23.6.09

Ojos que no ven...

El consejero Rivas permanecía sentado en un taburete, en los aposentos reservados para el Conde durante su estancia en el Castillo de Avernarium.

- ¿Y bien, joven Edaris? El Consejo ha escogido a la mejor condesa para Shult. ¿Es también la mejor esposa para vos? ¿Os ha agradado la dama?

El Conde de Shult estaba... bien, exultante debería ser el calificativo. Sonreía abiertamente y tenía la mirada ligeramente perdida, como si estuviera sumido en sus pensamientos.

- ¿Disculpa, viejo amigo? -preguntó.

- Eso me dice todo, creo -el consejero rió quedamente-. No hace falta que entréis en detalles, mi señor, pero...

- Me besó, Rivas -susurró Edaris-. Cerró los ojos y me ofreció sus preciosos labios...

- Jovencito, no deberíais perder la cabeza por un solo beso. Ya no sois un quinceañero -el Consejero se puso en pie y comenzó a caminar apoyándose en su bastón-. Me cuesta creer que la Reina de Hielo, conocida en los confines de la tierra por ser más fría que una noche de invierno, os besase.

- Lo hizo, mi fiel Rivas. Lo hizo. Está claro -añadió- que Su Majestad es víctima de la maledicencia.

- Maledicencia es acusar a un caballero de traicionar a un amigo, de romper su palabra o de serle infiel a su esposa. Una fama de fría semejante no se cultiva de un día para otro, y desde luego que no nace de la nada. Así que os besó, ¿mmm?

- Tal y como lo expongo. Y no creo -declaró, triunfal- que eso sea una muestra de frialdad. Está claro que es la envidia y un comportamiento decoroso y ligeramente altivo lo que ha llevado a forjar ese... ese inadecuado apodo. Claro que una familia que hunde sus raíces en un pasado tan glorioso tiene todo el derecho a mostrarse de manera altiva frente a otros con menos abolengo.

- Ay, mi joven Edaris. Sois tan inocente en ocasiones. De esa mujer todo el Putomundo habla como si fuera más helada que acuchillar a una madre, y vos os empeñáis en lo contrario por una hora de paseo. ¿No veis que bien podría estar fingiendo para congraciarse con vos? ¿Os dio algún indicio a parte de eso de que vos seríais el elegido?

El Conde le miró sorprendido. Tardó unos segundos en volver en sí para poder responder a su ministro.

- Pero, ¿es que no me has oído, Rivas? ¿Tus oídos empiezan a envejecer? Me besó, te digo. Sin duda alguna accederá a ser mi esposa -concluyó con firmeza.

- ¿Todas las mujeres que besan aman a quienes besan? -el ministro suspiró, exasperado- Os ha besado, sí, pero si la oferta de Alysium es mejor id olvidándoos de ella -se detuvo y levantó un dedo-. Se casará con un país, no con un hombre.

- Pues se casará con un país, bien. Pero no creo que esté el país entero frente al altar para decir los votos -suspiró-. De acuerdo. No ha dicho nada. Pero -añadió, al ver que Rivas se disponía a decir algo-, tú conoces tan bien como yo al Rey Genar. ¿De verdad soportarías su mera presencia sólo por conseguir unas cuantas riquezas? Porque eso es lo único que puede aportarle Alysium a Avernarium.

- ¿Y qué puede ofrecer Shult, mi señor? ¿Una guerra a punto de estallar?

- ¿Es... una pregunta retórica, mi buen Rivas? -preguntó Edaris, extrañado.

- Obviamente. Quiero que os deis cuenta de que Alysium puede ser mucho mejor partido que Shult. Y tal vez merezca la pena sorportar a Su Majestad Genar.

- El Condado tiene las mejores tropas de infantería del Este, las gemas y el oro del Espinazo Negro, y comunicaciones comerciales casi inmejorables -enumeró, categórico, extendiendo uno a uno los dedos de la mano derecha-. Yo creo que es para sentirse orgulloso, Rivas.

- Alysium tiene la mejor flota de todo el continente, un mercado de gemas y perlas que duplica al de Shult y un clima encantador. Está bien que os sintáis orgulloso de vuestra patria, pero os insisto en que un beso no es nada.

Edaris desestimó el comentario con un gesto displicente.

- Venga, venga, viejo amigo. ¿Para qué quieres acceso a una flota si no tienes costa? ¿De qué sirve poseer un tesoro incalculable si la llave del cofre lo tienes fuera de tu alcance?

- No sé porqué, joven Edaris, pero creo que la Reina Níobe no es lo que parece - el anciano suspiró y se sentó, tamborileando con sus huesudos dedos sobre la rodilla-. Tal vez deberíais barajar otras opciones... la joven princesa Fianna, por ejemplo, o tal vez la hija mayor del Vizconde Fnaüer...

- La Princesa Fianna es... una gran mujer. Creo que el detallista de Su Majestad hasta le ha mandado construir una puerta nueva a sus habitaciones...

- Joven Edaris -el anciano le lanzó una mirada recriminatoria-. Como conde debéis casaros con lo mejor para vuestro pueblo, no con un hermoso talle. La Princesa Fianna es una dama de gran corazón, extremadamente gentil y generosa. ¿Os casaríais con una bella arpía?

- Discúlpame, te lo ruego -pidió el Conde, sinceramente arrepentido-. Ha sido un comentario fuera de lugar e indigno del mandatario de un gran pueblo como el shulte. La verdad, y pensando sólo por Shult -añadió-, la mejor opción es sigue siendo Avernarium. Y con mucha diferencia. Nuestro mayor problema es el Condado de Erén, y eso sólo se puede solucionar con el respaldo de un poderoso detrás nuestro. Ya sea su nombre o sus espadas.

- No comparto muchas de las decisiones de Avernarium. A lo largo de su historia han demostrado... mmm -el anciano negó con la cabeza-. Me sentiría mejor viéndoos cansado con una mujer honrada que con la Reina de Hielo. Al menos vos seríais feliz. ¿No puedo hacer nada para que, al menos, barajéis otras opciones?

El Conde miró al techo de la habitación, en ademán cansado.

- Rivas, Rivas... eso ya lo discutimos con todo el Consejo. ¡Durante cuatro meses! Las "opciones" fueron barajadas y barajadas, y vueltas a barajar. Al final se decidió, decidisteis, que Avernarium era lo mejor. ¿Vamos a volver de nuevo al punto de partida?

El anciano negó con la cabeza.

- Os he visto crecer, mi señor. He cuidado de vos desde que érais un niño. Ojalá pudiera hacerlo ahora. Vais a pagar un alto precio por el bien de Shult. La Reina Níobe... -sacudió de nuevo la cabeza-. No sé. Es sólo una intuición.

Edaris se levantó y caminó hacia su fiel consejero. Inclinándose, puso una mano sobre el hombro del anciano.

- Rivas, amigo mío. Mi mentor -dijo, cariñosamente-. Has sido como un segundo padre para mí. Tu intuición y tus continuos sacrificios han servido bien al pueblo. Eres la persona más sabia que conozco -le apretó el hombro con suavidad-. Te prometo estar ojo avizor si llegara el caso. Además, como bien dices, si hay que pagar un alto precio por el bien de Shult, estaré más que dispuesto a pagarlo.

El anciano suspiró e hizo un esfuerzo por sonreír.

- Claro. Hablemos... seamos más optimistas. Contadme, ¿cómo es ella? Todavía recuerdo cuando érais un niño y veníais corriendo a contarme que esta o aquella muchacha os había sonreído... cómo pasan los años -el anciano perdió la mirada-. Recuerdo todavía vuestra emoción en aquella primera justa del Solsticio de Invierno, ¿la recordáis? Cuando la pequeña Fare os entregó uno de sus pañuelos...

- Sí, cómo olvidarlo -el Conde sonrió, evocador-. Partí varias lanzas con Sir Bruce, pero al final le descabalgué. Fue glorioso... -suspiró, apartando de su mente recuerdos tan lejanos y volviéndos e a sentar en su asiento-. Pero bueno. ¡Ay, amigo! Sus labios son suaves como los pétalos de una rosa, y del mismo color rojo intenso que la flor. Fue algo tímida al principio, ya sabes cómo son las damas, pero al final acabó rindiéndose a la pasión del beso.

- No me parece una mujer tímida, joven Edaris. De hecho, parece acostumbrada a conseguir lo que quiere sin permitir que nada se interponga -la sonrisa del anciano tembló un instante antes de volver a su sitio-. ¿De qué hablásteis? ¿Cómo es? ¿Frívola, silenciosa, calmada, pensativa, habladora?

- Hablamos de los problemas de Shult. No quiero ser hipócrita y engañarla. Debe saber por qué la quiero como esposa. Tiene ese derecho. De nuestra conversación he sacado que es una mujer directa y decidida, aunque en ocasiones piensa como tú, Rivas -añadió, señalando al viejo.

- Vaya -el hombre suspiró-, será agradable tratar con alguien que tiene los pies en la tierra, para variar. Así que piensa como yo... -esbozó una sonrisa-. Quién lo diría. Sí, sin duda a una shulte ni se le pasaría por la cabeza hablar de política durante un paseo romántico. Os dará quebraderos de cabeza, mi señor - dijo, sin perder la sonrisa burlona-. Llegará el momento en que echéis de menos la docilidad en ella.

- Rivas, ¿cómo decirlo? -perdió la mirada en algún punto sobre el hombro del consejero-. A nivel personal me he cansado de la docilidad de las damas. Sí, es lo apropiado en Shult, pero... Además, lo que necesita el Condado es alguien que tenga los pies sobre la tierra, como bien has dicho.

- ¿Cansado a nivel personal, muchacho? -el anciano enarcó una ceja-. ¿Acaso me he perdido algo? ¿Os habéis vuelto un mujeriego y no me lo habéis dicho?

Edaris enarcó las cejas con fuerza, retirándose incluso hacia atrás por la sorpresa del comentario.

- ¿Un mujeriego? -preguntó-. No, no. Ni lo más mínimo. Me refiero a su presencia. A que anden por ahí revoloteando llenas de suspiros y cotilleos insulsos sin ningún valor -volvió a suspirar-. A veces echo de menos poder hablar con alguien, ya sea varón o mujer, con un nivel cultural como el mío o superior. Tú, por supuesto, quedas excluido de este grupo, amigo mío.

El anciano sonrió, satisfecho por el cumplido.

- Todos vuestros Consejeros son hombres cultos, mi señor. Vuestro primo Wallace era vuestro mejor amigo durante la infancia, no sé porqué terminásteis distanciándoos... Con él deberíais poder entenderos bien. Cuando érais jóvenes todo el mundo decía que parecíais como dos gotas de agua.

- ¿Por qué? Lo sabes bien, Rivas: se ha adentrado en una senda oscura. Dicen -su voz bajó hasta hacerse un susurro-, que ha marchado a las ruinas del templo de Horn, al norte del Cenagal de Raven...

- ¡Dicen, dicen! ¡Habladurías! - se puso de pie, haciendo aspavientos con las manos- Es un Consejero y es vuestro primo. Está fuera de toda sospecha, lo cubran las maledicencias que lo cubran. ¿Acaso confiáis más en una mujer que acabáis de conocer que en un hombre que lleva la sangre que corre por vuestras venas? ¿No os salvó la vida Wallace cuando la escaramuza del arroyo? ¿No habéis compartido nodrizas y maestros de armas?

- De acuerdo, de acuerdo -dijo Edaris, intentado apaciguar a Rivas-. Tienes razón. Pero sabes que no se tomó nada a bien que yo fuera el Conde y él tan sólo un Consejero. Y por debajo tuyo, además, que no perteneces a la familia. Y sabes bien que desde hace unos meses frecuenta compañías... poco recomendables, por utilizar un eufemismo.

- Me niego a creer esas tonterías. También se llegó a decir que el Consejero Ile acudía a... ejem... se hacía acompañar por mujeres de mala vida. Las habladurías salen como hongos a la sombra de los envidiados.

- Sí, claro -dijo, con sencillez-. Sin duda tienes razón, amigo mío.

- Pues entonces, hijo, ¿no creeis que deberíais acercaros al Consejero Wallace? Quizás encontréis en él al compañero que teníais de niño. Hay ciertas cosas que nunca podréis tratar con una mujer, por muy culta que sea. ¿Vais a hablarle a vuestra esposa de lanzas de justas, por ejemplo?

Edaris se levantó de la silla de nuevo. Caminó unos pasos, pensativo, hasta la ventana. Lo cierto es que el bosque que rodeaba el castillo era hermosísimo. Tal vez algo sombrío y salvaje. Como la Reina Níobe.

- Sí, tienes razón, Rivas. Como siempre. Cuando vuelva a Shult -dijo, volviéndose hacia el anciano-, veré a mi primo. Tal vez volvamos a salir a practicar la cetrería, como antaño...

- Me alegro de oíros decir eso, mi señor. El Consejero Wallace es un buen hombre, y desde la muerte de su esposa no ha vuelto a ser el mismo...

Edaris abrió la ventana. Abajo, en el patio de armas, se escuchó un relincho que subió hasta la torre. Edaris se asomó, un hermoso animal negro parecía estar causándoles problemas a los caballerizos. El viento le revolvió los cabellos, una suave brisa que mecía las copas de los árboles en el bosque. Algo del penetrante perfume de Níobe se había quedado adherido a sus ropas.

- ¿Sabes? -dijo, mirando al caballo sin verlo. Inspiró con fuerza, llenando sus fosas nasales con el perfume de Níobe-. Es una mujer muy muy directa, Rivas.

- Pensé que eso os complacía, mi señor -el anciano se acercó una botella y sirvió algo de vino para él en una copa, llevándosela a los labios.

Edaris se giró, dando la epsalda a la ventana.

- Me preguntó cómo estaba de versado en las artes amatorias.

Rivas escupió el vino, con los ojos como platos, y empezó a toser.

- ¿Qué qué? -dijo al tranquilizarse un poco-. Mi señor, creo que os he entendido mal...

- Te aseguro -rió el joven- que reaccioné igual que tú ahora.

- Pero... pero... -el anciano se limpió el vino con una servilleta- Quiero decir, esto... -miró la copa-. Creo que necesito más vino antes de oír qué le contestásteis -volvió a servirse y de nuevo bebió.

- Lo cierto es que intenté soslayar el tema. Creo que fui un poco desconsiderado con ella al hacerlo. Sólo le dejé intuir que tenía experiencia y... -se sonrojó, pues después de todo era shulte- y creatividad en el lecho.

- ¿Experiencia y creatividad? -el anciano abrió aún más los ojos y terminó el resto de la copa de un trago- ¿Creatividad?

- Eso mismo.

- ¿Y qué os... respondió ella? Es... la primera vez que sé de una dama que... mmm.. comenta estos términos... Su-supongo que en cierto modo, es eh... normal. Quiero decir, cuando uno se casa... las actividades... quiero decir, va incluido en el matrimonio.

- Dijo que los shultes somo como niños en ciertos aspectos. Sí, Rivas -dijo Edaris, cruzando los brazos. La brisa nocturna le cosquilleaba la nuca de una forma muy agradable-. Somos muy diferentes. Pero eso a mí no me importa en absoluto. Basta con... acostumbrarse a su manera de ver las cosas.

- ¿Y ella...? ¿Ella es... mmm... tiene...? ¿Experiencia y creatividad? -el Consejero se mantenía en una postura a medias entre el espanto y la fascinación-. En todo caso -de repente pareció recordar su lugar- ¿cómo que tenéis experiencia y creatividad? ¿Se puede saber qué habéis andado haciendo a mis espaldas, joven?

- ¿Acaso crees que yo...? -el joven abrió mucho los ojos, al caer en la dirección que tomaba el comentario de Rivas-. ¡No! ¡Nunca! ¿Cómo puedes pensar eso de mí?

- Joven, el que algo teme algo debe -añadió con la astuta mordacidad de un adulto que pilla en falta a un niño-. Y no he pensado nada, estoy preguntando. ¿De dónde os habéis sacado esa experiencia, si puedo saberlo?

- ¿Recuerdas...? -titubeó al decirlo- ¿Recuerdas a la embajadora del Reino de Gens?

El anciano asintió, esforzándose por parecer severo pero muerto de curiosidad.

- Bueno... el caso es que... -era costoso sincerarse sobre determiandos temas. Sobre todo con alguien tan cercano-. Ehhh... Empezó a interesarse por determinados temas... ehhh... varoniles. Vino a preguntarme sobre cetrería. A partir de eso comenzamos a hablar con bastante frecuencia. Y... bueno -el rubor le había invadido todo el rostro-, le acabé invitando a pasear, a salir de caza, ¿sabes? Después de eso hubo otra vez, al término de una de las recepciones. Y... y luego otra en...

El anciano se había quedado pálido.

- No me lo puedo creer. Pero vos... ¡un caballero sólo toma a una dama por amor! ¿En qué estabais pensando? ¿Esas tres veces han sido todas?

El joven Conde miró al suelo, como un niño al que se le castiga, moviendo inquietamente los pies y retorciéndose las manos a la espalda. Negó.

- ¡Qué pensaría vuestro padre! -el anciano alzó las manos al cielo, levantándose y paseando delante de Edaris- ¡En nombre de la Luz, no me puedo creer lo que oyen mis oídos! -le señaló con el dedo, acusador- ¿Qué más, Edaris? ¡Mas os vale decir toda la verdad?

Edaris se sintió como cuando era pequeño y Rivas le educaba.

- ¡Pero... pero yo la amaba, Rivas! -protestó- Fue algo totalmente consentido por ambas partes. Incluso le escribí poemas. Cuando se fue...

El tono implacable del anciano se suavizó. El también recordaba sus amores de juventud...

- Cuando se fue... ¿qué? -preguntó el anciano- ¿Por eso andábais tan alicaído por aquel entonces?

- Sí -murmuró. La verdad es que todavía le dolía que la hubieran hecho volver a su reino-. Fue la única con la que... con la que... me sentí... vivo. Vivo, Rivas. Desde entonces busco a la que me haga sentir igual, ¿entiendes, amigo mío?

Rivas pensó en su propia vida. En su propia... recordó, perdiendo la mirada. Una lágrima se deslizó por su mejilla ajada por la vejez. Recordó su juventud, a Mariola, evanescente y jovial... Recordó aquella flecha perdida durante la cacería de la Coronación de la Reina de la Primavera. Recordó los estertores, la sangre, el... Sacudió la cabeza.

- Y yo voy a entregarte a un matrimonio de conveniencia -susurró.

- Es de conveniencia para Shult, Rivas. Pero para mí es... Por fin podré llenar el vacío de mi corazón, mi fiel amigo. Creo... -añadió, otra vez rojo como la grana- creo que me he enamorado.

- ¿Os habéis enamorado de una mujer capaz de preguntaros sobre vuestras habilidades amatorias? -dejó escapar una risa burlona- Creo que voy a reirme mucho con todo este asunto. Tal vez -esbozó una sonrisa pícara- deberíais informaros sobre lo que se estila en Avernarium, no sea que os sorprenda...

- ¡Rivas! Podría esperar oír algo así de mi mozo de cuadras, no de alguien de tu edad, por el Juramento de la Luz.

El anciano cabeceó, burlón.












Níobe se descalzó. Sus doncellas la habían desvestido y puesto un delicado camisón de lino antes de ser despedidas.

- Gael, te noto... disgustado -suspiró indiferente.

- No veo porqué, mi señora -el tono frío y átono del soldado.

- No pienso permitir otra salida de tono con el Conde. Te guste o no te guste, es posible que le escoja a él.

- Señora.

- Si me prometo con él, Capitán, echaré de menos distraerme contigo. Dudo mucho que sea tan hábil como tú.

- ¿Señora? - abtrió los ojos, repentinamente sorprendido-. ¿Vos....?

- Le seré fiel, por supuesto -dijo deslizándose entre las sábanas-. En Shult la infidelidad es motivo de divorcio.


18.6.09

El beso de la nieve

Vino, fruta y dulces. Niobe comía con calma unas pequeñas y rendondas frutitas que el Conde no había visto nunca.

- Las llaman "Besos de doncella" porque saben muy azucaradas -comentó-. Son típicas de la zona. Hay una verdura bastante amarga que se cultiva en la misma época y la llaman "Madre de la doncella" porque se le parece, solo que tiene un color más oscuro.

- Las frutas de vuestro país son deliciosas, mi señora -dijo Edaris, con una amplia sonrisa.

Níobe se llevó otra pieza a la boca y, despacio, chupó el almíbar que le manchaba los dedos.

- No habéis contestado a mi pregunta, Excelencia.

- ¿Tendríais la bondad de recordármela, Majestad?

- Hablábamos del filo de la espada que voy a comprar -se echó a reír-. Os había preguntado si no puedo esperar espontaneidad de vos en ningún aspecto.

El señor del Condado de Shult carraspeó, algo incómodo. La miró a los ojos, suplicándole que no le hiciera contestar. Níobe, por supuesto, se mantuvo en silencio, divertida.

- Ehhh... pues, bien, mi señora -titubeó-. Lo cierto es que... bien -se sonrojó-. Sí, podéis esperarla.

- Os sonrojáis como un niño, qué encanto -Níobe mordió otra fruta-. Sois adorable -No me puedo creer que haya empleado esa palabra, pensó-. Supongamos que os escojo a vos. Vuestro hermano comentó su opinión sobre mis condiciones, pero en última instancia la decisión es vuestra. ¿Aceptariais celebrar la boda en Avernarium?

- Puedo aseguraros que no soy ningún niño... -se detuvo, consciente de que ese último comentario podría malinterpretarse-. Ehhh... No habría ningún problema, mi dama. Siempre que se celebrara un segundo festejo en Shult.

- En realidad, todos los shultes sois un poco niños, tan encantadoramente inocentes -la sonrisa de Níobe era perfecta-. Por supuesto, no tengo nada en contra de las fiestas. Además, tengo entendido que el clima en vuestra patria es muy benigno. Por otra parte, si recordáis las cláusulas... una vez terminados los festejos puedo habitar donde me plazca, estéis vos allí... o no.

El Conde alargó la mano para coger su copa, que estaba llena de agua en vez de vino.

- Estar cerca de la cara sur del Espinazo Negro nos da un tiempo muy favorable -comentó-. Lástima que de vez en cuando nos vengan aires desde el Cenagal del Raven... -se rió-. Bueno, en cuanto a esa cláusula, la condesa siempre puede disponer del Castillo Shult, por supuesto. Algo que a mí me encantaría, en el caso de que accediérais a mi petición, aunque sé que también debéis ocuparos de vuestro trono en Avernarium.

- No quisiera molestaros, pero ese es un punto que debo aclarar. Sé que las mujeres en Shult suelen dedicarse a bordar pendones para que sus hombres puedan ensangrentarlos en justas -a duras penas pudo ocultar su desprecio por lo que consideraba un desperdicio inútil de súbditos-, y por lo general no se meten en política. Yo llevo las riendas de mi reino personalmente. No me perdonaría que os llamárais a engaño. No podréis contar con mis bordados -rió quedamente-, suponiendo que vos también os dediquéis a jugar a mataros.

- Creí que ya me había manifestado sobre eso, mi bella dama. Ya tengo costureras. Busco a alguien como vos -declaró él-. Una mujer decidida y valiente.

- ¿Para qué necesitáis valentía en una esposa? -preguntó Níobe, mordaz. Aunque no había tocado el tema, conocía la situación política de Shult mejor de lo que el Conde creía.

Edaris se pasó la servilleta por los labios, mirando al plato pensativamente.

- No quería entrar en eso, mi señora. Sabéis que la situación de mi tierra es... difícil. Necesito, el pueblo shulte necesita, una condesa que no se comporte como una oveja. Aunque sea eso lo que se estila en Shult -miró a ambos lados al decir esto-, es algo que no conviene a Shult.

- Tiempos difíciles -ella permanecía inmutable-. Sé que los shultes estáis acostumbrados a los eufemismos, pero yo no. Habláis de guerra.

- Sí, Majestad -suspiró, preocupado-. Esos bastardos hijos de mil padres de Erén, maldito sea por siempre el nombre de su Conde, intentan provocar al pueblo shulte para así tener una excusa y anexionarse nuestra tierra. Algo que siempre han deseado.

- Ese lenguaje, mi señor -ella intentó no reírse.

- Disculpadme, mi dama -dijo él-. Por un momento ignoré que me hallaba ante vos, y no ante mi Consejo. Pero, ¿Véis a lo que me refería? Sois la condesa que necesita Shult.

Níobe intentó con todas sus fuerzas no reírse. No, querido. Soy la Reina que va a dominar Shult.

- Sé que los shultes no sois muy dados a la diplomacia, pero, ¿os habéis planteado llegar a una solución pacífica? -ella ya conocía la respuesta, por supuesto.

- La única resolución pacífica que ellos aceptarían sería la anexión total -cerrando el puño hasta casi hacerse sangre, la ira invadía el rostro normalmente apacible de Edaris. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, se detuvo y respiró hondo-. Disculpadme de nuevo, mi hermosa Reina. Estos temas consiguen crisparme sobremanera. En vez de estar disfrutando de una noche magnífica con una beldad como vos -se quejó-, estoy insultando a mis aborrecibles primos.

- La política es entretenida -ella sonrió con amabilidad-. Aunque deberíais relajaros. No os lo toméis como un insulto, pero los descendientes de Renn sois demasiado francos para ser buenos políticos. Poneros tenso solo hará que nom penséis con claridad. Y eso es un lujo que no podéis permitiros -tomó un sorbo de vino-. Los piqueros de Shult son unas tropas excelentes, y sus caballeros también. ¿Realmente creéis que podríais perder la guerra?

- Por cada batallón de piqueros acorazados shultes hay cinco de hombres de armas erenianos -se lamentó-. Por cada noble caballero bajo la enseña púrpura de Shult, tres pomposos nobles de Erén se recubren de armadura y galopan hacia la frontera con mi tierra -el suspiro que dejó escapar fue muy revelador-. Sí, mi señora. Creo que perderíamos la guerra, y que la libertad del pueblo shulte sería aplastada bajo el tacón ereniano.

- Y contáis con que las tropas de Avernarium sean capaces de contener a los erenianos -ella tamborileó en el asientos de piedra-. ¿Hasta qué punto estáis dispuesto a sacrificaros por vuestro pueblo? -ella le miró fijamente, con una sonrisa burlona bailándole en los labios.

- Nunca osaría disponer a mi antojo de las tropas de vuestro reino, ni aunque su reina fuera también la Condesa de Shult -dijo el Conde venido de oriente. Se levantó de la silla en la que estaba sentado. Necesitaba moverse-. Con lo que cuento es con el nombre de Avernarium soplando como una amenaza sobre Erén -le alargó la mano, gentil-. ¿Deseáis pasear junto a mí en una noche no más bella que vuestro encandilador rostro?

Níobe respiró hondo. Hizo un esfuerzo de voluntad y sonrió.

- Por supuesto -cogió la mano del shulte y se levantó, echando ambos a pasear sobre el fresco césped, ella con las sandalias de la mano. Indicó con un gesto a sus guardias que permanecieran en la puerta. Las antorchas sujetas a columnatas de piedra emitian una suave y delicada luz anaranjada que volvía dorado su vestido blanco-. Quizá no os deis cuenta, pero una actuación política bien enfocada podría acabar definitivamente con todos los problemas de Shult. Claro está, conociendo los modos y maneras de vuestro pueblo, es posible que encontréis ciertas decisiones... reprobables.

El jardín no era muy grande. Después de todo estaba en lo alto de una torre del castillo. Enseguida llegaron hasta las almenas. Edaris se apoyó sobre la piedra, respirando hondo la tonificante y fresca brisa de la noche mientras contemplaba el umbrío bosque que se extendía alrededor. La vista ea magnífica, sin duda. Diferente del más cálido Shult, pero aún así maravillosa.

- ¿A qué llamáis reprobable, Majestad?

- Para un shulte, muchas cosas son reprobables. El chantaje, por ejemplo. Pero no pensaba en eso. Que yo sepa, el actual Rey de Eren tiene una hija. Bien es cierto que la joven solo tiene diez años, pero si consiguiérais que os la entregase en matrimonio -Níobe ya sabía que se negaría, pero neceistaba tantearle. Ver hasta donde podía llegar. Ver hasta qué punto era capaz de doblarse. Y si de paso hacía creer a Edaris que se preocupaba por él independientemente de sus intereses políticos, mejor- reunificaríais el reino. Pacíficamente -sonrió beatífica.

- ¿¡Tomar a una ereniana!? -exclamó, indignado-. ¡Nunca jamás! Una ereniana no se sentará en Shult como condesa mientras la sangre shulte viva.

- Tanto los erenianos como los shultes sois rennianos, Excelencia -le cogió de la mano, tranquilizdora, sonriendo para sí-. Y la sangre shulte regará vuestros campos, ¿creeis que eso será un consuelo? Vuestro pueblo quiere pan y paz.

Él se dejó acariciar. La piel de la Reina Níobe era como el terciopelo, como la seda. Su tacto era suave y delicado, cálido como el verano.

- Mi pueblo odia y teme a Erén, mi bella señora -contestó él, mirándola a los ojos-. Sé que antes agotaría cualquier alternativa. Y, cuando éstas desaparecieran, moriría siendo shulte y no ereniano -Edaris puso su mano sobre la de ella-. El tacto de vuestra piel es maravilloso, Majestad. Os llaman la Reina de Hielo, pero yo creo que os calificaría mejor la Reina de Nieve. Vuestros dedos son como los copos recién caídos...

Níobe sonrió dulcemente, asegurándose de que la luz mortecina de las antorchas iluminaba su rostro, y alzó despreocupadamente los ojos hacia el ereniano.

- ¿Reina de Hielo, Excelencia? ¿Es así como me llaman? ¿Y habéis venido a pedir la mano de alguien con semejante sobrenombre? -rió quedamente, apartando la mirada con calculada timidez-. Hay más formas de ganar una guerra que meramente con soldados -se aseguró de imprimirle la cantidad suficiente de turbación a su cambio de tema-. Espías, asesinatos, pactos en las sombras. Se que os sería desagradable pensar algo así, pero tal vez sea mejor derramar la sangre de un ereniano que la de mil shultes.

- Habláis como el anciano Rivas, mi señora -suspiró-. Sí, sé que la política riñe a menudo con el honor. Pero no podría ceder en esa tentación -añadió con tono decidido.

- ¿Me comparáis con un anciano, Excelencia? -ella hizo un puchero encantador con la boca, dirigiéndole una mirada traviesa y tímida.

- Pardiez que no, Majestad... Níobe -rió él-. Y gracias sean dadas a la Luz por ello.

Níobe le apretó la mano, rozándola delicadamente, y suspiró. Un suspiro melancólico que había estado practicando días con el único objetivo de deshacer al shulte.

- Señor, debéis aceptar que el bien de vuestro pueblo es prioritario. La vida de un dirigente es sucia en ocasiones.

- Por favor, llamadme Edaris, os lo ruego -pidió el Conde-. Entended la disyuntiva en que me hallo. Si mando asesinar al Conde de Erén, me cubriré de deshonra por la posibilidad de salvar a mi pueblo. En el caso de que efectivamente Shult se librara del temor provocado por Erén -continuó-, ¿acaso querría tener como Conde a alguien que usa artimañas deshonrosas? ¿En qué le diferenciaría entonces del mismo Conde de Erén? Pasaríamos de una guerra contra los despreciables erenianos a tener una guerra civil entre hermanos shultes. Un resultado peor que un enfrentamiento directo con nuestros odiados y temidos primos del sur.

- Edaris... -Níobe puso especial cuidado en paladear cada sílaba, consciente del efecto que tendría en un shulte enamoradizo-. Mi señor Edaris -repitió-. ¿No os dais cuenta de lo que ocurrirá si los erenianos os pasan por encima? ¿O de si permitís una guerra civil?

- No es lo mismo, Níobe -él se acercó a ella, lentamente. Sólo un poco-. Una lucha sangrienta de hermano contra hermano es sumamente peor que el ser exterminados por el odiado enemigo.

- Muertos estarán vuestros súbditos igualmente -Níobe suspiró-, y vos después. ¿Veis porqué solicité ese regalo de bodas? Los shultes parecéis encontrar placer yendo al encuentro de la muerte.

- Pues si es igualmente, entonces mejor muerte con honra que muerte sin ella -se inclinó levemente hacia su rostro.

Ella sonrió.

- ¿Veis como sois igual que un niño? Deliciosamente adorable, en verdad -frunció la nariz brevemente-. Antes habéis dicho que me llaman... ¿Cómo habéis dicho? ¿la Reina de Hielo? ¿Porqué me llaman así, señor? ¿Tan mala fama tengo?

- Dicen que sois fría como las estrellas -llevó su mano por detrás de la cintura de Níobe-, pero yo creo que en realidad sois tan cálida como el sol.

- Apenas me conocéis, mi señor Edaris -Lo más sincero que le he dicho hasta ahora, pensó-. Podríais llevaros una decepción.

- Si eso es cierto al final, entonces -la aupó unos centímetros hacia sí mientras la otra mano la sujetaba de la espalda- por lo menos por el camino habrá sido una experiencia... agradable.

Ella le miró fijamente a los ojos, clavando la oscuridad de sus pupilas en esos iris de un verde desconcertante. Los shultes se enamoran de un modo definitivo, no juegan a tener amantes por mera diversión.Una vez el conde la besase, no habría vuelta atrás. Su voluntad iría, poco a poco, pasando a pertenecerla.

- ¿Agradable, señor? ¿Eso es todo lo que merezco? -sonrió quedamente. El shulte estaba a punto de caer.

- Ya me habéis señalado anteriormente que a los shultes nos encantan los eufemismos -su rostro estaba a escasos centímetros del de Níobe.

- Ahora estáis en Avernarium. Comportaos como tal - Níobe se aseguró de que su cálido aliento rozaba la piel del shulte.

- Como Su Majestad ordene.

La levantó más al tiempo que él bajaba el rostro hasta los labios de la Reina y la besó. Cálida, dulcemente, saboreando la miel de sus labios como el más exquisito manjar que jamás hubiera probado.

Níobe le dejó hacer, consciente de que el primer beso, para un shulte, era algo casi sagrado. Después de unos instantes en que la respiración del Conde se aceleró, ella se separó suavemente.

- Mi señor... -susurró, bajando los ojos y fingiendo timidez. Extendió la mano derecha sobre el pecho del shulte-. Vuestro corazón late desbocado.

Imbécil. Shult es mío.

13.6.09

Blanca, bella y fría

El jardín oeste estaba situado en lo alto de la torre esquinera. En esa época del año estaba completamente cuajado de flores. Bajo la luz del sol poniente, el pequeño estanque refulgía como si fuera de oro.

Níobe había ordenado que la sirvieran vino y unos pequeños hojaldres de pistachos. Gael y Der hacían guardia junto a la puerta del jardín, ocultos entre las sombras, protegiendo sin molestar. En una de las esquinas del pequeño cenáculo, ocultas de la vista por las enredaderas, tres doncellas tañían sendos laúdes.

La joven Reina se descalzó y se llevó a los labios la copa de vino. Un cisne negro se deslizaba rompiendo la tranquilidad del agua. El Consejero Rivas era sabio, un hombre perspicaz. Podría convertirse en una molestia si le daba tiempo a ello; tendría que asegurarse de situarlo a su lado... o bajo tierra.

El Conde era otro cantar. Su orgullo era tal que le impedía ver otras cosas. Y ese infantil romanticismo renniano... Probablemente esperase encontrarse con algo parecido a una dócil y delicada doncella shulte. Níobe sonrió, la Reina de Hielo era más de lo que ese Conde podría manejar.

Sé blanca, bella y fría como la nieve, hija mía. Quienes mueren en la nieve lo hacen con una sonrisa en los labios, pero están muertos igualmente.

Dejó la copa de vino sobre la mesa; una pequeña mesita esculpida en piedra, cuyas patas asemejaban a esfinges. Los bancos de piedra en los que estaba sentada, orientados al lago, tenían más de trescientos años. Deslizó los pies descalzos sobre la fresca hierba.

Jugar con el Conde iba a ser divertido, sin duda.



La puerta del jardín se abrió. Níobe no se movió, pero escuchó difusamente la conversación susurrada entre sus guardias y el intruso. Unos pasos metálicos se acercaron.

- Señora -la voz de Gael susurró cerca de su cuello-. Vuestro... invitado -mordió la palabra- solicita que le permitáis acompañaros en vuestro solaz.

No tenía ni la más mínima gana de soportar compañía, pero la cortesía shulte exigía un cortejo determinado. Menos mal que queda vino, pensó.

- Por supuesto. Permítele pasar -dijo, girándose lo suficiente como para permitir que su aliento rozase la piel de Gael. Sintió su rabia feroz y no pudo evitar sonreír, burlona. El soldado se tragó el orgullo, detestando profundamente al shulte, pero obedeció.

El cisne negro había desaparecido de su vista.

Unos suaves pasos sobre el césped anunciaron la llegada de su visita. Ella compuso un sonrisa encantadora y se levantó para recibirle. Edaris de Shult iba vestido con las recargadas ropas de cortesano típicas de su país. Prendas caras y pesadas, con mucho ornamento. Llevaba en la mano una temprana rosa, y en la cara una sonrisa de dientes blanquísimos.

- Mi señora -saludó, inclinando la cabeza con cortesía-, sabía por mi hermano que las vistas de vuestro jardín eran magníficas. Aunque -añadió a la vez que le tendía la flor roja- no tan hermosas como la que tengo delante.

Tal vez una botella no sea suficiente, pensó fugazmente Níobe, pero mantuvo su sonrisa.

- Me aduláis, señor -dijo recogiendo la flor-. Tomad asiento -despreocupadamente señaló el banco de piedra frente a ella, en vez del lugar a su lado-. ¿Deseáis beber algo? ¿Ordeno a mis doncellas que traigan otra copa?

Como buen shulte, el Conde esperó a que la Reina se sentara primero. Cuando ella lo hizo, la imitó con un gesto elegante.

- No, muchas gracias, mi señora -negó él-. No acostumbro a beber. La verdad es que -continuó, mirándola profundamente a los ojos- deseaba disfrutar de una hermosa puesta de sol con la hermosa dama que espero vaya a significar el amanecer del resto de mi vida.

Níobe titubeó. No estaba acostumbrada a que la trataran así... era desconcertante. Quizá no del todo desagradable, incluso.
- Sois muy amable, Excelencia -se recompuso rápidamente, adoptando su frialdad habitual-. Vuestra compañía es agradable, pero no deseo que os hagáis falsas esperanzas. Es posible que os escoja a vos, cierto, pero también es posible que escoja a Su Majestad Genar.

- La esperanza nunca es falsa, mi señora. Da luz y calor en la noche más fría, y reconforta el corazón de la misma manera que esa flor -señaló el la rosa que Níobe tenía entre las manos- ha enardecido su color ante vuestra presencia.

El desconcierto de Níobe era mayúsculo, pero un carraspeo y un movimiento tras de ella la sobresaltó. Se giró, era Gael.
- Disculpad, mi señora -dijo el soldado, consciente de que había roto el encanto del momento-. Una avispa. Perdonadme -volvió a adoptar la pose marcial, pero la tensión en sus mandíbulas y la rabia en sus ojos no desapareció.
- ¿Tienes miedo de un bicho, capitán Gael? -se burló ella, mirándole con malicia.
Luego se giró, ignorándolo.
Gael estaba furioso. Pleno de ira. Pletórico de rabia. Inundado por la angustia. No podía aspirar a otra cosa que no fuera compartir las noches de su Reina, y ese shulte pretencioso iba a arrebatarle incluso eso.

Si hubiera nacido en una cuna de oro ahora podría conseguirla, tendría derecho a solicitar su mano, a poder besarla cuando le placiera, a hacer de ella la madre de sus hijos, a decirle que la amaba. Pero lo único que poseía era su espada y su valor, y eso no es suficiente para nada excepto para morir en el campo de batalla.

¿Qué tenía ese pretencioso que no tuviera él? Solo eso, solo la suerte de ser hijo de un Conde. Le odiaba. Verle tocar a su Reina le hacía bullir la sangre. Y llegaría el día en que tendría que estar presente cuando él o cualquier otro desgraciado besara esos labios que debían ser solo suyos.

Le mataría.

La joven estiró los dedos de los pies sobre el césped y se dirigó al Conde.

- Es un modo de verlo. Claro está, a lo largo de la historia hay ejemplos de pretendientes despechados que no fueron tan... estoicos como vos -le dedicó una sonrisa amable-. Muchos hombres se ofenderían si una mujer les rechazase.

- ¿Cómo puede una rosa ofenderse porque una dama la corte por amor? ¿Cómo puede un simple mortal ofenderse porque una diosa decida no fijarse en él? Pues no lo dudéis -aseguró Edaris, inclinándose y tomándola de la mano-, vos sois la hermosura hecha divinidad. No necesito sol, luna o estrellas para poder ver, pues son vuestros ojos los que me alumbran.

Coincidiendo con estas últimas palabras, el sol se deslizó bajo el horizonte. La dulce melodía de los laúdes inundaba la noche.

-Vuestras palabras son muy hermosas, señor -Níobe luchó por mantener la sonrisa en su sitio-. Disculpad si no sé muy bien como reaccionar, pero no estoy hecha a las maneras de Shult -delicadamente deslizó la mano fuera de la presa de Edaris-. Aquí, en Avernarium, los hombres son... -estuvo a punto de mirar a Gael- diferentes.

- Vos no desentonaríais en la corte de mi humilde condado ni aunque os lo propusiérais, mi hermosa señora. Los caballeros vendrían de lejos sólo para poder admiraros, y las damas no tendrían otra conversación que no fuera vuestra belleza sin par...
- Me temo que esperáis encontrar en mí algo que no hay, Excelencia, y no quisiera decepcionaros -su tono era pura miel, no así sus palabras-. Si tuviera que rodearme de mujeres que sólo supieran halagarme terminaría cortándome las venas -entornó los ojos, manteniéndole las miradas-. Yo no soy un bonito jarrón, señor. Y no sé bordar.

- Yo no busco un jarrón, mi dama -aseguró el Conde-. Busco una mujer decidida, valiente, inteligente y hermosa, y vos sobrepasáis con creces estas calificaciones. De todas maneras -añadió con un suspiro-, lo único que he encontardo decepcionante en vuestro encantador Avernarium es veros sin la compañía de auténticos caballeros que dieran hasta la última gota de su sangre por tan sólo un deseo vuestro. Si me aceptáis, tendréis un verdadero campeón a vuestro lado que se consagrará a vos de por vida.

Níobe pudo sentir la ira de Gael sin ni siquiera mirarlo. Se giró hacia él.

- ¿Ocurre algo? -le preguntó, a pesar de que el soldado no había hecho ni un solo ruido.

Peleas de lobos, pensó, divertida.

- Mi señora, no puedo tolerar semejante insulto. Que daría mi vida por vos no puede ser puesto en duda. Señor -se giró marcialmente hacia el Conde. Su voz dejaba translucir una rabia casi frenética-, si aceptáis tal vez pueda demostraros cuán equivocado estáis.

Déjame matarle. Ahora. Aquí. Déjame.Quiero verle sangrar. Quiero verle agonizar, temblar ante los estertores de la muerte.Quiero que se arrepienta de haberte mirado, que maldiga el día en que pensó que merecía respirar el mismo aire que tú. Quiero que sufra. Déjame matarle. Lentamente.
- Capitán Gael -intervino Níobe, con su voz más gélida. No podía permitirse el lujo de que el imbécil del Conde aceptase el duelo... y perdiese-. Sé que darías tu vida por mí. ¿No te basta eso?

- Yo... -él la miró como si acariciase su piel con sólo verla-. Sí, señora. Para mí es suficiente.

- Entonces, vuelve a tu puesto. Si no conoces cual es tu lugar serás relevado - ordenó fríamente. La vena pérfida de Níobe le sugirió que tal vez debía obligar a Gael a disculparse, pero se contuvo.

El Conde de Shult dirigió un breve vistazo a Gael, como quien mira a una hormiga sobre el piso.

- No quiero poner en duda el valor de vuestros guardias, mi dama -comentó, volviendo a mirar a la Reina a los ojos-. Después de todo es su obligación protegeros, pues para eso se les paga. Pero un campeón que ponga su espada y su corazón a vuestro servicio...

- Disculpad a mi capitán, Conde Edaris. Los hombres de Avernarium son muy... apasionados, se exaltan fácilmente. La lealtad del capitán Gael es incuestionable.

- La pasión sin disciplina es para hombres del vulgo, mi señora, no para caballeros.

- ¿He de deducir -preguntó, burlona- que no puedo esperar de vos espontaneidad sin disciplina en ningún aspecto de vuestra vida? ¿Ni siquiera en los aspectos más privados? -sonrió significativamente.

El shulte se sobresaltó ligeramente, aunque como buen cortesano supo esconderlo medianamente bien. Miró hacia otro lado, sorprendido por el comentario de Níobe.

- Mi señora... creo que ése es un tema para hablar entre marido y mujer, no sólo entre... conocidos -repondió, algo titubeante-. Por muy agradable que sea su compañía.

- ¿Os he escandalizado? -el tono de Níobe era todo corrección, pero en sus ojos brillaba la burla.

- No soy inmune a ello, mi Reina -contestó Edaris, sonriendo tímidamente-. Ya sabéis cómo se tratan estos... estos temas en Shult. Tal vez vos podáis... hacer algo que vaya encaminado a minimizar ese sentimiento -añadió, esperanzado.

- Desconozco por completo cómo se tratan esos asuntos en Shult -contestó ella-. Es curioso, pero en todos los libros en los que hablan sobre vuesta cultura ignoran completamente todo lo que rodea a las relaciones carnales -añadió, pensativa-. Os seré franca, Conde. Si vos compráis una espada, os aseguráis de su filo antes de tener que usarla, ¿no es así? El Rey de Alysium es un muchacho imberbe, y eso es un punto en su contra... en principio. Digamos que estoy tratando de asegurarme de que la espada que voy a comprar sea la más afilada que puedo conseguir -le dedicó una sonrisa capaz de hacer enrojecer a una madre de diez hijos-. No voy a negar que habéis sido mucho más amable conmigo que su Majestad Genar, y que su hubiera que escoger ahora, seríais muy probablemente el elegido, pero aún así... no puedo garantizaros nada.

Níobe se acercó la copa de vino a los labios.

- ¡Sandra! -llamó. La música del laud se interurmpió y entre las plantas apareció una doncella.

- ¿Señora?

- Que enciendan las antorchas del jardín. El Conde y yo cenaremos aquí, una cena ligera. Y tráeme un chal, empezará a hacer frío.

10.6.09

La cicatriz del oprobio


La oscuridad se cernía sobre el bosque septentrional, el de los siete senderos, aunque por encima de las copas de los árboles agitadas por el viento, el cielo aun mantenía una claridad declinante. El viento frío pasaba serpenteando por entre los troncos y el ramaje de las hayas y los robles y descendía agitando los ropajes del Barón Han Von Deck y su fiel Armenieta. El camino había sido largo y desmontaron al pie de una alta peña. La zíngara, mirándole con sus ojos profundos, le interrogó, y se retiró despacio para preparar lumbre y comida. El Barón inconscientemente se rozó con la yema de los dedos la cicatriz que le recorría como un relámpago parte del rostro, descendiendo hasta el cuello. Un recuerdo de sus días de cautiverio y tormento; él aguantó el martirio pero su amada no lo resistió. Quien le prendió y tendió la celada apresó como rehén a su hija y encomendó a Von Deck cometer crimen sobre una de las reinas de Avernarium si quería volverla a recuperar. La herida que le infligieron hubiera sido mortal de necesidad si no hubiera sido por la milagrosa aparición de Armenieta, la misteriosa y la hechicera. Ahora la observaba manejar el cuchillo sobre la piel de una liebre, en cuclillas, fea como una noche de tormenta, pero con un poder que le protegería y auxiliaría en caso de necesidad, él lo sabía. Tenía la certeza de que si Armenieta hubiera surgido antes de caer preso, no le habrían podido causar el daño que le hicieron y la reclusión que padeció.

Cuando la lumbre empezó a crepitar y a dorar la caza, el Barón se recostó sobre su equipo de batalla. Miró el cielo a través de las copas de los árboles cimbreantes, decenas de estrellas empezaban una danza brillante, como bolas azuladas, dejando estelas preciosas tras de sí. Pensó de nuevo en su misión… pensó en la reina Nyx… el sueño le vencía muy despacio, sin incorporarse susurro:

- Armenieta, en una ocasión observé una de las reinas por el camino del norte, con el cabello castaño al viento, cabalgaba sola, sin séquito, hermosa y arrogante… adelántate esta madrugada, monta el caballo más ligero, búscala, síguela, hazte necesaria a ella, y ven a decirme donde encontrarla. Es la llamada Nyx de las tres hermanas. No te demores…

La zíngara continuó dándole la espalda pero él supo que había comprendido sus palabras y que partiría al despuntar el alba. Él continuó pensando, recordando. Antes de que el placentero sueño se lo llevara sintió como Armenieta se arrebujaba a dormir a su lado, apretándose a él con furia, con al cabeza sobre su pecho, como siempre hacía para protegerle y darle calor.

8.6.09

La carta

Era una mañana tranquila en el castillo de Avernarium, pero Lys se sentía inquieta. Hacía varios días que la Reina Adara había partido hacia Muitung y se acercaba el momento de entregar la carta a sus hermanas.

Lys recordaba con absoluta claridad cómo Adara, tras pasar unos breves instantes transformada en Hugo, había tomado papiro y pluma para garabatear algo. Lys era analfabeta, y no sentía gran curiosidad por las letras. Salvo en ocasiones como aquella. Viendo las expresiones con las que Adara escribía la carta, deseaba fervientemente saber leer para poder averiguar lo que la Reina contaba al destinatario. Era una misiva no muy larga, a juzgar por las pocas líneas que manchaban aquel papiro. En un momento, Adara dejó la pluma a un lado, dobló el papiro, lo cerró con una cuerda y derritió un trozo de lacre azul claro para sellar la carta. Acto seguido, tomó otro papiro, escribió una carta de similar longitud y repitió la operación con lacre rojo. El sello que Adara había utilizado para improntar el lacre mostraba su escudo de armas. Era un dibujo que Lys podía pasar horas mirando, y además era el único signo que ponía a las cartas que iban dirigidas a sus hermanas.

-Lys, guarda estas cartas en un lugar seguro. Una semana después de que yo haya partido entregas ésta -dijo Adara, mientras señalaba la del lacre azul- a mi hermana Níobe y ésta otra -dijo, tendiéndole la otra- a Nyx. Es muy importante que nadie, bajo ningún concepto, se entere de la existencia de estas misivas.

-Sí, Majestad. Así lo haré.

Lys estaba segura de que ya había pasado una semana desde que Adara partiera, así que se dirigió hacia los aposentos de la Reina Nyx. No resultaba sospechoso que eligiera los aposentos de la Reina cuyos aposentos quedaban más próximos a los de su ama, pero de no haber sido así, le hubiera dado igual. Temía a Níobe y eso era algo que se traslucía en su mirada, prefería dejarla para el final.

Llamó a la puerta con delicadeza y preguntó a una de las doncellas de Nyx si podía entrar a entregar algo a la Reina, tras un momento de espera, la doncella la hizo pasar. Llevaba en la mano un papiro sellado con lacre rojo.

-La Reina Adara me ordenó entregaros esta carta cuando se cumpliera una semana de su partida hacia Muitung -alargó la carta a Nyx y, tras hacerle una reverencia a la Reina, salió de la habitación tan rápido como había entrado.

Lys se dirigió nuevamente a su escondite y tomó la otra carta. Rezando a los dioses para que estuviera de buen humor, se acercó a los aposentos de Níobe y llamó a la puerta. La operación se repitió, sólo que oyó a la Reina decir, desde dentro de la habitación, que la hicieran pasar inmediatamente.

-Majestad, con todos mis respetos, el día que su hermana la Reina Adara partió hacia Muitung me dejó ésto para usted -tendió la carta a Níobe con la mano un poco temblorosa- Me dijo que se la entregara exactamente una semana después de su partida. -Nada más entregar la carta, Lys hizo una reverencia a la Reina, y disculpándose por la interrupción salió de la habitación, no sabía leer, pero no quería arriesgarse a que la carta contuviera malas noticias y que la Reina Níobe matara a la mensajera.

La carta escrita por Adara decía lo siguiente:

Querida hermana, como bien sabes, hace una semana de mi partida a Muitung. En este momento debería estar a mitad de camino, si no has tenido noticias mías es que todo va según lo previsto. Necesito que enviéis al prisionero de la celda ciento trece, Hugo, amante de la Reina Vrila, junto con varios hombres y el capitan de mi guardia, a mi encuentro. Ordena que se queden a un día de camino al castillo y me esperen en la posada de la calle principal. Poned algo a Hugo para que no sea reconocible antes de partir. Podéis darle una poción para transformar su aspecto y enviar con Aaron el antídoto para devolver a Hugo a su forma habitual. No os preocupéis por mi edad, llevo la daga y me encargaré de no volver a la adolescencia. Y no os preocupéis por mí. En caso de que algo me sucediera, el hechizo que conjuré antes de salir del castillo os avisará inmediatamente para que podáis acudir en mi rescate. Ahora mismo deberías estar a punto de saber algo de nuestra hermana, ha recibido una misiva igual que ésta. Os echo de menos, hermanitas.


Adara.

6.6.09

La verdad

Tras el revuelo causado en Hyek por la aparición del cadáver de la joven hija de la familia Luun, de nombre Murah, Nyx decidió que era hora de visitar a Azcoy.

Llevaba bien aprendido lo que diría y se dijo que ese mismo día quedaría zanjada su relación con el joven herrero. Era un plan ideado al ritmo que habían ido aconteciendo los hechos, pero le parecía perfecto, sin negarse a sí misma ni un instante que era cruel y despiadado, más propio de su hermana Níobe que de ella. Sin embargo, el plan era en realidad, contar toda la verdad.

Ensilló a Hierro y montó sobre él. Mientras galopaba entre los árboles del bien conocido bosque hacia la pequeña casa de su amante, repasaba mentalmente la conversación que mantendría con él. Los nervios le atenazaban el estómago como unas enormes garras de hierro, el miedo iba apoderándose de su mente conforme se acercaba a la casa de piedra e intentó pensar en Adara y en su viaje para relajarse. No lo consiguió. La terrible noticia que había recibido Azcoy sobre su prometida, no iba sino a empeorar con aquel encuentro, cuando le dijera que ella misma había acabado con su vida.

Tembló al vislumbrar al herrero sentado en los escalones de piedra de su puerta y aminoró la marcha. Él al verla se puso en pie, con el rostro contraído y la cara que solía ser morena, del color del pergamino.

- Nyx - murmuró al tener a la joven delante, una vez ésta se apeó del caballo. - no sabes lo que...

- Lo sé - le cortó tajantemente la muchacha.

Él la abrazó con fiereza y comenzó a sollozar. Nyx no se movió.

- No quiero llorar por otra en tus brazos, Nyx... - dijo apartándose de repente - lo siento, pero entiende que es un golpe terrible, incluso si no fuera mi prometida... la mataron en el bosque y a ¡saber qué más cosas le hicieron! - los ojos del herrero estaban húmedos y la miraban suplicantes.

- No te preocupes por eso - dijo Nyx bajando la vista, incapaz de mantener la mirada de Azcoy. - Fue rápido y no sufrió.

Notaba las pupilas del joven clavadas en ella, pero éste no pronunció ni una palabra, Nyx continuó ante el silencio de él, levantado la mirada, intentando coger fuerzas.

- Níobe la capturó... supo lo nuestro y pensó que así me estaba ayudando - la voz comenzó a temblarle - no quise hacerle daño, Azcoy, sabes que si así fuera, lo habría hecho hace muchas lunas... pero mi hermana supo qué decir y cómo, para que dejar a Murah con vida hubiera supuesto un riesgo para asuntos secretos de la corona. - Azcoy escuchaba con la boca abierta, había dejado de llorar y comenzó a dar pasos hacia atrás hasta que se topó con los escalones de piedra donde había estado sentado. Nyx comenzó a temblar, el aplomo se esfumó y no pudo sostener su propio peso, cayendo de rodillas. Apoyó las manos en la tierra y comenzó a llorar, su plan perfecto la estaba destrozando por dentro, no volvería a ver a Azcoy, la manera en que él la estaba mirando era nueva, completamente horrorizado e incrédulo.

El silencio reinante sólo se quebraba por los sollozos de la Reina, sus lágrimas caían sobre la tierra, era incapaz de levantarse, sólo podía temblar. Nunca en su vida, había sentido esa sensación de desconsuelo, la angustia la dominaba, incluso en su mente se cruzó la pacífica idea de morir en ese instante. Quiso morir.

Azcoy se sentó de nuevo en los escalones, su mirada vidriosa se fijó en un punto en el infinito, cruzó las manos y apoyó su cabeza sobre ellas. Enfrente tenía a la mujer que más había querido, que más había jugado con sus sentimientos, por la única que había llorado y por la que siempre daría la vida. La orgullosa muchacha estaba tirada en el suelo, llorando como una niña, como jamás imaginó que una persona, y menos aún ella, pudiera llorar. Sin embago su cuerpo era incapaz de avanzar hasta ella, de abrazarla, de consolarla. En su cabeza, la extraña imagen de aquella joven acabando con la vida de su pobre prometida se le antojó una broma pesada. Sin embargo, había paz en su interior, no era sino la extraña calma y resignación de quien por fin conoce la verdad sobre una misteriosa muerte de un ser querido. La certeza de que nadie abusó de Murah, de que no existía ningún vándalo a quien buscar y matar para vengar a la joven. No había un oscuro secreto tras aquella muerte, la incertidumbre había desaparecido, dejando paso a una sensación de desprecio e incredulidad en la boca del estómago. Y no hacia Nyx. Nunca podría... todo su odio se concentró en la figura de la Reina Níobe.

De repente sintió ganas de reír, de reírse de sí mismo y de su destino, de la vida y de su cruel manera de comportarse con un simple hombre que nada tenía. Sintió ganas de reír, y amargamente lo hizo, sin darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo.

Nyx no pudo creer lo que oía y levantó la vista. Se sentó sobre sus talones y miró al hombre que amaba, lo vio reír, pero no como él solía. No había chispa en sus ojos, ni alegría en su rostro. Su expresión daba, realmente, mucho miedo. Temió en ese instante que se estuviera volviendo loco, aquello no podía estar pasando. Esperaba cualquier reacción, podría con cualqueir cosa, pero no con aquello.

- Azcoy... - dijo Nyx limpiándose el rostro, sin dejar de sollozar, confusa y angustiada.

- ¿Sabes qué? - dijo el herrero mirándola de nuevo, con una extraña sonrisa, la sonrisa más triste que Nyx había visto en su vida - no puedo odiarte, Nyx. ¿Y sabes lo que es peor? - sus ojos relampaguearon ahora, con una expresión de desprecio que casi se podría tocar - que ni siquiera me consuela acabar con la vida de tu hermana, porque sé que eso te haría daño.

Nyx abrió los ojos tanto como pudo, ¿cómo podía seguir queriéndola después de todo? ¿cómo se extinguía la llama de Azcoy? Y la suya, ¿cuándo se extinguiría la suya?

- Pero no puedo mirarte sin imaginar cómo pudiste matar a Murah, de qué manera ella te suplicaría que no lo hicieras, cómo ignoraste el daño que esto me causaría y aún así siguieras adelante... - dejó de mirarla, verla le hacía daño en lo más profundo de su ser - sabes que hubiera anulado el casamiento con sólo habérmelo pedido, y sabes por qué... sabes que yo te amo, Nyx. Y, aunque me pese, siempre lo haré.

Nyx intentó acercarse a Azcoy, necesitaba sentir su abrazo, sentir que la perdonaba... todos sus planes de alejarse de él, de hacer que la odiara, de no verlo jamás, se fueron al traste y sólo pensaba en quedarse a su lado para siempre. Al infierno la conquista, sus hermanas, la corona, ¡todo! Al diablo con todo y con todos, huiría con él. Esa idea la hizo tomar fuerzas y anduvo hasta su amante, arrodillándose frente a él.

- Perdóname, amor, por favor te lo ruego... huyamos de aquí, Azcoy - le dijo suplicante - ahora, para siempre. No puedo engañarme más; te amo. Eso no va a cambiar, no puedo cambiarlo por más que lo he intentado. Ahora ni siquiera quiero cambiarlo, quiero que huyamos juntos, como siempre has querido.

Azcoy miró la pálida tez de Nyx, sus ojos almendrados y creyó lo que la joven le decía. En su interior siempre lo había sabido, Nyx lo amaba. A su manera, pero lo hacía. Lo que nunca imaginó, fue aquel final.

Acarició el perfecto óvalo de la cara que tenía delante, suave y delicado. Y sin ira, sin rastro siquiera de rencor alguno, dijo lentamente:

- Lo siento, amor mío. El viaje que me espera, lo voy a hacer solo. Y créeme... no volveré a Avernarium jamás. Ésta será la última vez que me veas.

La Sala de Mapas


Nyx estaba sentada como siempre a la mesa de la inmensa cocina del castillo, frente a la misma ventana que le proporcionaba brisa fresca cada mañana. Comiendo una hogaza de pan caliente untada con confitura de arándanos. Myra la miraba sin embargo con preocupación.

- Mi da... Nyx- se corrigió Myra - ¿hay algo que te preocupa, cierto? - dijo dulcemente la anciana.


- Ehm..- Nyx la miró con el ceño fruncido.- Myra... Han sido unos días... raros... que mejor olvidar - y frunció el ceño mientras seguía comiendo.


En ese instante, Florea entró en la cocina y se puso junto a Nyx, esperando que ésta le prestara atención. Nyx la miró y Florea tomó esta mirada como que era su turno para expresarse, así que le explicó con señas que Níobe la esperaba y que la siguiera. Nyx no dijo nada, se levantó y la siguió.


Mientras iba tras Florea, contempló despreocupada los pasillos alfombrados y las balaustradas de madera de nogal que adornaban las escaleras y los pasillos, y hacían de parapeto. Cuando Florea cruzó el ala este y salió al patio, Nyx supo a dónde la conducía. En unos minutos, ya habían cruzado el castillo y se dirigían hacia la torre esquinera. Nyx tocó el hombro de Florea y le dijo que ya podía marcharse, que ella haría el poco trecho que restaba sola. Y así lo hizo.


La Sala de Mapas era uno de los lugares preferidos de Níobe. No excesivamente grande, cada centímetro de pared estaba tapizado de mapas y planos artesanales fabricados con mimo por los mejores artesanos de Avernarium.
El centro de la sala estaba presidido por una inmensa mesa de piedra negra, en cuya superficie se había tallado un mapa a escala del continente. Actualmente Níobe mantenía la mesa poblada de pequeñas figuritas de metal que representaban los ejércitos propios y enemigos. Pequeñas maquetas con minúsculas banderas lacadas ocupaban el sitio de ciudades; la presencia de nobles importantes estaba representada mediante diminutas tallas de sus escudos de armas.
Una lámpara sencilla, de hierro, poblada de velas, iluminaba la sala con un resplandor mortecino.

Níobe observaba la mesa, perdidos sus pensamientos. Tamborileaba con las uñas en la copa de vino, rítmicamente. Términi ocupaba sus sueños. Con semejante granero a sus disposición, se aseguraría el suministro de sus tropas durante toda la guerra. Sonrió. Una guerra que sería conocida por la Historia como la más ambiciosa conquista jamás iniciada.


La puerta de roble se abrió con un chirrido. Níobe no se giró.


- Buenas tardes, querida.


Nyx estaba en la puerta, observando a su hermana, mientras mordía un trozo de su hogaza.

- Hola - dijo con voz queda Nyx, que aún recordaba con rabia la artimaña de su hermana en las mazmorras, para que acabara con Murah.
- ¿Estás mejor? - Níobe sirvió otra copa de vino-. Sé que lo de esa campesina ha sido... desagradable, pero si se ha hecho es por necesidad. Pasa -la miró y enarcó una ceja-. ¡Tu pelo! ¿Has hecho que te vuelva a crecer? Jamás pensé que te vería utilizar la magia para semejante nadería...
- Precisamente, hermana. Ya sabes que los asuntos importantes los encaro por mí misma - dijo con malicia, reprochándole su uso continuado con la magia.

- Te ha venido bien -esbozó una sonrisa burlona-. Empezabas a tener arrugas en la boca -sonrió, lo más parecido a la jovialidad de lo que era capaz.

Obviamente era imposible que con un hechizo tan nimio la tara de la familia De Avernarium tuviera algún efecto, pero Níobe se sentía de suficiente buen humor como para improvisar esa pequeña broma sobre su hermana.

Nyx frunció los labios, intentando no sonreír.

-Observa -Níobe señaló la efigie de la Reina de Términi-. Esa encantadora arpía aportó a su matrimonio una dote muy interesante: un tercio del ejército de Términi. Seguramente se pondrían de su parte en una guerra civil. Además -otra pequeña figura- este caballero, el General Sigmund, comienza a estar muy viejo... y frecuenta demasiado la compañía de rameras y putas. Podría pasarle algo, y Términi perdería al estratega más capaz del que disponen.


Nyx miró la maqueta mientras masticaba el último bocado, lamentándose por no haber traído más. Luego miró a su hermana y preguntó:

- ¿Vas a mandar a alguien a que mate a Sigmund? - sonrió irónicamente - mientras ése fornica, veinte hombres guardan las puertas del burdel armados hasta los dientes. Estoy segura... - Nyx volvió la vista a la figurita que su hermana le había señalado y frunció el ceño. - A no ser... que lo matemos desde dentro...
- Exacto, querida. A las puertas hay una guardia. Dentro de la habitación sólo habrá una inofensiva meretriz- Níobe esbozó un gesto y señaló una mesa, en la cual un paño blanco tapaba algo aproximadamente redondo-. Mandé traer eso para ti.
- Y esa meretriz... - dijo yendo hacia la mesa, adivinando lo que había bajo el paño - ¿ya está comprada e instruida? ¿Se puede confiar en ella? ¿Quién es? - levantó el paño blanco suavemente y descubrió una pequeña cesta de pan aún templado. Miró a su hermana por el rabillo del ojo y sonrió.

- Pensaba que tu secretario podría encargase de encontrar a alguien apropiado. Seguro que es capaz de reconocer a la más óptima, y de conseguir que el General la escoja a ella -saboreó el vino lentamente-. Nos vendría bien que el General desapareciera antes de iniciar las hostilidades. Permitir que comiencen las peleas internas por el puesto de General Mayor... favorecer el desorden. Esas pequeñas ratas nobles conspirarán para poner bajo la banda de General Mayor a quienes más les convenga, y estarán tan preocupados por mejorar sus patéticas posiciones en la corte que no se percatarán de los peligros importantes. Cuando la corte de Términi esté en pleno revuelo, deberíamos ser capaces de desencadenar una guerra civil. Y cuando la guerra esté en su punto más sangriento, les pasaremos por encima como si fueran de cristal. Tal vez, si tenemos suerte, el rey intentará conseguir la ayuda de sus parientes, la familia real de Namarnaun. Podríamos... -sonrió-. Podríamos intentar matar varios pájaros de un tiro. Si los Reinos de Namarnaum y Ee se implican en esa guerra civil, estarían mucho menos capacitados para resistirnos cuando llegue el momento de pasarles por encima. Nyx miró a su hermana pensativa. Se paseó por la sala mirando los mapas de dichos países y se paró junto a Níobe.
- Eso es apuntar muy alto, hermana - dijo torciendo el gesto - yo me conformaría con que lo del general saliera bien, y entonces seguir ideando cómo llevar a cabo el resto... me parece una empresa imposible lograr esos dos pájaros con un sólo tiro... pero ojalá lleves razón.- y se llevó a la boca otro trozo de hogaza, tranquilamente. Luego añadió; Quiero deshacerme de Evahl una temporada. Después del incendio y la misteriosa desaparición de su.. oreja... -reprimió una sonrisa irónica- deberíamos hacerlo recapacitar ordenándole algo... lejos de aquí .

Níobe soltó una carcajada. El sentido del humor de Nyx podía ser muy perverso. Procuró centrarse, sin embargo:

- Apuntar muy alto... -repitió las palabras de su hermana- ¿No te parece apuntar muy alto ansiar los dominios de todo el Putomundo? -sonrió de nuevo-. Saldrá bien. Y si no... se le dará un empujoncito. Por lo pronto, necesitamos que Puñal se encargue de la meretriz. Que recapacite mientras es útil a la Corona. E... ir implantando el germen de la guerra civil nos vendría bien. Necesitamos un desencadenante.

- Confío en ti... y en tus empujoncitos- dijo con malicia. Nyx se desplomó sobre un sillón, siempre se sentaba de la misma forma, como si aún pudiera comportarse como una adolescente. Puso los pies en alto, apoyados en una pequeña banqueta forrada de terciopelo y suspiró.

-Nyx querida -dijo Níobe- supongo que el cadáver de la campesina esa seguirá pudriéndose en las mazmorras, ¿vas a hacer algo con él? A este paseo van a terminar apestando hasta las almenas.

Nyx se revolvió en el sillón, incómoda.

- Oh, por todos los dioses del Putocielo - dijo mirando al techo - ¿no podría, simplemente, desaparecer? Empieza a sobrepasarme este asunto. Diré a mi guardia que lo abandone en mitad del bosque de Hyek... que el pueblo crea que ha sido un bandido.

Nyx se quedó pensando un momento. Azcoy se enteraría por fin, quizás estuviera ya buscándola por el pueblo... Sintió una punzada de culpabilidad que la dejo abatida. "Pero así es mejor. Así, Azcoy será el que no quiera verme. Es perfecto" se dijo.

4.6.09

La adivina Assurda


Había pasado tanto tiempo, que ya ni siquiera recordaba su verdadero nombre…cuando vivía en las rosadas tierras de Rossum no era aún conocida como Assurda.

Su niñez había transcurrido entre tules y flores, sin más preocupación por su parte que tratar de contener esos momentos (que tanto asustaban a su madre) en los que su cabeza dejaba de pertenecerle y campaba a sus anchas sin respetar la continuidad lineal del tiempo.


Cuando su mente “volaba”, como Assurda siempre lo había llamado, no existía para ella nada más que las imágenes proyectadas en su cabeza…imágenes del presente, del pasado que nadie quería contarle y del futuro que era incierto para todos.

Por desgracia para Assurda, sus “vuelos” no siempre eran reales, por lo que en numerosas ocasiones ya había causado el revuelo familiar al predecir bienes o desgracias que no se habían materializado todavía…y que asustaban aún más a su frágil madre, Reinslers.

Reinslers, en su lecho de muerte, siendo Assurda aún muy joven, le confesó que provenían de una larga estirpe de adivinas, las Decohone, que al ir mezclando su sangre con varones mortales, habían perdido fuerza en el arte adivinatorio…de hecho, su madre no poseía el don y lamentaba profundamente que dicho don (que tanta desgracia había traído a sus antepasadas) hubiese renacido en su única hija.

Al morir su madre, Assurda decidió abandonar Rossum para nunca más volver, dedicaría su vida al estudio de las artes adivinatorias, alejándose de los placeres terrenales y de la compañía de los hombres.

Desde entonces habían pasado muchos inviernos, Assurda ya no era joven, nunca fue bella, su aspecto era de lo más corriente, lo único que destacaba en ella era una espesa mata de cabello rojizo.

Vivía recluida en una casita en un recóndito claro del bosque más oscuro de Putomundo, una casita del color de las rosadas tierras de su añorada Rossum...


Níobe descabalgó junto a la cabaña del color de las rosas rosas. La luna en el cielo brillaba... escuchó en la noche. Le había parecido oír algún ruido en el camino que unía la laguna con la cabaña de la adivina...sentirse observada. Aguzó el oído.
No, no era nada.

Sacó el presente de un zurrón fijado a las riendas de desgarro. Una hermosa y perfecta esfera de cristal de roca de Sia. Cualquier Vidente daría las manos por poseer una.
Llamó a la puerta.

1.6.09

Edaris de Shult


Exactamente veinticinco días después de la partida de Briye de Shult, treinta y tres hombres entraron en el Castillo de Avernarium. Treinta iban acorazados en armaduras tan impecables que reflejaban el sol de la mañana como si fueran espejos. Los otros tres vestían armaduras ceremoniales: Briye de Shult -el hermano menor del Conde-, Rivas de Shult -la cabeza del Consejo del Condado-, y Edaris de Shult, el Conde.
En el patio de armas esperaba la guardia personal de la reina Níobe, uniformados de gala. Sus armaduras negras contrastaban de modo siniestro con las relucientes corazas de los shultes. Los oscuros pendones con el escudo de Avernarium ondeaban bajo la suave brisa. El capitán Gael y el teniente Der escoltaban a Níobe con gesto impasible.

La Reina había puesto especial cuidado en la primera impresión de Edaris. Todo el patio de armas había sido barrido y limpiado hasta la saciedad, y su guardia personal estaba, a falta de una palabra mejor, impecable. Doce pajes aguardaban, cautelosos, a que se les diera la orden de escoltar a los visitantes a sus aposentos, los cuales estaban situados hacia unas vistas magníficas. La tardía comida -era pasada más de la media tarde- estaba siendo ya servida, una infinidad de delicadezas gastronómicas regadas con los caldos más delicados.
Incluso se había tomado la molestia de esperar que Nyx accediera a aparecer en la recepción. Había mandado confeccionar un hermoso vestido púrpura para ella, vestido que ahora mismo estaría muriéndose de risa en su dormitorio. Su propia ropa, de un blanco inmaculado, había sido escogida especialmente para la ocasión. En el cuello llevaba la gargantilla de rubíes regalo del Conde, y se había hecho recoger el cabello en un velo, a la manera de las mujeres de Shult.

Los recién llegados descabalgaron con un sonido metálico. La guardia de Shult formó casi automáticamente, escoltando a sus tres señores. Níobe les observó con curiosidad.
Rivas de Shult era un anciano. Su cabello escaso y cano acentuaba más aún su aspecto envejecido. En la túnica verde, sobre el pecho, llevaba bordado el escudo de su patria. En las manos portaba un cofre de madera tallada. Avanzó el primero hasta llegar frente a la reina Níobe.
- Majestad -dijo con voz cascada, haciendo una leve reverencia-. Mi nombre es Rivas de Shult, y he sido escogido por el Consejo para representarles. Es un honor poder contemplaros al fin -por muy anciano que fuese un shulte, llevaban la galantería en la sangre-, vuestros ojos son tan hermosos como el joven Briye prometió.
- El placer es mío, Consejero -contestó Níobe, complaciente, y le devolvió la reverencia-. Espero que el viaje no se os haya hecho excesivamente pesado. Los pasos de las montañas pueden ser terribles -añadió amablemente-. ¿Deseáis que mande que os traigan un asiento, señor?
- No será necesario -el hombre negó con la cabeza, obviamente complacido por la preocupación que Níobe fingía-. Aunque soy muy anciano aún puedo cabalgar unas cuantas leguas -carraspeó-. En todo caso, acudo aquí como escolta de mi señor como manda la tradición de mi tierra. Os traigo, señora, un presente del pueblo de Shult -le ofreció el cofrecillo.
Uno de los pajes se adelantó, eficiente, y recogió el cofre de manos del anciano para acercarlo a la Reina.
- Asimismo -Rivas no esperó a que ella abriera el regalo- es mi deber presentaros al Conde Edaris de Shult, a quien los dioses quieran que tengáis a bien concederle vuestra mano.
El Conde avanzó hacia Níobe, y ella pudo verle bien por primera vez. Era un hombre hermoso, sin duda, aunque carecía del atractivo animal de Gael. Como casi todos los shultes, Edaris era rubio, de un rubio tan claro que bajo un sol muy intenso su cabello parecía blanco. Níobe pensó vagamente en Gael desnudo, en su cabello negro y en sus ojos azabache, estremecedoramente oscuros como dos abismos sin fondo. Los ojos de Edaris eran sorprendentemente verdes, de un verde extraño y luminoso, llamativo. Se acercó a ella acompañado por el tintinear de su armadura ceremonial -las placas de metal estaban tan cuajadas de arabescos en oro que apenas se veía el acero- e hizo una reverencia a todas luces perfecta.
- Majestad, cuando mi bienamado hermano regresó con vuestra invitación apenas podía creer mi suerte. La fortuna hubo de sonreírme cuando nací, pues de otro modo me resulta imposible creer que estuviera destinado a compartir el mismo sol que vos hoy. Permitidme besar vuestra mano y seré plenamente dichoso.
Níobe apenas dedicó una mirada de refilón a Gael, pero fue suficiente para ver su gesto desabrido. Estaba rojo de ira, las mandíbulas tensas y los músculos agarrotados. Dispuesta a aprovechar la situación para ganarse a Edaris y para enseñarle modales al capitán, sonrió tímidamente - Si Nyx estuviera aquí, al menos alguien apreciaría mi interpretación, pensó- y extendió hacia él una mano larga de dedos finos, en cuyo anular destacaba el sello real de Avernarium.
- Señor, bienvenido a mi hogar. Espero que vuestra estancia aquí os sea grata.
- Si cuento con vuestra compañía, sin duda lo será - Edaris besó suavemente el dorso de su mano-. Realmente el Consejero Rivas ha dicho la verdad: con la luz de vuestra mirada podría iluminarse la vida de un hombre hasta el fin de sus días.
Ella imaginó el gesto de Gael y tuvo que contenerse para no sonreír, burlona. Si se giraba y le miraba, le encontraría apretando los dientes, comido por la rabia y la impotencia.
Nyx, te estás perdiendo lo más divertido de la visita.
- Mi dama, ruego abráis el presente que os manda mi pueblo, el cual está deseoso de que decidáis formar parte de él.
Los apicultores de Shult eran famosos por la extraordinaria dulzura de sus mieles, un frasco de pura miel de allí podía costar el triple que cualquier otra. Dentro de la hermosa caja de madera tallada había un panal, sí, pero labrado en oro y tachonado de rubíes allí donde deberían estar las celdillas. Una carísima pieza de orfebrería.
- Sin duda el pueblo de Shult es generoso -sonrió Níobe-. Y sus artesanos hábiles -entregó la caja al paje-. Este hermoso presente alegra mi corazón. Quieran los dioses que pueda corresponder al pueblo de Shult como se merece.
Nyx salió al patio, intentando no hacerlo corriendo como solía. Vestía un elegante vestido de seda salvaje púrpura con encajes beige en puños y escote. En el cuello lucía una extraña pero excepcional gema del mismo tono del vestido, a juego con unos minúsculos pendientes en forma de óvalos, que adornaban delicadamente los pálidos lóbulos de sus orejas. En su pelo, las doncellas habían conseguido hacer una verdadera obra de arte a la hora de diseñar un hermoso recogido, tocado con velos de encaje del mismo tono que los puños y el escote del vestido. La joven Reina sonrió dulcemente a los presentes y se acercó hasta ellos. Sus ojos mostraron candidez mientras se disculpaba:
- Oh, señores míos... - dijo pensando que el vestido le apretaba, y deseando que todo aquello acabara pronto para deshacerse de él - disculpen mi tardanza, se lo ruego. Tenía asuntos que requerían mi presencia, ruego sepan perdonarme -
Níobe la dedicó una breve mirada.
- Entremos, señores -pidió a los recién llegados, y de dos zancadas se plantó al lado de su hermana y la cogió del brazo, sin dejar de sonreír.- ¿Dónde estabas? -susurró en un reproche- Te dije que vendrían hoy.
- Me quedé dormida junto al lago mientras leía, hermana. - dijo Nyx en un susurro - ¿Me he perdido algo emocionante? - ironizó.
- Si te gustan las peleas de lobos, sí. Tendrías que ver la cara de Gael -sus voces eran un murmullo acallado por el sonido de las armaduras y de las conversaciones de sus invitados.
- Por favor... - Nyx puso los ojos en blanco - ¿y qué me dices de estos pobres pececillos? - preguntó entre dientes.
- ¿Pobres pececillos? ¿A qué te refieres? El Conde es un hombre versado en política.
Nyx dejó escapar una risa traviesa y miró hacia los hombres que caminaban dignamente delante de ellas.
- Son unos pobres incautos que no saben donde se meten - miró a su hermana - me encanta cuando finges ingenuidad, hermana...
- Por favor, querida -Níobe habló con toda seriedad, sólo una chispa de burla en su mirada-, probablemente estás hablando de mi futuro marido.
Mientras las reinas caminaban presurosas susurrándose confidencias, el Consejero hacía lo propio con el Conde.
- Sé que os disgusta, hijo, pero ya hemos hablado de ello. Incluso aceptar el lugar del rey consorte de un tercio de este país os convertiría en el hombre más rico y poderoso de Putomundo y eso es beneficioso para vuestro pueblo.
- Me niego a estar por debajo de mi esposa -masculló Edaris-. Si ella es mi duquesa con todos los derechos, justo es lo recíproco.
- ¿Preferís acaso ser esposo con todos los derechos de un reino infinitamente más pobre? Vuestro orgullo tal vez. Vuestro pueblo no -añadió el anciano, severamente.
- Ya tolero basantes excentricidades aceptando esa cláusula del regalo de bodas -Edaris suspiró-. No voy a negar que es adorable y deliciosamente romántico, pero aún así...
- La joven Reina ha estudiado nuestra historia con cuidado. Conoce las debilidades de nuestro pueblo, ¿no negaréis vos que demasiadas de nuestras duquesas fueron viudas antes de tiempo? Es normal que se preocupe por vuestro bienestar. Ella no es shulte, y si ha de elegir entre vuestra vida y vuestro honor, comprendo que desee lo primero.
- Mi padre decía -comentó Edaris-, que las mujeres no entienden de honor. Si en efecto tenía razón, éste es un claro ejemplo.
- Por supuesto, mi señor -asintió el consejero-. Vuestro padre, que siempre descanse en la Luz, era un hombre muy perspicaz.
Caminaban despacio, distanciándose ligeramente de las Reinas, pero sin que ello significase una falta al decoro y el protocolo.
- Estoy dispuesto a aceptar que una mujer -dijo el Conde-, ponga delante de su honor el romanticismo, pero no voy a aceptar que haga lo propio con el mío.
- Mi señor, reconsiderad vuestra opinión, los erenianos...
- Sí, ya lo sé -siseó el noble, cortando el comentario de su consejero con un ademán de la mano-. Esos bastardos siguen desplazando tropas por la margen izquierda del río Ghat.
- Eso se podría considerar una provocación, Excelencia.
- Sí, sí... -Edaris suspiró-. Mi honor o mi pueblo. Difícil disquisición.
- Vuestro padre -cuchicheó el consejero Rivas- lo habría tenido muy claro: el bien del pueblo debe prevalecer sobre el del individuo, aunque éste sea el Conde de Shult.
- Tienes razón, mi buen Rivas -asintió-. Aconsejaste bien a mi padre, y lo mismo a mí.
- Me honráis, joven Edaris -contestó el consejero, inclinando la cabeza-. Aunque yo sólo velo por el bien de Shult.
- Que es lo primero, sí. Gracias, amigo mío -le felicitó el Conde con una sonora palmada en la espalda.
- De nada mi señor. Entonces, ¿accederéis...?
- Sí, Rivas. Shult me necesita en esta hora aciaga.