo error? ¡Habla!
- Dioses oscuros... -Sergei se llevó una mano a la cara. Nunca había tenido excesiva paciencia con sus aprendices. Tardó unos segundos en contestar-. No lo comprendéis. Os digo y os repito que se tuvo éxito. ¡El ritual funcionó! Si el resultado no fue exactamente el esperado sólo cabe deducir una cosa: una vida perdida es una vida perdida. Si se sigue el ritual, éste se corona con la resurrección del cuerpo, pero no con la devolución del finado de nuevo a la vida. Los "Poderes Antiguos" de los que habla el "Reflexiones" puede ser que sean inconmovibles y... -aquí el espectro paró, con los ojos bien abiertos, sorprendido.
- ¿Qué? ¿Qué ocurre? -Níobe examinó su expresión de sorpresa, sin encontrar nada que la justificara-. ¿Se puede saber qué te pasa? ¡Primero me dices que el ritual está bien hecho, pero sabes que eso es mentira! Nada es imposible para los suficientemente osados, y ¡tiene que ser posible resucitar correctamente! ¡Deja de comportarte como un alucinado!
- ¿Por qué no me di cuenta antes? -murmuró la sombra de Sergei, sin hacer caso de la Reina-. Es tan lógico... ¡Romper el equilibrio de las Fuerzas!
- ¿Y bien? -insistió ella, esperando. Hablar con el espectro la sacaba de quicio. Sergei de Raven hablaba con parsimonia, rodeaba los datos, daba vueltas y vueltas a los pensamientos, obligaba a su interlocutor a sacárselos casi a la fuerza. Ella, acostumbrada a que sus órdenes fueran obedecidas de inmediato, encontraba la lentitud del Recuerdo del Duque sumamente irritante.
Sergei levantó la mirada, como sorprendido de tener audiencia. Pero después recobró la compostura.
- Mi señora, ésa es la clave -dijo, triunfal-. Para conmover a los "Poderes Antiguos" hay que romper el equilibrio que mantienen. Hay que "golpear" la Balanza con la suficiente fuerza como para que el muerto reviva -su sonrisa era la del campeón de un torneo shulte-, ¡hay que poner toda la voluntad en ello! Hay que desearlo con absoluta desesperación. Se ha de necesitar la presencia de aquél al que se va a revivir. ¡Así de simple! Por eso fracasaron, mi Reina: no eran más que experimentos, fríos y calculados.
Toda la malhumorada ansiedad de Níobe desapareció. Durante unos segundos sonrió con una dulzura pueril, genuina, tierna. Con lentitud abrió el tomo y, cogiendo una pluma, hizo una clara anotación al margen. Dejó que se secara como si el tiempo no representara nada. Después se giró hacia el Espejo.
- El poder del deseo -susurró, lentamente, paladeando cada sílaba-. Imperios enteros han caído gracias a él. Es la voluntad de los poderosos la que rige el mundo.
Cerró los ojos y se reclinó en el sillón, de nuevo una laguna de calma y frialdad.

Rituales olvidados

"Ocurre que, para las Fuerzas que rigen el Universo, no hay piedad, justicia o compasión. Comprar la vida con vida no es una atrocidad para Ellas, sino que ocurre de continuo, desde los lobos que devoran a las ovejas para sobrevivir hasta las madres que mueren al dar a luz. Y no hay piedad para los Poderes Antiguos, igual les da que el resultado sea la muerte de mil niños o mil asesinos, mil reyes o mil mendigos, mientras el precio esté pagado."
Extracto de "Reflexiones de lo Ultraterreno". Obra de Magia Negra, anónima, fecha desconocida.



22/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Despacho, Aposentos de la Reina Níobe. Castillo de Avernarium
Estación de las Hojas caídas.
Madrugada.


El despacho de Níobe estaba tapizado de libros abiertos. En el suelo, en cada mesa, sobre cada superficie... decenas de tomos desordenados. Y aún así, no encontraba lo que deseaba.
- Sé que está aquí -masculló-. En alguna parte.
Gael permanecía junto a la puerta, esperando.
- Señora -susurró-. Lleváis despierta toda la noche. Necesitáis descansar.
- ¡Cállate!- Níobe levantó los ojos hacia él. Profundas ojeras los enmarcaban, dos pozos de infinita oscuridad ribeteados de púrpura oscuro.
- Señora... -aún sabiendo que corría el riesgo de desatar la furia de la Reina, insistió-. Basta ya. No se puede devolver la vida a los muertos. Estáis destrozada. Necesitáis dormir.
- ¡Te he dicho que te calles! ¡Se puede, sé que se puede! ¡Antiguos rumores hablan de tiempos en los que se podía comprar la vida con vida!
Gael no pudo más, con dos largas zancadas se plantó frente a ella, le quitó el libro de las manos y la sujetó por los hombros, obligándola a mantenerle la mirada.
- ¡Está muerta! ¡Está muerta y no va a volver! ¡Vuestra hermana está muerta! -le espetó.
Níobe se le quedó mirando, temblorosa. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
- Lo siento mucho, mi señora -susurró él-. Pero está muerta. Para siempre.
Ella se echó a llorar, y Gael la abrazó. Sorprendentemente, Níobe no se apartó de él.
La mente del soldado voló hacia el pasado lejano...


Cuando tenía catorce años entró al servicio del anterior Capitán de la Guardia de una Níobe adolescente. Recordaba como si hubiera sido ayer la primera vez que vio a la jovencísima, casi niña, por entonces Princesa Níobe. Ella pasó a su lado, etérea como una aparición, vestida con un hermoso vestido marfil cuyo diseño todavía recordaba, oliendo a violetas como siempre desde entonces. El Capitán Gerard se inclinó ante ella, solícito, e hizo un gesto a su escudero par que hiciera lo propio. El joven Gael hizo una reverencia y, al levantar los ojos, se cruzó su mirada con los pozos sin fondo que iluminaban ese rostro pálido y ligeramente afilado que había amado desde entonces. Ella le lanzó una mirada curiosa y distante.
- ¿Es tu nuevo escudero, Capitán Gerard? -preguntó. Su voz era como acariciar el cristal más delicado.
- Sí, señora. Espero que algún día sea digno de sustituirme.
La Princesa le miró de nuevo, altiva.
- ¿Cómo te llamas?
- Ga... Gael, señora -la voz se le quebró en un gallo y enrojeció.
Ella rió suavemente, con burla, y el joven sintió un escalofrío de placer recorriéndole el cuerpo.
- Gael -repitió ella.
Dio media vuelta y se marchó, como un ángel de nieve deshaciéndose en el silencio...
- Chico, ¿se puede saber qué te pasa? -la voz del Capitán Gerard le devolvió a la realidad. El veterano enarcó una ceja-. No estarás pensando lo que creo que estás pensando, ¿verdad?
Gael le miró, sin saber ocultar la culpa en sus ojos.
- Chico -Gerard le miró con una mezcla de compasión y firmeza-. Olvídalo. Algún día morirás por ella, no lo dudes. Pero eso es todo a lo que puedes aspirar -cabeceó-. Y en cualquier caso... búscate una mujer que tenga corazón en el pecho.


Con dieciocho años entró a formar parte de la Guardia como miembro de pleno derecho. Su preceptor, el Capitán Gerard, no mostró ningun favoritismo: Gael tuvo que escalar cada peldaño con sudor y sangre, pocas veces metafórico. Tampoco había olvidado aquella primera guardia velando las espaldas de su señora. Mientras Níobe permanecía sentada en un banco de su jardín privado, él pudo contemplarla a placer. La muchacha -tenía dos años menos que él- se esforzaba por conjurar y dominar unas sorprendentemente elásticas y frías llamas azuladas. Siempre le había maravillado el dominio del Arte que poseía Níobe, pero esa vez no atendía a los trucos. Sólo tenía ojos para su piel de seda, para el brillo ansioso en su mirada, para la delicadeza de su cuerpo de muñeca. Níobe se detuvo, agotada, tendiéndose bocarriba en el banco de piedra. Gael no podía apartar los ojos de ella. Su cuerpo, laxo y relajado, se le antojaba insoportablemente sensual, sugerente, evocador.
"Algún día morirás por ella..."
Pensó que no le importaría ni lo más mínimo.
Cuando por fin ella decidió retirarse, la escoltó manteniéndose siempre dentro de esa maravillosa nube de perfume de violetas. Al llegar a sus aposentos, ella se giró y le clavó las pupilas como dos puñales hundiéndose en las profundidades más secretas de su alma.
- Tú... eres nuevo -dijo.
Él solo atinó a asentir, sintiéndose torpe e insignificante.
- Gael -dijo ella.
Saber que recordaba su nombre hizo que una oleada de denso y delicioso calor le inundase por dentro. Sonrió, pleno.
- Sí, mi señora -contestó.
- Acompáñame -ordenó, señalando tras de sí; y mirando al otro guardia, dijo:- Tú espera aquí.
Gael la siguió, casi sintiéndose flotar. Cerró la puerta de los aposentos de la Reina tras de él, y se quedó sorprendido cuando ella le guió también a través de la antesala, hasta su dormitorio.
La joven Níobe se sentó en un sillón y le lanzó una mirada evaluadora.
- Date la vuelta -él obedeció-. Gira sobre ti.
El joven estaba muy nervioso. ¿Qué quería ella? ¿Acaso sometía a todos sus nuevos guardias a esto?
- Quítate la armadura.
Él abrió los ojos, sorprendidísimo.
- ¿Señora?
Níobe suspiró con fastidio.
- No suelo repetir las cosas dos veces -espetó.
Gael se desprendió de las piezas con cuidado, dejándolas colocadas contra la pared. Le siguió la cota de malla.
- Quítate la ropa.
A pesar de que la voz de ella era autoritaria y terminante, la miró una vez más inundado de sorpresa.
- ¿Se... señora?
La Reina le miró con fiereza.
- ¿Es que no me has entendido?
Él se desprendió lentamente de la camisola, los pantalones, las botas. Tragando saliva se deshizo de los calzones. Mirando al suelo.
- Mmm -ella emitió un suave sonido de aprobación-. Date la vuelta.
Gael se giró, temblando de desconcierto y vergüenza. Escuchó un sonido de sedas, y la nube de perfume lo rodeó.
- Eres un hombre muy atractivo -la suave voz de ella acarició su oído-. Podrías serme útil como algo más que un guardia.
- So... solo vivo para serviros, mi señora -contestó él con voz ahogada.
- Me entretendrás por las noches -ordenó ella, con un susurro sensual aunque cortante, como un vidrio afilado-. Vendrás a mi cama cuando te lo ordene y te marcharás cuando te lo mande. Detesto las ñoñerías y los sentimentalismos, me darás placer cuando lo desee y mantendrás la boca cerrada. Jamás me dirás que me amas, jamás. Jamás se te ocurrirá pensar que para mí eres algo más que un entretenimiento, o te demostraré hasta qué punto estás equivocado. Serás discreto y sigiloso, y harás cualquier cosa que yo te pida y como te la pida.
Gael no podía creer su suerte. El aire se le había olvidado en el pecho, inundado de felicidad y promesas. Ella... ese ángel de nieve perfecto, acariciándole con su voz, ofreciéndole compartir sus noches... El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor. Tuvo que reunir toda su voluntad para articular una respuesta:
- Por supuesto, mi señora.
Unos dedos delicados como alas de mariposa le rozaron la espalda desnuda.
- Veamos de lo que eres capaz.


El Gael que sujetaba entre sus manos a la sollozante Níobe tenía veintisiete años y muchas más cicatrices, pero seguía exactamente igual de enamorado de ella que aquel lejano día en que la vio por vez primera. Recordaba las palabras de su anciano maestro: "Búscate una mujer que tenga corazón en el pecho". Era la primera vez que la veía mostrar un corazón. Lamentablemente, no con él.
- No es cierto... no es cierto -gemía ella,ahogada en lágrimas.
Con un suspiro de pesar Gael la levantó en volandas, deslizando su brazo bajo las rodillas de ella. Níobe no pareció ni notarlo.
- No pasa nada, mi señora -susurró gentilmente él-. No pasa nada. Todo se arreglará. Ahora debéis dormir.
Laxa como una muñeca de trapo, se dejó llevar. Verla así, dócil y destrozada, le aterrorizó por completo. Jamás había visto semejante muestra de debilidad en ella, en todos los años que llevaba a su servicio nunca había asistido a semejante manifestación de sentimientos por su parte. Esa mujer rota no era Níobe, Níobe era fuerte, poderosa, resistente, un estandarte a quien seguir, una diosa a quien proteger. No una niña temblorosa y sollozante.
La tendió sobre el edredón de seda oscura, delicadamente.
- Dormid, señora -susurró, acariciándole la frente-. Cuando despertéis las cosas serán más sencillas.
- No me dejes sola -ella le sujetó del guantelete, mirándole con unos ojos infantiles que jamás había visto en ella.
- Nunca, mi señora -la besó en la frente, paternal-. Hasta mi último aliento os pertenece, ya lo sabéis.
El cansancio y la tristeza pesaron sobre Níobe, que se durmió.
El Capitán se quitó las botas y la armadura que siempre llevaba cuando estaba de servicio. Dejó las protecciones apartadas con cuidado contra pared, cerca de la cama. Sólo vestido con los pantalones y la camisa de algodón que llevaba bajo el metal, se tendió junto a la Reina Níobe. La abrazó, dormida ella, con cuidado y ternura. Se sentía perturbado. La Reina siempre había sido un baluarte contra cualquier tormenta, un bastión de hielo ante las deflagradoras fuerzas que le rodeaban. Era un remanso de paz en medio de la locura. Algo que cualquier soldado agradecía siempre. Dejando aparte su absoluta devoción por ella, aquello bastaba para que la sirviera con todas sus fuerzas. Pero ahora... Ahora la Reina de Hielo era una muchacha temblequeante y llorosa. Un nuevo sentimiento intentaba florecer en Gael. La amaba, la veneraba, sí, pero ahora también necesitaba cuidarla. Una emoción de... de "paternalidad", si es que acaso esa palabra existía, pugnaba por existir.


Cuando un hombre sustituía a otro al frente del puesto de Capitán, se organizaba una pequeña ceremonia, reminiscencia de tiempos pasados. Delante de la Reina y sus compañeros se le hacía jurar que la protegería a costa de su propia vida, y ella le entregaba la hombrera ornamentada propia de su rango. Gael recordaba aquel día, tan perfectamente como todos y cada uno de los momentos pasados con Níobe. Era invierno, recordó, un invierno frío y feroz que había arrancado de las legiones de los vivos al Capitán Gerard: una herida que no debiera haber sido letal, lo fue por culpa del tiempo inclemente. "Un soldado no debe morir postrado en la cama".
No era una norma que el escudero del Capitán lo sustituyera, pero desde el día en que Gael entró en la Guardia quedó patente su lealtad y devoción. Ninguno de los otros Guardias dudaba de que terminaría siendo su Capitán. Sorprendentemente para los cánones avernareses, Gael era un hombre de palabra para todo el mundo. El juramento que para cualquier otro sería una mera formalidad, para él fue una promesa solemne.
Juro proteger a mi Reina mientras me quede sangre en las venas, guardar sus secretos y velar sus intereses; obedecer sus órdenes y satisfacer todos su deseos desde este día hasta el momento en que mi último aliento abandone mi cuerpo.
Recordaba a Níobe, con aquel traje invernal de terciopelo verde botella, ajustándole la hombrera de Capitán. Recordaba el aire inundado de violetas, recordaba el leve roce en la mejilla al apartarse. Recordaba el orgullo que le embargaba, caldeando el ambiente mejor que un buen brasero. Recordaba a los músicos, tocando la fanfarria del momento. Recordaba haber pensado en su padre, un humilde leñador, quien estaría encendiendo el hogar de la cabaña que ocupaba con sus hijos para no morir de frío. Intentó pensar en su madre, muerta al nacer su hermana pequeña, pero apenas consiguió sacar su rostro de entre todos los recuerdos de su mente. Le vinieron retazos de su infancia, dura y breve, en la que tenía que pelear con sus hermanos por un mendrugo de pan. Recordó el día en que se fue de casa, con trece años recién cumplidos, aunque no supiera exactamente la fecha del aniversario de su venida al duro mundo. Recordó los días pasados frente al gran portón del Castillo Avernarium, maravillado por las brillantes cotas de malla de los guardias, mientras se encogía de frío, calado hasta los huesos por las intensas lluvias de otoño. Recordó al Capitán, Gerard, un maduro y veterano combatiente, quien se había acercado al muchacho y le había invitado a entrar para resguardarse. Al poco le dieron una espada de madera, pesada y basta. Así comenzó a vivir. Ése fue el verdadero día de su nacimiento.
Sus ojos se humedecieron, pero nadie le vio llorar.


Níobe despertó. Gael estaba a la derecha de la cama, erguido y vestido de armadura, como si nada hubiera pasado.
- Buenos días, señora -dijo él, con formal eficiencia-. ¿Deseáis que avise a vuestras doncellas para que os preparen el baño?
La reina le miró. Se sentía infinitamente más calmada y tranquila después de haber descansado. Una oleada de gratitud hacia el soldado hizo que se permitiera esbozarle una sonrisa.
- Gracias, Gael.
Los dos supieron que la gratitud de ella no tenía nada que ver con su ofrecimiento de ir a buscar a las doncellas, pero nadie dijo nada. Él asintió, como siempre guardando en su interior estas pequeñas y escasas muestras de afecto, y abandonó la habitación.
Níobe volvió al despacho con energías renovadas. El torbellino de angustia que la había desmoronado ya no estaba. Solo la habitual, fría e inteligente pragmaticidad.
Casi como por encanto, pasó la página del tomo en el que rebuscaba desesperada la noche anterior.
Y encontró lo que deseaba.

3.10.09

Trasteando con poderes arcanos

"Cuando un alma implosiona, adecuado es dejarla sedimentar por sí misma"
Proverbio Shulte.


21/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios

Bosque de Heyk, reino de Avernarium.

Estación de las hojas caídas


Nyx bajó suavemente de Hierro. El caballo la miró de reojo y relinchó suavemente, estaba acostumbrado a que su dueña bajara de un salto y le acariciara el hocico nada más posar sus pies en el suelo. La notó distante, y bajó su tozud hasta el hombro de la joven, para luego empujarla suavemente, llamando así su atención.

Nyx miraba el claro del bosque donde había hecho parar al animal y mecánicamente le acarició las crines casi rubias y brillantes al notar que él la reclamaba. Pero lo hizo sin entusiasmo, estaba centrada en algo que no era Hierro. Él lo sabía. Él podía notarlo. Arrastró hierba casi amarilla del suelo con sus cascos y relinchó de nuevo, sin hacer demasiado estruendo, pues sabía que Nyx no dudaría en recriminarle una actitud demasiado osada. Su dueña miraba el claro en el bosque, pensativa. El caballo resopló resignado antes de ponerse a merodear los alrededores en busca de algo interesante.

Nyx tenía una expresión seria, su ceño estaba levemente fruncido y sus labios algo apretados. Vestía uno de sus vestidos ajados por el uso, de terciopelo gris claro, con trenzado en el pecho. Uno de ésos que no precisaban dos doncellas para poder vestirlo. El pelo castaño y ondulado, estaba recogido con un trozo de lazo negro en una coleta alta, como cualqueir campesina.

Nyx se situó en el centro del claro del bosque. Miró al cielo y comprobó que ninguna nube lo poblaba, que era celeste como pocas veces en otoño.

Se miró las palmas de las manos durante largo rato y relajó su expresión. Relajó todo sus músculos y cerró los ojos. Sólo se oía el leve crujir de las hojas secas que quedaban aún agarradas a los árboles.

Nyx inspiró aire y lo soltó lentamente, para abrir de nuevo los ojos.

Contempló, con los ojos muy abiertos, cómo su mente trajo al claro una pequeña y esponjosa nube blanca, perezosa. Extendió su mano hacia ella y sonrió. La nube pareció obedecer a algún tipo de acuerdo primigenio entre ambas, y comenzó a dispensarle pequeñas gotas de agua de lluvia. Nyx bajó la mano, y las gotas quedaron suspendidas en el aire, todo su alrededor estaba colmado de pequeñas gotas de lluvia, paradas a mitad de camino entre el cielo y el suelo, esperando el instante exacto en el que explosionar en la arena.

Nyx se movió entre ellas, abrió la boca y bebió, gota por gota, al menos una decena de ellas. Apretándolas entre la lengua y el paladar, saboreando su sabor salvaje. Con los dedos apretó otras, sonriendo como una niña pequeña al hacerlo, su pelo se empapó con más y su vestido absorbió miles de ellas.

De repente paró y se giró hacia Hierro. El caballo la miraba, excesivamente quieto. Nyx ladeó la cabeza y le silbó suavemente. El caballo no se movió ni un ápice. Nyx sintió una punzada en el pecho.

- Oh, mierda! - susurró, elevando sus manos a la nube y lanzándola al infinito con un ademán firme. Las gotas que aún flotaban en el aire se estrellaron contra el suelo y Hierro relinchó.

Nyx corrió hacia el animal y le acarició el hocico.

- Notas algo en mí, ¿verdad, pequeño? - le dijo a Hierro, mientras los ojos azabache del semental se clavaban en las pupilas de la joven. - Algo me ha cambiado dentro, pero tú no debes temer... eres, junto a Níobe, el único que nunca sufrirá las consecuencias de este cambio.

Pero Hierro no supo hacerle entender que no temía por él, sino por ella.

24.9.09

Encuesta: A esta historia le falta...

Claramente: Bich, el Universo quiere que te leas las encuestas. Y... también quieren más velocidad de publicación: vale, tenéis razón. Somos unas dejadas.

¡Pero... salidos! ¿Para qué queréis más sexo? En fin... lo intentaremos, pero poco.

21.9.09

Punto de inflexión

"...es necesario a veces tocar con tus propias manos lo más profundo de la desesperación, para ayudarte con ellas a tomar impulso y escapar de allí como si se te fuera la vida en ello..." Extracto de `Ayer y mañana, nunca existieron´, obra anónima avernariense del año MVI.



16/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios


Habitación de los Durmientes, Castillo de Avernarium.

Estación de las hojas caídas.


Nyx salió de la habitación de los durmientes, no aguantaba todo aquel ostentoso ritual. Con un ademán de sus manos, ordenó a sus damas de compañía y su guardia que la dejaran sola. Estaban acostumbrado a aquel gesto, ya que la reina nunca los quería cerca. Eran los más envidiados por los sirvientes del castillo; siempre estaban ociosos.

Salió al exterior del castillo y caminó hasta el lago de nenúfares. Se sentó a su orilla, como siempre hacía cuando algo la turbaba. En ese lago fue donde su madre le enseñó lo que era la magia, en ese lago la utilizó por primera vez y fue también allí donde juró que nunca más la usaría. Sin embargo, ahora había matado a un hombre instintivamente usando magia, lo hizo sin pensar. Reflexionó sobre si hacía bien en negar la magia una y otra vez, quizás estaba en su naturaleza, quizás no fuera tan malo. Ahora, el asesino de su hermana estaba carbonizado por dentro y ella sentía que podía respirar hasta llenar por completo sus pulmones de aire, sin jadeos, sin ansiedad que la oprimiera en el pecho. Y había sido gracias a la magia. Sin ella, no hubiera podido acabar con él, y probablemente estaría también en la habitación de los durmientes con una herida en el pecho.

Se descalzó y sumergió lentamente los pequeños pies en el agua gélida. Pensó en su madre, muerta. Y pensó en Adara, muerta. Pensó en su padre, muerto... Ahora sólo tenía a Níobe. Las lágrimas empezaron a rodar por su rostro y caer por su barbilla, y la imagen de Azcoy la volvió a golpear como una barra de acero. Ahora lo necesitaba más que nunca. Pensó en él mientras se ábrazaba las rodillas y escondía su cara tras ellas. Siguió llorando en silencio hasta que creyó haberse quedado seca para siempre.

Se levantó lentamente y miró a su alrededor, había empezado a oscurecer y no se veía a nadie, hacía frío. Y además, tenía el cuerpo entumecido por haber estado hecha un ovillo toda la tarde, incluso creyó haber dormido en algún momento, entre lágrimas. No estaba segura.

Miró el castillo con otros ojos, majestuoso con la luz del ocaso, y con ventanas iluminadas por la luz de miles de velas. Se dijo que jamás volvería a llorar por su madre, por su padre, por su hermana, y mucho menos por Azcoy. Todos la habían abandonado de una forma u otra. Pensó que todo era diferente ahora que estaba sola con Níobe, y se encargaría de que los culpables de sus lamentos murieran, los cómplices sufrieran y el resto, aunque inocentes, pertenecieran a su reinado para siempre.

El Putomundo sería de Avernarium. En esta empresa pondría toda su energía, nunca más se lamentaría por los que no estaban.

Nunca había estado más segura de que la conquista del Putomundo estaba en sus manos y que iba a conseguirlo.

La copistería del Maestro Entrari

"Cada libro, cada pieza, es una pequeña obra de arte, una acción magistral. Cada puntada en el pergamino, cada trazo de tinta están realizados con mimo, con elegancia, con precisión. Cada manuscrito es único, tiene un valor incalculable.
Aunque podemos llegar a un acuerdo, por supuesto."
Maestro Escribano Entrari.


20/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Bosque Norte, Avernarium.
Estación de las hojas caídas.

Bosque Norte no era, a pesar de su nombre, un bosque. Era una pequeña población a un tres horas a caballo del Castillo desde Avernarium, pero su peculiaridad consistía en que era una aldea extremadamente rica, puesto que todos sus habitantes eran artesanos de objetos valiosos. Níobe solía visitarla bastante a menudo, concretamente la copistería del Maestro Escribano Entrari y la orfebrería de la Maestra joyera Iane. El objetivo de su visita era, ese día, la copistería. Bosque Norte era lo suficientemente rico como para pagarse una guardia que patrullase de continuo la aldea, y bien que hacían, puesto que lo que allí se vendía tenía un solo punto en común: caro.
Avanzó a caballo por las calles empedradas con primor, incordiantemente escoltada por su Guardia. Bosque Norte estaba sorprendentemente cuidada: las fuentes sin musgo, las fachadas limpias. Por fin divisó la placa de madera con una pluma y un libro grabados a fuego.

La copistería del Maestro Entrari tenía décadas. Antes había sido de su padre, el cual había heredado el negocio de su propia madre y etcétera, etcétera. Esa familia llevaban el oficio en la sangre casi tanto como su amor por el dinero.
El edificio de madera y piedra tenía un olor familiar, a tinta y pergamino. Cuando Níobe atravesó la puerta, un joven aprendiz se acercó a ella.
- Noble señora -hizo una exagerada reverencia-, ¿puedo ayudaros?
- Quiero ver al Maestro.
El aprendiz fue a replicar, pero la Guardia entró tras la Reina. Decidió ser diplomático.
- Iré a buscarle -dijo repitiendo la reverencia.
Habitualmente la escribanía solía estar en silencio, pero un ruido de martilleos y sonidos metálicos llamó la atención de Níobe. Se asomó con cuidado a la trastienda...
El Maestro Escribano Entrari era un hombre extremadamente delgado, con unos quevedos -una muestra más de su riqueza- casi siempre sobre la nariz. No era excesivamente mayor, tendría unos cuarenta años. Unas pocas canas adornaban sus sienes, y siempre solía llevar las manos manchadas de tinta.
En ese mismo momento andaba gritándole a un par de aprendices. A su lado había un extraño armatoste que Níobe no había visto nunca, y cuando el Maestro la vio, salió corriendo de la trastienda impidiéndola verlo mejor.
-¡Ah, Su Majestad! -dijo inclinándose- Alegráis mi día con vuestra visita.
- ¿Qué era eso? -inquirió ella.
- ¡Me alegra que me lo preguntéis, señora! ¡Eso, mi dama, es el futuro! -parecía realmente contento-. Aún es un prototipo, por supuesto, pero... Lo llamo la Im-Prensa. Mediante un mecanismo de presión parecido al de las prensas de uvas ¡permitirá crear libros en grandes cantidades! -sus ojos centellaron ante la perspectiva de las ganancias-. Por supuesto, los libros producidos no tendrán la artesanía o la calidad de los realizados completamente a mano por un Maestro Escribano.
- Ni su precio, espero -contestó Níobe, mordaz.
Él sonrió calculadoramente.
- Ni su precio, noble señora.
Ella miró a su alrededor, las estanterías llenas de objetos preciados. Plumas de oro imitando las de aves, tinteros de cristal tallado, pliegos de pergamino de alta calidad. Incluso algunos exóticos papiros provenientes de la lejana Kalhandar.
- ¿A qué debo el honor de vuestra visita, mi Reina? -el comerciante se acercó a la estantería que Níobe estaba observando-. ¿Tal vez deseáis algún suntuoso regalo para vuestro afortunado prometido? Las noticias vuelan, hermosa señora -el Maestro acentuó más su sonrisa de alegre anticipación por la venta que veía avecinarse-. Sin duda nuestro futuro Rey merece una de estas maravillosas -hizo un ademán con la mano, guiándola hacia otra estantería que contenía piezas aún más caras- obras de arte.
- Sí, supongo. Pensaba regalarle un libro. Es shulte, leer le vendrá bien -susurró la última frase con evidente fastidio.
- Entonces, señora, os puedo recomendar una pieza que tenemos a punto de terminar. Estamos casi acabando una copia del "Lugares destacables de Avernarium" de la muy excelsa Ekaterina de las Nanas. Con remaches en oro y esmeraldas -añadió, casi saboreando el tintineo del dinero en su mano.
- Por supuesto -Níobe siempre se admiraba de la capacidad para vender casi sobrenatural del Maestro Entrari-. Aunque estaba pensando en algo más... sugerente.
Él la miró sin comprender.
- ¿Sugerente? -enarcó una ceja- ¿Os estáis refiriendo a esos tomos eróticos de...?
Ella se echó a reír.
- Por supuesto que no, no se le puede regalar eso a un shulte. Dioses, seguro que lo considerarían un insulto. Me refería a que deseo que hagáis una copia de un libro que se halla en mi poder. "El Castillo de Avernarium: costumbres y secretos de la corte Avernaresa", casualmente también de Ekaterina de las Nanas.
El Maestro Entrari abrió los ojos, codicioso. De ese libro existía un único tomo guardado con celo por la familia real, pues se decía que contaba aquellos secretos de la línea dinástica que jamás deberían salir a la luz. Se contaba que sus páginas estaban teñidas de sangre, y no toda metafórica.
Como proveedor habitual de la Reina Níobe, se permitió una confianza:
- ¿Creéis... que ese... valioso presente podrá, ehm, facilitarle a vuestro esposo la tarea de... ehm... descubrir con qué tipo de mujer trata?
- Tan agudo como siempre, Maestro -ella asintió-. Por supuesto, os entregaré el libro, pero... Sólo haréis una copia, la mía. Y sólo vos os encargaréis de ello. No permitiréis que nadie más vea ese libro.
El Maestro Entrari no había llegado donde estaba siendo estúpido, y asintió rápidamente.
- Por supuesto, Majestad.
- Recibiréis una pequeña compensación por las molestias, por supuesto. Digamos... ¿un treinta por ciento más del valor total del libro?
Los ojos del avernarés relucieron de felicidad ante la idea de tanto dinero.
- Podéis contar con mi absoluta discrección, señora.
- Lo sé. Sois un hombre inteligente.
Chasqueó los dedos y uno de sus guardias se acercó. Llevaba una pesada caja de metal del tamaño de un libro.
- Pero sólo para asegurarme, el Teniente Der se quedará con vos. Él abrirá la caja cada mañana, vigiliará vuestra espalda mientras trabajáis y guardará el libro cada noche. Tratadlo como a un huesped, os pagaré los gastos que os ocasione.
El escribano asintió.
- Me pondré a ello de inmediato, señora.
- Por supuesto. Y ya que estoy... -echó un ojo a su alrededor- me llevaré un par de cosas más.

Cuando la Reina se fue, el Maestro Entrari tenía en su haber una cantidad considerable de dinero. Y una cantidad aún más considerable de problemas.



(Esta entrada está dedicada a Entrari, el de carne y pixels, por no haber huído, enviado matones, fingido muerte súbita o escupido cuando le pedí ayuda informática.)