27.5.09

Encuesta: Alguien apesta a traidor y yo no he sido

Estáis llenos de malos sentimientos. Seguramente por eso me gustáis. En todas las encuestas anteriores me habéis escogido las peores respuestas, no comprendo como todavía espero algo bueno de vosotros.



¿Esperabais que os desvelara quiénes han acertado? Ja, pues no.

26.5.09

El presente

Las ventanas necesitaban un repaso, eso estaba claro. La acumulación de suciedad impedía ver el hermoso rostro de la luna llena. Se reprendió con severidad por su olvido, pues hacía al menos dos días que no las limpiaba. La señora no había dicho nada sobre ello, pero la doncella estaba segura de que lo había notado. Con su natural magnificencia lo había pasado por alto y no la había castigado por tamaño descuido. Así que Florea resolvió que debía corregirlo antes de que la Reina Níobe decidiera hacérselo notar. Con su limpio paño y un balde de agua jabonosa, comenzó a fregar todas y cada una de las ventanas. Al terminar, la luz de la luna entraba sin impedimentos y competía con la llama de los candelabros por iluminar la magnífica habitación de la señora. Estaban tan limpios que incluso permitían ver con nitidez cada una de las plumas del cuervo aquél que estaba posado en el balcón de enfrente.

Metió el paño sucio en el cinturón del delantal y cogió el balde, muy contenta de sí misma. Tanto, que comenzó a tararear mentalmente una de las tonadas que el teniente Der solía tocar con su laúd. Entonces se fijó en el espejo que colgaba de una de las paredes. Era sencillo, sin trabajadas molduras o bellos relieves, y no era nada apropiado para la suntuosidad de las habitaciones privadas de la Reina. Aún así también habría que limpiarlo. Se acercó a él, dejando de nuevo el balde en el suelo, y comenzó a frotar con dedicación. Era un espejo bonito, no obstante. Sobre todo debido a la forma en que reflejaba su cara, maquillada como la de la Reina y con el cabello cepillado y lustroso. Se tocó la cara, casi con timidez. Su reflejo la imitó, llevando los dedos sobre la mejilla, la nariz, los ojos. Unos ojos que no eran los de una sirvienta, sino los de una bella dama de la Corte. Un pensamiento la vino de repente a la cabeza: ¡qué hermosa estaba la Dama Florea! Imponente y bella, como la Reina Níobe...

El paño cayó dentro del balde, salpicándola levemente. Florea se dio cuenta y bajó la vista a recogerlo. Cuando la volvió a levantar el maravilloso reflejo se había ido, mostrando de nuevo a la discreta y sencilla sirvienta.

Muy extraño, se dijo. Pero no importaba. El espejo estaba limpio y reluciente, como debía ser. Tal vez hubiera sido un truco de la luz. Así que se encogió de hombros, recogió sus cosas y salió de la habitación.









Desgarro era una hermosa yegua completamente negra. Era famosa en los establos del castillo por dos razones: su legendaria velocidad y su no menos legendario mal humor. Cuando comenzaron su adiestramiento, hacía ya años, le arrancó un dedo al jefe de establos; actualmente sólo toleraba a tres caballerizos de todos los que servían en las cuadras. A lo largo de los años había matado a coces a seis mozos de cuadras; extrañamente era dócil como una niña cuando Níobe la montaba.

Salió a medianoche, vestida de ropas tan oscuras como el color de su montura. La veloz yegua relinchó y se puso de manos graciosamente, y con un solo roce de su amazona supo exactamente a qué velocidad tenía que ir. Más rauda que el viento.
Se sentía tranquila. Había sido una tarde productiva, los informes de sus espías y sus propias deducciones le permitían calcular movimientos de tropas con bastante exactitud. Por ahora, de los siete Reinos que rodeaban Avernarium, sólo uno estaba empezando a sospechar que las Tres Reinas tenían más tropas de las que parecía. Términi continuaba tan despreocupadamente como siempre, una existencia feliz e idílica que pronto terminaría.

Níobe permitió que Desgarro escogiera la ruta.
La yegua trotó lejos de toda zona civilizada. Si el capitán Gael se enterase de que su Reina había salido a la inmensa soledad del campo sin su protección, le daría un pasmo. Pero Níobe necesitaba un respiro. Llevar de continuo una docena de hombres armados que vigilan los más mínimos movimientos de quienes la rodeaban terminada por ser agotador. Necesitaba intimidad.



La laguna era un hermoso espejo que reflejaba la luna. Estaba rodeada por piedras blancas, desgastadas por siglos de uso. Casi todos los lugareños evitaban el lugar.
Níobe refrenó a Desgarro y la ató a las ramas de un endrino. Avanzó con cuidado hasta el borde del agua, arodillándose sobre una roca. Hundió las manos en el líquido elemento y abrió su mente a la noche...

Pendones al viento. Trompetas. Fanfarrias. Espadas y sangre, mucha sangre. Voces de hombre aullando.
Luz. Tanta que hasta los ojos duelen.
El toque de la podredumbre sobre una armadura negra. La venganza de quienes no pertenecen al mundo.
Juventud en oleadas.
El llanto de un niño.
La traición.
Doce almas que no verán otro amanecer.

Níobe abrió los ojos, casi se ahogaba. La adivinación nunca se le había dado particularmente bien. El futuro le deparaba algo importante, algo que debía conocer... y si bien ella no era muy ducha en ese arte, sabía donde encontrar a alguien que sí lo era.


Las artes de la adivinación son peligrosas e inexactas, es fácil perder la cordura husmeando entre las sombras del futuro. Juegan con lo que muestran y lo que parecen mostrar, y confunden a los lectores con equívocos y dobles sentidos. Níobe nunca se había fiado mucho de la Visión, pero cualquier indicio interesante que pudiera obtener sería útil.

Necesitaba conseguir un presente digno para la Vidente. Algo valioso por su rareza.
Metió los pies en el lago, se dejó caer sobre la hierba fresca y permitió que su mente vagara...

24.5.09

El lago de nenúfares

Nyx se sentó a la orilla del lago del majestuoso castillo. Se descalzó y metió sus pequeños pies en el agua fría, despacio. Se subió la falda del vestido hasta los muslos y miró ensimismada las ondas que producía con el movimiento tranquilo de sus piernas.

Pensó en Adara y en su viaje a Mutuing. En lo arriesgado del plan, y en la magia que había utilizado. Pensó en el precio que su hermana tendría que pagar por ello y sintió un escalofrío. Esperaba ansiosa que todo saliera bien.

A Nyx nunca le apasionó la idea de que su familia tuviera dones, al igual que no le gustaba que nadie más los poseyera. Le daba pavor. Sólo una vez había hecho uso de la magia, hacía mucho años. Y a lo largo de su vida, al recordar ese momento, se aseguraba que jamás lo repetiría.





Ella apenas contaba con ocho años y paseaba con su madre alrededor de ese mismo lago, el calor era tan intenso que las pequeñas sombrillas que portaban, no le servían de ningún consuelo. Pero reían mucho... no recordaba porqué, su madre la hacía reír a menudo. Tenía el mismo pelo que Nyx, -al menos el mismo que hacía unos días, antes de que el fuego acabara con él-.

Recordaba cómo Miral, Reina de Avernarium, meneaba aquella cabellera con gracia y desparpajo. Cómo se trenzaba pequeños mechones mientras miraba al vacío, pensativa. Al igual que ella lo hacía ahora. Era una melena castaña, brillante y ondulada. Le llegaba a la mitad de la espalda, y jamás la peinaba, siempre tuvo un toque salvaje.


Nyx la miraba embelesada mientras la escuchaba hablar. De repente, se giró hacia ella y le pidió que se sentaran juntas a la orilla del lago.

- Nyx - dijo su madre - un día yo no estaré. Y hay cosas que debo ir enseñándote, antes de que eso pase.

- ¿No estarás, mami? - dijo Nyx, sentándose junto a ella, esperando una explicación con la mirada.

- No. Me iré para siempre, como se fueron los abuelos. - su madre la miró con cariño - pero para eso falta mucho. - Sonrió, dejando ver sus paletas separadas y mostrando unos profundos hoyuelos en sus mejillas. Nyx siempre se acordaba de su madre al verse esos mismos hoyuelos en el espejo.

- Ya... comprendo - dijo pensativa Nyx, volviendo la vista hacia el agua. Sus abuelos se fueron juntos un día, a un lugar lejano y jamás volvieron. Ella se prometió en ese instante, que si su madre se iba a aquél lugar, no importaba cuán lejos estuviera, ella iría a visitarla.

- Hay cosas que nuestra familia puede hacer - dijo Miral, sacando a su hija de sus pensamientos... buscó las palabras con cautela - un don, por llamarlo de alguna manera. Podemos hacer cosas que la mayoría de las personas, no pueden. - la mirada intensa de la Reina tenía un brillo especial esa mañana.

- ¡Lo sé! - dijo Nyx recuperando la sonrisa al instante - podemos mandar a la gente que nos pague dineritos - dijo frotándose las yemas de los dedos, con picardía - ... y...y también podemos decir a los soldados: "Córtenle la cabeza a ese campesino isunreto" - exclamó.

Su madre soltó una carcajada. Y luego la abrazó.

- Se dice "insurrecto", pequeña. - le acarició la mejilla y dijo - no me refiero a ese tipo de cosas, Nyx. Sino a otras más especiales y complicadas.


Nyx estaba perpleja. No podía contener su curiosidad.


Vio cómo su madre sacaba lentamente de su corsé, un pequeñísimo frasco de cristal, que contenía un líquido púrpura. Nyx lo miró extasiada, ¿qué era aquella sustancia? ¿Era secreta? ¿Era perfume?

Su madre abrió el delicado frasco con cuidado y lo acercó a la boca de Nyx.

- Bebe. - dijo sin más.

Nyx la miró fijamente un segundo y bebió un poco de aquel líquido. Estaba amargo y era un sabor completamente nuevo para ella, pero no le desagradó. Tragó, sin dejar de mirar a su madre, que ahora la contemplaba seria.

Ahora quítate el vestido, hoy voy a dejar que te bañes en el lago sola, sin nadie a tu lado para vigilarte.

- ¡Mami! - exclamó sin creer su suerte... pero mientras se deshacía del sencillo vestido y lo dejaba junto a la sombrilla, se volvió, de repente extrañada - ¿y si me ahogo, mami? ¡no sé nadar!

Su madre la observó, sonriendo divertida. Nyx la miraba intrigada, con los pies ya en el agua y las pequeñas enaguas blancas como única vestimenta. Los pálidos brazos le colgaban a los costados. Tenía los ojos muy abiertos, esperando una explicación.

- No pasará nada - dijo su madre haciéndole gestos con las manos para que se adentrara más en el lago. -... y tráeme algo bonito del fondo.


Nyx comenzó a andar, mirando hacia atrás cada dos pasos. La mirada de la Reina le daba confianza, y el agua fresca le aliviaba el calor sofocante. Siguió andando, sintiendo los guijarros bajo sus pies, buscando con la mirada algo que brillara, algo bonito para llevarle a su madre. De repente algo llamó su atención, tomó aire y se sumergió. La luz del sol iluminaba el fondo extraordinariamente, movió los brazos para mantenerse abajo, mientras observaba pececillos naranjas y negros alejándose de ella y cantos rodados de todos los colores posados en el fondo. Estaba fascinada con lo que veía. Movió las piernas con torpeza, intentando avanzar bajo el agua, para ver más allá. Había algunas piedras que proyectaban reflejos dorados y plateados y llegó a ellas, lentamente. Sus pies aleteaban y sus manos cogían ávidamente cada piedrecita dorada y plateada, pero no le cabían muchas en las manos.

La luz del sol dejaba ahora sombras y Nyx miró hacia la superficie, dándnose cuenta de lo lejana que parecía. Las sombras eran culpa de los nenúfares que descasaban en el centro del lago. ¡El centro del lago!

Nyx se dio cuenta que había perdido la orientación espacial y lo más aterrador, el paso del tiempo. ¿Cuánto llevaba bajo el agua? ¿Cuánto llevaba sin respirar? El pánico la invadió y soltó las piedras, moviendo las manos sin parar, intentando llegar a la superficie para respirar. Era inútil, el agua pesaba demasiado y ella no sabía moverse, no sabía nadar. Quiso gritar, pero al abrir la boca, vio decenas de burbujas. Una y otra vez. Más burbujas saliendo de sí. Notó que el aire no le faltaba, que a pesar del tiempo que llevaba allí abajo, no sentía la necesidad de más aire del que ya había tomado al sumergirse.

Su cuerpo se fue hasta el fondo como el plomo, mientras su mente asociaba los hechos con el líquido púrpura y la sonrisa tranquilizadora de su madre. Anduvo por el fondo, confusa, sin mirar ninguna piedra, ningún guijarro. Continuó andando, moviendo los brazos para dejar atrás el agua. Empezó a pensar que quizás estaba soñando y quiso despertar, no le gustaba aquel sueño.

La superficie empezaba a acercarse, Nyx no dejó de mirar hacia arriba, esperando encontrar de nuevo la orilla. Anduvo hasta que su cabeza salió al aire libre, se sentía más ligera. Tomó un poco de aire y fue como si no hubiera dejado de respirarlo.

Salió del agua lentamente, y se percató de que estaba en la orilla opuesta a su madre. Cuando el agua le llegaba por las rodillas, Nyx se giró lentamente, con expresión seria. Buscó a su madre con la mirada y la encontró sentada tal cual la dejó. Ésta miraba a su hija con curiosidad, esperando una reacción, una carcajada, un grito.

Sin embargo, lo único que obtuvo, fue la imagen de Nyx andando lentamente hacia el castillo, con la cabeza gacha y las enaguas empapadas.


Nyx sacudió la cabeza. Ese recuerdo la había llevado a pensar en la sensación de asfixia del fuego. Y se dijo que aquel líquido púrpura le hubiera servido de mucho más en aquel momento, que aquel día de calor sofocante, en que su madre le mostró lo que era la magia.

Su barbilla se arrugó e intentó controlar las lágrimas que últimamente salían al exterior con una facilidad pasmosa. Echaba de menos a su madre, a pesar de todo, a pesar de sus extrañezas y sus desvaríos -¿acaso no era ella una copia de lo que su madre fue?- Si aún viviera, si aún estuviera con ella, quizás supiera aconsejarla sobre qué hacer con Azcoy. Explicarle que lo que sentía, no era nada malo, no era nada raro ni impropio de alguien de su rango. Que acabar con Murah era la única opción que había tenido. Que sus planes merecían cualquier sacrificio.

Se tocó el pelo quemado. Si su madre lo viera... ella que siempre estaba orgullosa de que Nyx hubiera heredado su mismo pelo castaño y brillante, salvaje y espeso.

Tras mucho pensarlo, mientras observaba las ondas del agua del lago, sacó de entre sus pechos un pequeño frasco de cristal que contenía un líquido azulado. Lo observó largo rato antes de abrirlo y beber de un trago su contenido.

Cerró los ojos. Al instante notó cómo su melena crecía y le rozaba el cuello, los hombros y caía sobre su pecho lentamente. Lo tocó, sin abrir los ojos y suspiró profundamente, llena de aprensión.

"Adara, pon cuidado al usar tu magia, hazlo por mí" pensó para sí.

18.5.09

Encuesta: Si yo fuera Gael...

No sé porqué se me ocurrió pensar que dejaríais de votar las opciones absurdas. Aunque claro, si las pongo ahí, bien merecido me lo tengo. Y antes de que se me olvide, las encuestas son multiopción. No quisiera limitar vuestra vena depravada.

15.5.09

Viajando a Muitung

Adara partió del Castillo de Avernarium tras hablar con sus hermanas. Sabían que tendrían que mandar a Hugo hacia Muitung en unos días, los justos para que Adara se encontrara con él a dos días de camino de la corte del Rey Edgar. Ella iba tranquila, galopando sin preocupaciones y aún en su forma. Tendría ocasión de cambiarla más adelante, le gustaba sentir cómo el aire hacía volar sus cabellos y el sol intensificaba los discretos tonos rojizos que se escapaban de su melena castaña. No quería renunciar a esa sensación sabiendo que pasaría al menos dos o tres semanas en forma de hombre.

Mientras atravesaba los verdes campos de Avernarium iba recordando cómo conoció a Hugo. El Rey Edgar había mandado un mensaje con una paloma mensajera, había encontrado a la Reina Vrila en flagrante adulterio con un soldado llamado Hugo. El hombre era alto y muy apuesto, con el pelo oscuro y unas facciones muy cuadradas. Era uno de los guardias personales del Rey Edgar, así que tenía libertad para moverse por todo el castillo sin dar explicaciones a nadie; y aprovechó esa libertad para mancillar el honor del bueno de Edgar y acostarse con su Reina. Las amenazas fueron claras, ambos admitirían los cargos y morirían rápidamente y con el menor sufrimiento. Hugo fue muy astuto y aprovechó un ataque de nervios e ira de Vrila para ponerse unos calzones y una camisa y salir corriendo, para cuando quisieron comenzar la búsqueda ya había escapado del castillo.

Adara recibió la paloma con el pedido de Edgar, si encontraba a Hugo lo mantendría en las mazmorras de Avernarium hasta que decidiera, con la cabeza fría, cómo deshacerse de él. Aquello había sucedido un par de meses antes, y Adara había cumplido las instrucciones de Edgar confiando en que hallaría una buena recompensa. Pero ahora corría el rumor de que Edgar y Vrila estaban conjurando a los arcanos para que ella quedara en estado. Empezaba a encajar todo el puzzle, y Adara recordó que Hugo le confirmó sus sospechas, Vrila no quedaba encinta porque no quería; la astucia que demostró al trazar su plan maestro era grande, sin duda, pero no tanto como la ambición de las tres hermanas De Avernarium. No encontrarían una oportunidad mejor para llevar a cabo la primera conquista.

Las Tres Reinas enviaron a cien de sus hombres a peinar Avernarium, era necesario que se hicieran con Hugo antes que cualquier otro reino adyacente, puesto que en él estaba el futuro de la Casa de Muitung. Adara no quiso quedarse con sus dos hermanas, y salió a buscar al soldado. Le reconoció nada más verle. Era un hombre de una belleza muy superior a la de la mayoría de los Reyes del Putomundo. Sus manos firmes y su expresión dura dejaban entrever una punzada de miedo y nerviosismo. Adara se acercó a él para preguntarle si se había perdido y por qué llevaba ropas de muitungnés en Avernarium, y Hugo mintió bien. Le dijo que portaba un mensaje de Su Majestad Vrila de Muitung para Sus Majestades de Avernarium, y Adara le pidió que la acompañara al castillo y que permitiera que sus hombres les escoltaran. De no haber sido por la paloma de Edgar, Hugo se hubiera salido con la suya, hubiera entrado al servicio de la Casa De Avernarium y con ello hubiera alcanzado la inmunidad diplomática. Pero Adara estaba al tanto de su plan. Tras ofrecerle una comida digna de reyes y hacer que se bebiera él solo dos jarras del mejor vino blanco de las bodegas, vió sin pizca de asombro cómo el hombre caía inconsciente sobre la mesa. Ordenó que lo encerraran en las mazmorras y que tuvieran mucho cuidado con él, era un hombre astuto e inteligente.

Adara recordaba aquel día con total claridad. Poco antes de capturar a Hugo reparó en un caballero ricamente ataviado, cuya faz quedaba en penumbra debido a la gran capucha encarnada con que se tocaba. Su figura emanaba autoridad, y a la vez una distante cortesía. No le dió mayor importancia, dado que no conocía el apellido de aquel caballero. Lo que no podía alejar de su mente era la voz del hombre, de un tono grave y penetrante, ligeramente cantarina. Además recordaba con total claridad sus ojos, la forma en que la miraba no era normal. Había un velo que ocultaba la verdad sobre el dueño de aquellos ojos tristes. Pero su prioridad era dar caza a Hugo, y no podía detenerse por más curiosidad que despertara en ella un simple viajero con ínfulas de grandeza.

Cuando Adara se dispuso a buscar una posada en la que pasar la noche, volvió a ver salir del establecimiento al mismo caballero que había despertado su curiosidad unas horas antes. Se sintió un poco extraña, puesto que tuvo la sensación de que aquel hombre buscaba algo de ella. Sin embargo, Adara no tenía tiempo de andarse con tonterías, así que se sentó a descansar en una tasca, con una jarra de cerveza aguada. Así esperó un rato, hasta perder de vista al hombre, tenía que estar segura de que nadie la seguía cuando llevara a cabo la transformación.

La noche empezó a caer, la Reina se alejó un poco del poblado, y una vez hubo comprobado que estaba sola, tomó las pociones de transformación. Acudió a una posada que había seleccionado durante su visita al pueblo y se hospedó en ella. Usó el nombre del jefe de su guardia personal, que se correspondía perfectamente con su aspecto de hombre atlético y diestro con las armas, y se fue a dormir. Por delante tenía un largo camino y un reino que conquistar. Detrás quedaban sus hermanas cuidando de que en Avernarium no sucediera nada desagradable.

14.5.09

El abrecartas

El sol empezaba a ocultarse ya entre las colinas de Hyek, al legar al castillo. Nyx, con las ropas rotas y el pelo quemado, fue retenida instintivamente por los guardias, que cruzaron sus lanzas. Se había dado un rápido baño en casa de Azcoy y su cuerpo ya no estaba lleno de tiznones. Aun así, el desconcierto en la cara de los hombres cuando les ordenó que se apartaran, la hizo entender que su aspecto debía ser lamentable.



Ya en sus habitaciones y sin avisar a ninguna de sus doncellas, se preparó un baño por sí sola. Quería relajarse antes de mirarse al espejo. Quería pensar tranquilamente en cómo iba a proceder con Puñal. Sólo una vez había visto a Evahl actuar como Puñal. Y aún sufría escalofríos cuando lo recordaba. Lo que no le había pasado por alto, había sido sus harapos, acostumbrada siempre a verlo como el refinado secretario que no escatimaba en detalles. Sus harapos y sus botas dispares. "Maldito Evahl" pensó la Reina entrando en el agua.




Iría directa a su despacho; si no estaba allí en la puesta de sol, no llegaría mucho más tarde. Recordó de nuevo el incendio, cerró lo ojos en intentó controlar su propia respiración. Les escocían las heridas de los codos, debería llamar al médico para que le echara un vistazo, aunque los ungüentos de las mujeres de Hyek, la habían aliviado más de lo que esperaba.




No tardó demasiado en salir de la bañera y envolverse en una enorme toalla de algodón blanco, que olía a azahar, como todas sus ropas. Se secó deprisa, tan ansiosa por mirarse en el espejo como aterrada.




Se puso de pie frente al gran espejo que colgaba de la pared opuesta al ventanal, y miró la imagen que se reflejaba con calma, lentamente, desde abajo. Miró sus blancas piernas bien torneadas, y su entrepierna, poblada de vello castaño. Miro su ombligo y descubrió sus manos apoyadas en su estrecha cintura. Miró sus pechos turgentes y sus pequeños pezones rosados, y descubrió que su melena no llegaba ya hasta ellos. Cuando su vista llegó a las clavículas y a sus hombros, comprobó que estaban más desnudos que nunca.


Miró su cara, como un óvalo perfecto, y se horrorizó al ver sus pequeñas orejas al descubierto. Sus labios parecían más llenos y su naríz más pequeña. Sus ojos castaños y rasgados, tenían un nuevo aire masculino. No lloró al ver su cabello, que tenía el mismo aspecto que el de un chico. Incluso debería cortarlo más, para acabar con las puntas chamuscadas.




Respiró hondo y se vistió aprisa para ir directa a por Evahl...



...de cuya vuelta al castillo de las tres reinas nadie se dio cuenta. Nadie nunca se daba cuenta de sus idas y venidas hasta que ya habían sucedido, a no ser que él así lo desease.



Apenas llegó, pasó por las cocinas camino de su estudio, escamoteando un pastelillo de miel. Por los pasillos, sonrió a las sirvientas más jóvenes con picardía, pero todas apartaron la vista, una de ellas incluso tuvo la decencia de sonrojarse. Frunció el ceño al perderla de vista por un instante, ya que no la había reconocido. Él reconocía a todos los siervos del palacio. A TODOS. Pero no podía permitirse mostrar preocupación cuando era Evahl.



Fue al ala de palacio donde se encontraban los aposentos de Nyx, pasando ante los contables y escribas a su servicio, encargados de las cuentas de palacio. Él, como secretario principal y jefe amanuense, debía guardar las apariencias, así que hizo una corrección aquí y otra allá, atento a todos los números. Penetró después en su estudio, pero dejó la puerta entreabierta a la vez que jugueteaba con el pastelillo. Dentro, con los brazos cruzados y porte imponente, estaba Su Excelsa Majestad Nyx. Debía haber supuesto que no tardaría en enterarse. Sus nuevas amas disponían de más recursos que los amos que había servido anteriormente. Le indicó con un gesto que cerrase la puerta, y él lo hizo. Parecía enfadada, por la rigidez de sus brazos y la expresión acerada de sus ojos.



De pronto, el jefe amanuense se quedó petrificado en el sitio, contemplando casi con estupor lo que quedaba de la espléndida melena de su señora, ahora un peinado más típico de algún mozo de cuadra o paje. Sabía sumar dos y dos. Sabía que ella no se habría rebajado a cortarse su magnífica cabellera, de la que estaba tan orgullosa, así que algo la había obligado. Olía a jabón y a perfume, pero aún pudo percibir el acre tizne a humo y fuego que desprendía. Sintió una fría certeza subir por su columna vertebral.



Mientras pensaba todo esto, no mostró señal alguna de lo que rondaba por su mente.





Nyx se acercó a Evahl, y cuando lo tuvo enfrente acercó su diminuta nariz llena de pecas al cabello del hombre. Se echó hacia atrás, asintiendo casi imperceptiblemente. No le cabía duda, olía tanto a humo y a madera quemada, que era imposible que no hubiera sido él. Lo miró a los ojos un instante, seria. Parecía dubitativa, pero sólo era una manera de desconcertar a su secretario antes de propinarle un tremendo rodillazo en la entrepierna. Descargó todos sus fuerzas en el golpe, y cuando Evahl gritó y se plegó sobre sí mismo por al dolor, puso un tacón sobre su hombro y, suavemente, lo hizo caer al suelo.




- Es un regalo, dáselo a Puñal cuando lo veas - dijo Nyx dejando al hombre gimiendo en el suelo del estudio.




Se giró, dándole la espalda y se acercó a la mesa, de donde cogió un abrecartas de plata adornado con el sello real. Se acercó de nuevo al hombre, su respiración era ahora más acelerada. La ira la iba invadiendo por momentos. Se agachó sobre el joven, puso bruscamente la punta del abrecartas bajo la oreja de Evahl, un corte profundo justo ahí, y se desangraría antes de que ella sacara el arma.




- ¡Ahora dime, traidor! - exclamó la Reina - ¿Por qué has intentado algo semejante, maldito?




- Mi ama - musitó con un tono de voz quedo Evahl sin intentar levantarse siquiera, mirándola desde el suelo con gesto de nuevo impasible, como si no acabase de humillarlo como a un perro - Sólo Sirvo, mi ama. Hice lo que consideré oportuno.Era una distracción, y una amenaza a vuestra posición. Debo ocuparme de que podáis concentraros en la Conquista, y él... era peligroso. Demasiado como para seguir con vida. Lo sería más, incluso, después de enterarse de la muerte de su prometida, mi ama.




Nyx lo miró airada. Debería darle muerte en ese instante, con ese abrecartas. Sin embargo se puso en pie, y lo obligó a que él hiciera lo mismo con una orden rápida y colérica.




- ¿Acaso te ordené yo que hicieras tal cosa? - volvió a gritar, empezó a pasearse rápido de un extremo a otro de la estancia, con el afilado abrecartas en la mano - ¿No pensaste ni por un momento que podrías estar firmando tu sentencia de muerte, estúpido inútil?



- Lo siento mucho, mi ama - Evahl permaneció erguido, la vista clavada en algún punto inexacto en la pared, o quizá en algo que había más allá de la pared, con las manos entrelazadas a la espalda, y cierto aire de rectitud militar que le hacía parecer aún más grande de lo que ya era. Pero no en actitud intimidatoria. No con ella.




Nyx miró al hombre que llevaba una década a sus órdenes. Siempre supo que no hacía falta ordenarle según qué cosas, pues en muchas ocasiones él se adelantaba a sus deseos, sin embargo esta vez, había ido demasiado lejos, y además, había errado estrepitosamente.




- Debes saber - dijo la Reina apuntando a la cara del hombre con el abrecartas - que conservarás la vida porque tu plan se ha ido al traste. Ni para eso sirves ya. Pretendías matar a un simple herrero, al que nadie protegía, ni tan siquiera miraban, y has fracasado.- Nyx intentó calmarse respirando profundamente y le dijo al secretario sin tan siquiera mirarlo - No volverás a cruzarte con Azcoy. Si te lo encuentras por casualidad en algún sitio, abandona el lugar inmediatamente. Si lo hueles siquiera, esfúmate. No quiero que vuelva a ver tu cara en el resto de su vida. Ni que tú veas la suya. - Se volvió hacia el hombre y dijo con voz queda - Si matan a Azcoy, aunque no seas tú, lo primero que haré será matarte y luego preguntaré si fuiste tú el culpable. No habrá una segunda advertencia, Evahl. Te estaré vigilando. Mucho tiempo.



Por un momento, el férreo autocontrol del Marcado se perdió. Sus ojos se desorbitaron, mirando con fijeza a su señora, y la mandíbula le tembló, así como las manos. Incluso las piernas le flojearon. Por un momento. Después, lo único que dejaba traslucir era determinación.





Nyx pasó a su lado para marcharse. Evahl suspiró de alivio, pero la sangre empapándole la camisa le sorprendió. Una punzada de dolor le atravesó la oreja, o el lugar donde debería estar. Nyx sujetaba su abrecartas ensangrentado en una mano y la oreja derecha de Evahl en la otra.




- Esto por mi pelo - dijo tirándola al suelo con una mueca de repulsa.

13.5.09

Que el vino corra como sangre


La botella de rosado estaba cubierta de escarcha. Era un vino viejo, caro, de sabor dulce.
Había conseguido descifrar unos pocos hechizos del grimorio. Y, con su precaución habitual, había hecho una copia de ellos al tiempo que procuraba memorizarlos. No se fiaba de la sombra del Duque Negro.
Pronunció el hechizo y el eco de una vida lejana se materializó ante ella.
- Buenas noches, ex-Duque.
- Su Majestad Níobe IV de Avernarium... -contestó Sergei, con una reverencia burlona-. Se os nota... ligeramente feliz -añadió, mirándola con atención el casi pétreo semblante.
- Qué sentido del humor tan encantador, espectro. ¿Siempre has sido tan empático?
- Bueno, mi señora. El conocimiento del estado anímico de un interlocutor es una ventaja. Pero no habéis contestado a mi pregunta -dijo, insistiendo en ese punto-. ¿Tal vez sea que habéis dado un paso más hacia el objetivo de que todo el continente se incline ante vuestra gracia y belleza?
- ¿Eso intenta ser sarcasmo, sombra? -Níobe sonrió dulcemente al espejo, desplegando todo su encanto-. Estoy feliz, espectro, porque voy a anexionarme el antiguo Renn sin mover un dedo.
La sombra frunció el entrecejo. Parecía que el último comentario de la Reina le había molestado...
- En realidad, Majestad, era una simple sátira -contestó, seco, Sergei-. ¿Renn, decís? ¿Todavía continúa existiendo ese señorío de ignorantes fanáticos envueltos en brillantes corazas?
- Sí. Terminó convertido en dos condados, Erén y Shult, que ahora se detestan a muerte como buenos hermanos gemelos -levantó la copa-. Y cuando ambos sean míos, brindaré a tu salud, sombra.
Sergei de Raven miró con avidez la copa. Hacía tanto que no saboreaba un dulce caldo. Cerca del Castillo Raven se extendía un campo de viñas que daban un vino delicioso. Sí, delicioso.
- ¿Y cómo pensáis hacerlo, mi Reina? -preguntó, curioso, para que ella hablara. Y sí, también para apartar de su mente el oscuro líquido-. ¿Los vais a empujar a uno contra el otro mientras miráis de lejos? ¿Y luego haceros con los restos? -miró con atención el rostro de Níobe. La sonrisa decía que sí, pero sus ojos, levísimamente entornados, podrían indicar otra cosa-. No, demasiado simple, ¿verdad? Vos sois del tipo al que le gusta estar cerca del escenario, para no perderse detalles... ¡Ah! -exclamó entonces, sonriendo con comprensión-. Sois astuta, mi señora, pero tal vez olvidáis algo.
Níobe paladeó el licor y le mostró la copa a la sombra, lanzando un suspiro de deleite.
- Un rosado de diez años. Helado, como es costumbre aquí -disfrutó volviendo a centrar la atención de Sergei en el vino-. ¿Y bien, qué olvido?
- Estoy seguro de que la legendaria terquedad renniana continúa pastando libre por esas tierras -comentó el Duque Negro, centrando la mirada en sus ojos-. Sin duda, producto de llevar a todas horas un caso de metal... Creo que impide el desarrollo de interesantes productos como la creatividad. O el saber parar...
- La terquedad puede ser muy útil bien enfocada. Cuento con ella para conseguir mis propósitos -sonrió con dulzura- ¿No vas a felicitarme, Sergei? Aunque seas mío, solías ser un hombre ecuánime. Suponía que apreciarías una buena maniobra.
- Os felicito, mi señora, pues reconozco una buena maniobra cuando la veo -dijo el Duque Negro, inclinando la cabeza y sonriendo, encantador-. Aunque sea vuestro esclavo y deba obedeceros lealmente mientras así lo deseéis... Eso sí -añadió-, no olvidéis mis palabras. Los rennianos son capaces de declarar una guerra simplemente por llevar un collar de oro en vez de plata en una recepción invernal. Son infantiles y muy propensos a... enrabietarse -enarcó las finas cejas-. Eso sí, de modo muy elegante y protocolario.
- Lo sé, lo sé... -sonrió auténticamente divertida- ¿Y no los hace eso entretenidísimos? No me negarás, Sergei, que jugar con ellos es una de las cosas más divertidas de la vida.
- Espero que recordéis eso mismo cuando un centenar de caballeros, más blindados que la puerta del Tesoro Imperial, llamen a vuestar puerta.
- Llamarán, Sergei querido, para pedir permiso para escoltarme hacia mi boda -bebió de nuevo-. Verás, ex-Duque. Yo poseeré Renn por la sencilla razón de que ellos me ven como una dama a la que proteger, no como un hombre que puede ser un peligro. Y esa será su perdición. Obedecerán mis órdenes si las disfrazo de dulces peticiones, lo sabes bien. Los rennianos no pueden resistirse a los suspiros de una dama, aunque les envíen a la muerte.
Sergei de Raven se encogió de hombros, en un gesto elocuente, sin apenas dirigir de nuevo sus ojos a la copa. Apenas.
- Ejerce el mismo encanto irresistible, para un renniano, la boda de una dama o su funeral. No voy a daros consejos que no pedís, Majestad.
- Aconséjame, aconséjame -pidió frunciendo los labios en un puchero-. Fuiste un hombre astuto, útiles han de serme tus consejos.
- Creo, mi magnánima y seductora Reina Níobe -dijo, esbozando una sonrisa lobuna-, que no me habéis... llamado... para que os aconseje, sino para algún otro asunto. Veo que tardáis en abordarlo. ¿O es que preferís encandilarme a...? -se interrumpió-. Por cierto, hablando de encandilar y seducir, no veo a vuestro fiel capitán de la guardia...
- No he seducido a Gael, Sergei. ¿Porqué lo sugieres? -inquirió, percibiéndose en su rostro un levísimo matiz suspicaz. El espectro era astuto, tendría que tener cuidado.
- Varias razones. Soy, o era, un hombre observador.
- Y tus razones son...
El espectro del Duque de Raven suspiró. En realidad no quería insistir en el asunto.
- Las veces que ha estado presente, con vos y yo, os miraba con una mezcla de deseo y añoranza -explicó, didáctico, mirándola de arriba a abajo-. Lo primero tiene una razón evidente. Lo segundo... bueno, sólo se explica si ya ha... probado vuestras mieles. Aparte de eso -comentó Sergei, suspirando de nuevo-, me dáis la impresión, y no os molestéis por el comentario, de que gustáis de usar vuestros encantos para conseguir vuestros deseos. Ya sea con... ¿Gael, se llamaba? O con un renniano.
- Sus visitas nocturnas no son más que trabajo, sombra. No he necesitado usar... ¿mis encantos?, es su trabajo y lo cumple sin más. Y mi boda con Shult -suponiendo que finalmente me decante por ellos y no por Alysium- se celebraría aunque yo fuera una vieja encorvada y arrugada. Necesitan a Avernarium, no a mí. La belleza es una herramienta, por supuesto, pero teniendo una buena inteligencia no es en exceso necesaria. En cualquier caso... Te he llamado para comprobar si has hecho avances en tus investigaciones, espectro.
- Veo que al fin os decidís a abordar lo que queríais en un principio. Pensé que a lo mejor habíais decidido abandonar tal empresa y...
- Pensaste mal. ¿Has hecho avances o no? -preguntó con brusquedad.
- Antes han de hacerse una serie de pruebas -explicó el Duque Negro-. Hay que establecer la fuente de vuestro poder, la esencia que hace que obréis magia. Sï -dijo, cortando el incipiente comenatrio que veía en los ojos de la Reina-, ya sé que la magia os hace rejuvenecer en proporción a la magnitud del efecto del hechizo.
- Obviamente, la fuente de mi poder es la Muerte que es consumida en cada hechizo. Por eso rejuvenecemos. ¿Qué más hay que saber sobre eso?
- El porqué, mi señora -Sergei sacudió la cabeza, como ante un estudiante del que se esperaba demasiado-. No el cómo, sino por qué precisamente eso. Sólo conociendo la razón de algo puede empezar a vislumbrarse el modo de cambiarlo.
- ¿Y has conseguido vislumbrar alguna razón de por qué nuestros hechizos funcionan así? ¿A qué se supone que has dedicado tu tiempo, sombra? Sergei el vivo no estará esperando para siempre -Níobe apretó los dientes, rabiosa.
- Paciencia, mi señora. Debéis ser paciente -dijo él, sonriendo con sorna-. ¿Estáis familiarizada con la Leyenda de los Ajenos?
- Ligeramente, pero estoy ansiosa por escuchar tu versión -bebió del vino para ocultar su decepción.
- Cuenta la leyenda que cada uno de los Siete Ajenos, en su búsqueda del concimiento absoluto, atrajo hacia sí uno de los ocho aspectos de la existencia -levantó los dedos uno a uno, enumerando-: Dolor y Perseverancia, Destino y Creación, Paciencia y Furia, Iluminación y Humildad. Son cuatro parejas de antagonistas. ¿Me seguís?
- Por supuesto -Níobe se acomodó más en el sillón-. Pero... ¿sólo Siete Ajenos? Hay ocho parejas... -suspiró-. Eres un excelente narrador. Tienes una voz muy hermosa... -sonrió, admirando el espejo... en el que ahora se veía el duque mucho más nítidamente, y también su entorno... Sillones, mesas, lámparas tenuemente perfiladas... que no correspondían a la realidad. Se sorprendió, pero no lo manifestó ni lo más mínimo, y prosiguió con calma-. Y fuiste un hombre muy atractivo. Una pena que estés en un espejo, si no... podíamos pasar un buen rato - esbozó una sonrisa pícara-. Pero prosigue, por favor.
La sombra del Duque sintió, al escuchar las palabras de la Reina, al ver cómo el vestido de noche que llevaba se abría intencionadamente al cruzar ella las piernas, un poderosísimo deseo por su cuerpo. No era más que un reflejo en un espejo, un recuerdo de alguien muerto tiempo atrás. Pero si hubiera podido sudar, en estos momentos las gotas perlarían su frente.
- Como decía antes, mi Reina Níobe IV de Avernarium -dijo Sergei, intentando sacar de su mente las sugerentes imágenes que iba generando. Esos labios, esos generosos y carnosos labios-, os gusta jugar con el efecto que provoca en los varones vuestros excelentes encantos. En todo caso -continuó-, efectivamente eran ochos aspectos, y los ajenos sólo siete. Uno quedó libre y no personificado. Pero eso no importa ahora.
Se llevó la mano izquerda al puente de la nariz, ligeramente aguileña, en una mueca de concentración, recordando viejas lecciones aprendidas de niño.
- Mi señora, cuando las familias hechiceras empezaron a usar el poder arcano de una manera... eh... excesiva y con el único propósito de adquirir poder -explicó-, los Siete Ajenos se enfadaron. Veían pervertido el Don que ellos amaron y procuraron alentar. Por eso, cuando nacieron las Grandes Casas y empezó la forja del Imperio a base de simple y pura hechicería, los Siete se reunieron en su plano de existencia y decidieron castigarlas. Ahí nacieron las taras familiares. Sólo -concluyó- hay que saber quién maldijo a vuestra estirpe. Entonces podremos empezar con la... curación.
- Encantadora historia. Tendrías talento como cuentacuentos. Y bien, sombra, ¿cómo hallaremos al Ajeno culpable? Porque no creo que eso pueda encontrarse en un libro...
- Bueno, no creo -el Duque parecía extrañado-. Los Ajenos nunca se han caracterizado por documentar sus actos. Y, según tengo entendido, en la actualidad es imposible llegar a ellos... Así pues, la única manera segura es experimentar con alguien de vuestra sangre que practique la hechicería.
- Creo que ya hablamos de esto. Tengo localizados a tres bastardos, y dos más esperan en las mazmorras. Empezaremos por ahí antes de utilizar a miembros capaces de usar la hechicería. Por lo pronto me he asegurado de que esos tres desgraciados estén recibiendo adiestramiento rudimentario -apenas podía contener su ansia.
- Mmm, bien -murmuró Sergei-. Eso complica un poco el asunto. Para ver claros los efectos se necesita alguien con algo más que meros rudimentos del Arte. Me parece que habrá que afinar muy bien los experimentos. Por lo pronto, es necesario extraer sangre de los sujetos antes y después de cada... prueba. Además -prosiguió- de los diversos humores corporales. Como bien sabéis, cada uno posee su propia resonancia.
- Habrá que trabajar con los medios de los que disponemos -dijo ella, algo molesta-. Mañana al alba iré yo misma a realizar las extracciones de humores -suspiró con fastidio-. Debería procurarme un aprendiz que se encargue de estos asuntos desagradables.
Sergei la miró con genuina sorpresa.
- ¿No tenéis ningún aprendiz, mi señora? -inquirió-. Eso es algo... ehh... muy inusual.
Ella asintió con la cabeza.
- Sí, lo es. Tampoco tengo tanta edad como para tener uno... -sonrió-. Y no creo que su compañía me resultase tolerable. No tienes porqué saberlo, espectro, pero se dice de mí que soy imperturbable... ¿Cómo era lo que dijo aquel bardo? -se mordió los labios, intentando recordar-. Sí, más gélida que una cuchillada. No me sentiría cómoda con un adolescente haciendo preguntas a mi alrededor. Tarde o temprano acabaría mandándolo empalar.
- A vuestra edad yo tenía ya dos aprendices -suspiró, recordando-. De todas maneras, un aprendiz os ayudaría en vuestros conjuros, y se encargaría de ir donde no deseáis ir pero se necesita alguien con poderes arcanos... Bueno -comentó, descartando el tema-, vos sabréis. Recordad -retomó de nuevo el hilo de la conversación anterior- que debéis aseguraros de que las muestras se conserven íntegras. Creo que en la página doscientos cuarenta y seis -añadió, señalando su propio grimorio- hay un buen ritual de conservación.
- Oh, sí - Níobe se giró, avanzó hacia unas estanterías y cogió de ellas una cala negra en perfecto estado, que flotaba suavemente sobre un disco de metal-. Ya lo he probado -sujetó la flor-. ¿No te parece preciosa? -la acarició con cuidado-. Cuando mi esposo muera, haré una corona de éstas para su tumba.
- Preciosa, mi señora -convino el archimago, asintiendo con sencillez-. Como vos.
- No tienes porqué halagarme, Duque. Sé que te desagrado soberanamente -ella sonrió-. Una pena, si las circunstancias hubieran sido otras, Sergei, seguramente nos habríamos llevado bien... hasta que nuestros intereses se enfrentasen.
- Lo que me desagrada es el nimio hecho de estar muerto. Aunque os aseguro que sólo hubo una mujer que pudiera estar a mi altura. Espero, mi señora -continuó el Duque Negro, cambiando de tema-, que reunáis cuanto antes las muestras. Hasta que tengáis una colección significativa de ellas, id repasando el "Alquimia", del maestro Gery Fauhaussen. Sobre todo los capítulos tres y siete...
- Ah, sí... -ella ignoró el cambio de tema, disfrutando ante la posibilidad de meter el dedo en la llaga-. Esa mujer. La que propició tu caída. Dicen las leyendas que era bella como la muerte y retorcida como la cizaña.
- ¿Os referís acaso a mi esposa, la dama Ariadna? -Sergei sonrió, divertido-. Sí, claro, cómo no iba a ser ella la que trascendió... Tan retorcida que acabó aprendiendo demasiado tarde que había... entes, de los que era mejor mantenerse alejada. O eso tengo entendido, mi señora. Aprended de su ejemplo.
- Tienes una voz hermosa, Duque. Distráeme. Cuéntame que pasó. No se suelen tener muchas oportunidades de escuchar la Historia de boca de quienes la vivieron.
- Si preferís que un recuerdo os cuente cuentos en vez de centraros en lo que os hizo invocarme... -la sombra se encogió de hombros- no soy yo quién para criticaros
- Entonces, adelante. Hasta que no tenga las muestras no puedes hacer nada, acabas de decírmelo. Distráeme al menos -ordenó Níobe como quien no está acostumbrada a repetir sus mandatos.
- No me reclaman en nigún lugar, así que... -rió con amargura el espectro-. La Dama Ariadna se creía muy buena conspiradora. Era buena, lo admito -dijo, reconociendo lo obvio-. Por un tiempo me engañó, atentando contra mi vida antes de que yo estuviera preparado. Pero no era tan buena como ella misma pensaba. La segunda norma no escrita del juego de poderes es "utiliza sólo las herramientas que puedas manejar".
- Si consiguió hacerte caer, debía ser buena. Además -se levantó, fue hacia la estantería y extrajo un tomo ajadísimo-, su diario me hace pensar que realmente era una mente brillante. Me encantan los párrafos -abrió uno de los tomos- que hablan de ti.
Perdió la mirada entre las líneas, sonriendo con burla. La tinta se conservaba tan oscura como el primer día, pero los bordes quemados del tomo atestiguaban que había sobrevivido a un incendio. En algunas zonas la humedad había hecho mella en los pergaminos. El lomo había sido restaurado con mimo, pues cuando Níobe lo halló estaba prácticamente destrozado, convertido en un fajo de papeles precariamente unidos por un par de hilos. Algunos pasajes eran de difícil lectura, y anotaciones al borde hechas con tintas de peor calidad se leían con mucha dificultad. La mujer que había escrito esas líneas poseía una letra hermosa y clara, y no había escatimado detalles en las descripciones de sus conspiraciones... ni de su esposo.
- ¿Poseéis las anotaciones de...? -preguntó muy sorprendido-. Bien, como sea, sabéis entonces que hacía tratos con criaturas del Inframundo. Conocéis sus planes, y deberíais ver dónde se equivocó. No creo equivocarme si aseguro que lo que pasó el día de... mi muerte, no fue propiciado por Ariadna, sino por sus "servidores", que se servían de Ariadna en realidad.
- Sí, yo también tengo esa sensación... aunque como sospecharás, las últimas semanas de vuestra existencia no están anotadas. Por lo que he podido deducir, lo que sucedió ocurrió de modo repentino. Así que tú podrás narrarme lo que no me cuenta el diario. Dime, ¿qué pasó? -cerró el tomo-. Habla de Sir Ilan, de tu "capricho", sea quien sea esa mujer, de las rencillas con Renn... La muerte de Zhura es el último acontecimiento importante registrado. Te aseguro que tu esposa era muy... descriptiva, releer la muerte de tu aprendiz me revuelve el estómago. Por otra parte, releer vuestra noche de bodas... -esbozó una sonrisa pérfida.
- ¡Mi señora, por todas las estrellas! -protestó Sergei. Al ver que ella sólo ensanchaba su sonrisa, suspiró y se resignó-. No sé lo que ella habrá escrito ahí, pero yo disfruté durante todo el proceso.
- ¿Quieres que te lo lea? -volvió al sillón y abrió el libro en su regazo, mirándole con picardía.
Recordar las sensaciones, casi sentirlas, aprehender esos momentos que ya casi se escapaban de su memoria. Con qué fuerza deseaba sentir, tocar, saborear, oler. Miró a la Reina. Era una auténtica belleza, desde luego. El pasado del Duque estaba lleno de noches de lujuria, de damas seducidas, de suspiros de placer. Esas piernas torneadas como si estuvieran hechas por un maestro alfarero; el cuello blanco y liso que le llamaba; el volumen de sus senos realzado por el busto del vestido intentaba atraer su mirada. Con un soberano esfuerzo se controló para no gritar de frustración.
- Hacedlo.
- Hagamos un trato -sonrió Níobe, y se sirvió más vino-. Yo no tengo una voz tan acariciadora como la tuya, pero sé que puede llegar a ser muy agradable. Sé bueno y cuéntame el final de tus días... y yo te leeré los mejores párrafos del diario.
- Queréis jugar a las preguntas -afirmó Sergei, desesperado por los recuerdos-. Muy bien, indiscreta Majestad. Pero creo que he de deciros que o a mi nada añorada esposa se le acabó la tinta, o vos no poseéis todo el diario. La muerte de Zhura aconteció casi un año antes del final de mis recuerdos. Bien -dijo-, ¿por dónde queréis que empiece?
- ¿Un año? -Níobe se mordió los labios, contrariada- Lamentable. Sin embargo, entre las ruinas de Raven no logré encontrar ningún diario más... -Níobe pensó en todos los hombres que aún mantenía husmeando en el cenagal en busca de restos-. Lo cual me recuerda... me han traído una cosa que creo que te encantará. Pero primero la historia. Zhura muere, y Ariadna encierra en un monasterio a tu hijo... y al otro hijo de esa muchacha a la que llama tu "capricho". ¿Qué pasó después?
- Lo de Renn dejó de ser una simple rencilla y pasó a ser una guerra abierta, pero supongo que eso será de dominio público -la Reina asintió, curiosa por detalles desconocidos, no por párrafos de libros de Historia. El Duque continuó-. Después de envenenarme sin tener éxito del todo, Ariadna aprovechó que tuve que salir para Selinon. Necesitaban a su Duque para infundirles tranquilidad por la cercanía de las tropas rennianas. Fui con una pequeña escolta, y creí que bastaría para hacer frente a cualquier cosa. ¡Ja! -rió-. Durante el trayecto, cerca del Marjal, unos asesinos a sueldo de mi queridísima esposa nos atacaron. Ayudados, por supuesto, por uno de esos "servidores" demoníacos que tenía. Eso lo descubrí después. Me dieron por muerto y, bastante malherido, logré penetrar en el pantano.
- ¿Y allí? ¿Qué hiciste allí? Ariadna aprovechó hábilmente tu desaparición para asentar su poder en el ducado.
- Pasar dos semanas con una vieja conocida. Creo que os toca -comentó, intentando no sonreír de anticipación-, mi señora.
- Claro -ella asintió, toda amabilidad-. ¿Qué párrafo prefieres? ¿La noche de bodas te gusta? ¿Alguno en el que salgas tú, o prefieres incluso alguno en el que tu esposa se entretenga con sus múltiples amantes?
- Elegid vos.
Níobe bebió vino para aclararse la garganta y comenzó a leer, acariciando cada palabra con su dulce voz.
- Una de las ventajas de que tu marido sea un libertino es que al menos es capaz de hacer bien su trabajo. Puede que nuestros encuentros conyugales sean esporádicos, pero ese imbécil aún me sirve para algo. Anoche vino a mi dormitorio, supongo que echa de menos a su pequeña zorra. Incluso se permitió el lujo de dedicarme un par de lindezas bastante logradas. Me sorprende lo entretenido que puede ser ponerle frenético. Cuando se sentó a beber de mi valioso tinto, comencé a besarle suavemente la nuca. ¡Casi pude oír como se le erizaba todo el vello! Cuando le quité la túnica, el muy desgraciado todavía tenía marcas de arañazos en la espalda... pero yo tenía mordiscos de Jules en el cuello, así que me las apañé para vendarle los ojos y atarle a la cama. No sería nada elegante restregarle por la cara mis infidelidades. ¿Sigo, mi Duque?
Sergei se dejó mecer por la voz de ella, rescatando evocadores recuerdos de su vida mortal. Era lo máximo a lo que podía aspirar.

Encuesta: ¿Qué crees que hará Azcoy cuando se entere de la muerte de Murah?

Cabrones, si es que votáis para hacer daño.
(¿Porqué nadie cree que Azcoy emigrará a Tabardillo del Jari? A mí me pareció lo más lógico...)

6.5.09

Ecos del pasado


Gael despertó antes que su señora. Siempre lo hacía. Solía quedarse mirándola dormir; cuando estaba en el reino de los sueños parecía tan dulce, tan inocente. Su expresión plácida mientras soñaba contrastaba con el gesto perpetuamente helado de sus ojos mientras estaba despierta. La acarició. Aspiró el aroma de su cabello. Abrazó su cuerpo, tan familiar para él, que siempre olía a violetas.
La amaba. No podría vivir sin ella. Morir por ella era la máxima aspiración de su existencia.
O tal vez no. Había otras cosas que deseaba. Besarla cada mañana. Ser algo más que una distracción. Poder acariciarla en otro lugar que no fuera aquella habitación. Pasear junto a ella por los jardines. Poder llamarla por su nombre. Recibir sus sonrisas.
Se apartó de ella con cuidado, intentando no despertarla, y se dirigió al baño para acicalarse. Terminados sus preparativos matutinos, vestido ya con la armadura y el tabardo de la guardia personal de la reina Níobe, ordenó a los sirvientes que trajeran el desayuno de su señora.



- Bien, capitán -Niobe se envolvió en una bata de seda negra y se arrellanó cómodamente en un sillón frente al espejo-. Ha llegado el momento de volver a citarnos con nuestro siniestro amigo.
- Señora, por favor, no sigáis con esto. Traerá problemas.
- Confío en ti, Gael, y sabe el cielo que eres leal y astuto. Pero te falta ambición -le miró significativamente-. Ambición para conseguir lo que deseas.
Sin esperar respuesta, Níobe se giró hacia el espejo y lanzó el ensalmo.
En lo profundo del artefacto volvió a formarse la niebla y el recuerdo del Duque Sergei de Raven apareció ante Níobe y el soldado. El antaño archimago les saludó con una reverencia.
- Mi señora. Y compañía... Veo que os habéis demorado en llamarme. ¿En qué puedo complacer a mi benefactora?
- Ya lo sabes -dijo ella, ignorando de nuevo el tono burlón del Duque Negro-. La desaparición de la tara familiar. Para empezar.
- ¡Y para continuar! -exclamó la sombra, enarcando las finas cejas-. Una debilidad de sangre está dentro de vuestro más profundo ser. Es, por así decirlo, vuestra esencia. Lo que os hace quien sois. No creo que sea tan fácil de eliminar, mi señora.
- Pues si quieres continuar existiendo más te vale que lo vuelvas fácil, recuerdo.
La figura del espejo tardó unos segundos en responder, y cuando lo hizo sus ojos volvieron a destellar por un instante. En su semblante se dibujó un diminuta sonrisa.
- Es un reto... interesante. Y no es la primera vez que se intenta algo similar.
Níobe hizo un gesto a Gael para que le acercara una copa de vino. Inmediatamente una botella fue abierta y escanciada. Cuando el Capitán de la Guardia de la Reina le trajo la bebida y ella hubo mojado sus carnosos labios en ella, cruzó las piernas bajo la fina seda e hizo ademán a la sombra de Sergei de Raven de que continuara.
- Te escucho.
- No es algo que sea de dominio común -explicó él-. Como supondréis, algo así debía mantenerse en secreto ante la Corona Imperial, aún cuando ésta no tuviera el más mínimo poder. Hubo varias Casas que intentaron eliminar la tara: la Casa Varkko y la Casa Daementia, por citar dos ejemplos. Los Varkko tendían a volverse ciegos tanto mediante los sentidos físicos como mediante los arcanos -añadió, y sonrió más abiertamente-; y los Daementia...
- ¿Y ellos?
- ¿De qué creéis que les viene el apellido, mi señora?
- Una amena lección de historia, insulsa sombra. ¿Eso es todo lo que puedo sacar de ti? -preguntó Níobe, volviendo a beber de su copa-. ¿No hay nada más acerca de lo que puedas ilustrarme?
- Si es por enseñar, mi señora -contestó envarado Sergei, señalándola-, creo que vos ya enseñáis suficiente...
Efectivamente, al discurrir la conversación la Reina se había ido relajando, dejando que la suave seda se deslizase de sus piernas. Mostrando con ello sus muslos y dejando intuir lo que había más arriba.
- ¡Cómo osas...! -exclamó Gael, desenvainando su acero en un movimiento veloz y fluido, fruto de años de práctica. Dio un paso hacia el espejo, con el semblante crispado de furia por semejante insulto a su Reina.
Níobe alzó la mano, sin perder la seriedad.
- Basta, Gael. Nuestro... invitado lleva mucho tiempo aislado del mundo de los vivos -posó levemente la mano sobre el brazo del soldado al pasar él a su lado, y su gesto tuvo la virtud de tranquilizarlo de inmediato -. Es normal que... los apetitos de los vivos le parezcan infinitamente tentadores. ¿No es así, Duque? -cruzó las piernas para protegerlas de la indiscreta mirada del especto y se arrebujó más en la bata.
El Duque serenó su semblante.
- No sé a qué os referís.
- Me refiero, sueño sin cuerpo, a que debe ser terrible haber perdido toda corporeidad -se puso de pie y caminó hacia el espejo, felina-. Tocar. Beber. Saborear. El... tacto de la carne -pronunció cada sílaba lúbricamente- Me pregunto qué darías a cambio de esa posibilidad.
- Alguien en mi situación carece de deseos mundanos -contestó él con frialdad, intentando mantener la calma.
- Oh, Sergei -ella rió, burlona-. No pensarás de verdad que me voy a creer eso. No importa. Sigue con tus lecciones sobre las taras familiares. Dime, ¿porqué fracasaron esos otros intentos?
- Hace falta mucha fuerza de voluntad para controlar ciertas energías, señora. Y bueno... lo de la casa Daementia fue una completa estupidez. A medida que avanzaba el hechizo para deshacerse de la tara, se volvían más locos, con lo que no fueron capaces de finalizarlo -el espectro cabeceó-. En mis tiempos, las tierras de los Daementia eran un cráter encantador.
- ¿Y los Varkko?
- No finalizaron el hechizo. Con lo que... unas cuantas generaciones de la familia terminaron ciegas.
- Lo más interesante de todo eso es que el hechizo existe. Existe el modo de eliminar la tara -ella sonrió con avidez.
- Os equivocáis, mi señora -volvió a negar con la cabeza-. No es un hechizo. Que exista la forma de hacerlo, es una posibilidad, pero no una certeza.
- Me es igual, sombra. Desarrolla la manera.
- ¿Sois tan exigente con todos vuestros subordinados? -preguntó, a la vez que miraba hacia Gael, quien volvió a hacer el ademán de enarbolar su espada ante la velada sugerencia.
- No lo dudes -contesto Níobe, ignorando la puya- ¿Y bien?
La sombra que fue el Duque Negro sonrió con cansancio.
- Sí, creo que sé dónde se equivocaron ellos.
- ¡Excelente! -exclamó la Reina, incorporándose por la excitación del momento. Su movimiento dejó al descubierto sus hombros y su blanco escote- ¿Qué hay que hacer?
- Creo que la solución pasaría por un tratamiento alquímico, mi señora.
- ¿Te refieres a cambiar la sangre? -preguntó, casi incrédula y todavía de pie-. ¿Vas a venderme un remedio de feriante para que te conserve? ¿Acaso crees que eso no se ha intentado ya durante muchas generaciones? Pienso que tal vez me tomas por ingenua y sobrevaloras tu labia y tu valor. De poco te sirvió, quedando de tu Casa no más que un recuerdo atrapado en un espejo...
- Si habéis terminado de insultarme, mi señora Níobe de Avernarium, tal vez quisiérais permitirme la bondad de continuar...
Recobrando la calma, la Reina se colocó la ropa ante el espejo y se maldijo por aquel acceso de rabia. Se sentó de nuevo e hizo que Gael le trajera otra copa de vino, pues la que antes tenía estaba tirada en el suelo, derramado su contenido ante su estallido de cólera. Entonces se dio cuenta de que había visto su reflejo en el espejo. Volvió a fijarse otra vez... pero no, todo seguía como debía ser. La superficie sólo mostraba la figura de la sombra. Tal vez intuyó que llevaba la ropa descolocada y su mente inmediatamente dedujo que lo había visto en el espejo... No obstante, estaría atenta a deslices como aquél.
- Muy bien -dijo sencillamente-. Voy a concederte que tal vez sepas de qué hablas, sombra.
- Gracias -dijo Sergei con acritud-. Decía, mi señora, que creo que un tratamiento alquímico sería la solución. Pero no hablaba de cambiar vuestra sangre o la de vuestra familia. Hablaba de cambiar vuestra esencia. Una remodelación interna completa, vaya.
- Ya veo. ¿Y cómo piensas conseguir eso? -ella se llevó la nueva copa a la boca, paladeando suavemente el vino.
- Sólo estamos empezando, mi señora -se excusó el duque, mirando con avidez la copa. Inconscientemente se lamió los delgados labios-. Tal vez necesite... sujetos experimentales...
- Claro.
- ¿Entendéis a qué me refiero? -preguntó con incredulidad-. Hablo de sujetos que posean vuestra sangre.
Ella le observó con altivez.
- Te he entendido la primera vez, hechicero.
El Duque la devolvió una mirada asombrada. Tal vez fuera efecto de la luz, pero el reflejo del Duque parecía más tangible...
- ¿Decís que no os importa? ¿Utilizar a vuestra familia de cobayas?
- Por todos los diablos, hechicero. Mi familia son mis hermanas. Nada más. Pero... hay otros miembros que poseen mi sangre, claro está. Todos los reyes y reinas han tenido mil deslices. Ya es hora de que sean útiles.
El espectro se mesó la perilla, pensativo.
- Habláis de bastardos.
- En efecto. Y... ya que estamos en ello, me he permitido el lujo de mandar localizar al último descendiente de la muy aguada sangre Raven -sonrió dulcemente-. Para que probéis en él el sistema cuando esté puesto a punto.
- ¿¡Qué?! -aulló furioso el Duque- ¡Cómo os atrevéis a...!
- No debería de haber ningún problema si el sistema está perfeccionado. ¿O acaso el legendario Duque Negro cree que voy a utilizar uno de sus ensalmos sin comprobar que antes funciona sin efectos secundarios? No habrás sido tan idiota de pensar eso de mí, ¿verdad?
Sergei de Raven permaneció en silencio unos instantes. Luego sonrió.
- Sois astuta, mi dama.
- Precavida. Si gracias a tus consejos se acelera la conquista del Putomundo, me aseguraré de que el último descendiente Raven recupere el título y tal vez algunas tierras. Ya mismo está recibiendo educación en las artes que le corresponden. Si intentas engañarme, estarás destruyendo tu propio futuro, sombra.
- ¿Me dais vuestra palabra?
- La tienes.
Níobe se desperezó, felina, y se acercó de nuevo la copa de vino a los labios.
- Señora -preguntó el Duque-. ¿Puedo haceros una pregunta?
- Adelante.
- ¿Cómo se llama? ¿Cual es el nombre del último hijo de mi Casa?
Ella rió escandalosamente.
- No podía creérmelo ni yo, mi querido ex-Duque, pero el chico se llama Sergei. Ah, y no lo llames "Casa". Las pretensiones nobiliarias de tu advenediza familia de provincianos paletos murieron contigo. Creo que malvivía de pescador en los marjales que otrora ocupara tu castillo...
Era delicioso ir desgranando poco a poco la información, ver el semblante de tan famoso y poderoso mago con ese rictus de desconcierto. Ahí, totalmente anonadado y con la boca abierta. Lo único que se movía de su efigie era el largo cabello negro, siempre ondulante. Ocultó su leve sonrisa apurando el escaso líquido de la copa.
- Te noto... desconcertado, Duque Negro. Quién lo iba a decir. ¿Ves, capitán? -hizo un gesto hacia el soldado-. Recuerda este momento durante toda tu vida. Los hombres crecen y caen. Las Casas nacen y mueren. Pero el placer de sobrepasar a los que antes fueron más grandes que nosotros... ¡Ah! Eso es inmortal.
- Cuidado, joven dama -Sergei apretó los dientes-. Es posible que algún día os halléis en mi lugar, y frente a vos, otro patético ambicioso.
- Cuento con ello -aceptó Níobe, sin hacer caso del insulto-. Es el ciclo de la vida. Nadie existe para siempre. Nadie triunfa enternamente.



- Así que nada existe para siempre, ¿eh, pequeña y presuntuosa reina?
El susurro llenó la habitación vacía. Los rescoldos de la chimenea procuraban una mortecina luz que ilumniaba parcialmente los objetos cercanos. Dentro de la superficie del espejo, la efigie de Sergei de Raven se materializó. Sin ninguna orden externa.
- Mi triunfo sólo ha sido postergado, Su Majestad...
Los ojos de la sombra se entrecerraron y su rostro se crispó levemente en un esfuerzo de concentración. Al cabo de unos instantes, un suave aleteo se oyó en la repisa de una de las ventanas de la alcoba. Con un suave graznido, el cuervo avisó de su llegada.
- Congrega a tus hermanos, negro amigo -dijo Sergei con suavidad, casi con ternura-. Mis planes pronto llegarán a su conclusión -sus labios se distendieron en una sonrisa torcida-. El cuervo volverá a volar muy pronto.

4.5.09

Aire

La joven cubierta de tiznones y con la mitad de la cabellera chamuscada notó un soplo de aire en su boca que le atravesó el pecho. Una tos seca subió desde sus pulmones y el hombre que le había proporcionado el aire se apartó para dejarle espacio. Ella se incorporó como un resorte y siguió tosiendo. Cuando se calmó, se puso en pie rápidamente y se giró sobre sí misma, mirando lo que la rodeaba. Encontró al menos a siete u ocho hombres, algunos la miraban y otros estaban agachados junto a alguien inmóvil que yacía en el suelo. Estaba en las calles de Hyek, pero estaban desiertas.



- Joven - dijo un hombre bajito y con la nariz colorada, seguramente aficionado al vino. Instintivamente, se sorprendió por la confianza con que el hombre la trataba, ¿acaso no tenía modales? Era obvio que su cuerpo cubierto de tizne negra y sus ropajes desgarrados ocultaban muy bien su verdadera identidad- ha salvado a Azcoy de una muerte segura - su voz mostraba agradecimiento. Pero, ¿qué le estaba diciendo? ¿Azcoy?



Imágenes como fogonazos le inundaron la cabeza hasta que la hicieron taparse la boca con ambas manos y ahogó un grito. Corrió hasta el hombre inconsciente que estaba tendido en el suelo. Los hombres a su alrededor se apartaron asombrados ante la desolación de la joven forastera. No sabían de dónde había salido, quién era, ni por qué se había metido en mitad de un incendio para salvar al herrero. La vieron arrodillarse junto al joven y besarlo sin descanso. Besó sus ojos, su frente, sus labios. Y lloró.



- Azcoy está bien, joven - aseguró un anciano, de su boca colgaba una ramita de vinagreta - pero tiene un golpe en la cabeza. Las mujeres han ido por agua, paños y ungüentos. Se repondrá.



Nyx comprobó que Azcoy sangraba, pero la herida no era profunda. Sonrió aliviada al anciano.



Tres mujeres se pusieron manos a la obra y antes de darse cuenta, tanto la herida de Azcoy como los codos de Nyx estaban limpios y vendados. Se sentía extraña al estar entre la plebe y que no se arrodillaron antes ella, que se saltaran el tratamiento y la llamaran "joven". Se sentía extraña, pero protegida y, para su sorpresa, confortable.



- Joven - en ese momento una de las mujeres se volvió hacia ella - todos en Hyek les estarán muy agradecidos cuando vuelvan de las granjas y sepan lo que ha pasado hoy. Conociéndonos - y soltó una carcajada - incluso daremos una fiesta en su honor.

- Sí - dijo otra - lo que es una pena es como se te ha quedado el pelo.



Nyx abrió mucho los ojos y se llevó las manos a la cabeza. Su larga melena castaña y ondulada, estaba encrespada y no llegaba más allá de su nuca. Ahora era consciente de que notaba la brisa en el cuello y las orejas. La barbilla le tembló, pero tragó saliva y se guardó el llanto, estaba agotada. Podría llorar más tarde.



En ese momento Azcoy despertó. Seguía allí tendido, en mitad de la calle. Nadie había querido moverlo, ni tampoco había habido mucho tiempo. No había pasado aún ni una hora desde el incendio, la herrería todavía crujía y humeaba.



Nyx se quedó paralizada al ver sus ojos abrirse. Dejó que la gente se apelotonara a su alrededor y agradeció quedar en un segundo plano. Estaba inquieta, la martirizaba la idea que había traído tan bien aprendida del castillo. Sin embargo no tuvo tiempo de pensar en aquello porque todos empezaron a señalarla con entusiamo y gritos de alegría, y el desorientado Azcoy la miró. Su ceño se frunció profundamente.



- ¿Esa chica ha entrado ahí? ¿A por mí? - Azcoy no sabía si creer lo que oía. Una desconocida había...entrado... de repente sus ojos y su boca se abrieron lentamente. La chica con la cara manchada de negro, el pelo quemado y las ropas hechas jirones que lo miraba con temor, no era una desconocida.



Azcoy se levantó, torciendo el gesto por las punzadas que sentía en la cabeza, y se acecó a la Reina. Todos se habían quedado en silencio, mirando la escena con intena curiosidad. Azcoy, dándole la espalda a sus vecinos se puso frente a Nyx y una enorme sonrisa se dibujó en sus labios.



- ¿Cómo no voy a quererte? - preguntó mientras la abrazaba.



Ella se dejó hacer, reprimiendo una vez más el llanto. Llevaba años sin derramar una sola lágrima, quizás ese día estaba llorando por todos esos años.











- ¿Qué recuerdas? - le preguntó Nyx al herrero mientras dibujaba con sus dedos letras en la espalda del hombre.

- No mucho. Un hombre vino a la herrería... no recuerdo qué preguntó. No puedo recordar más allá. - Azcoy se puso bocarriba y abrazó el cuerpo desnuda de la joven. Luego la miró y acarició su pelo quemado. Ella se apartó.

- Aún te duele, ¿verdad? - dijo incómoda... incómoda por su pelo, incómoda por lo que guardaba - Mañana te enviaré a nuestro médico.

Nyx se puso en pie de un salto y lo miró, recostado. Él pensó que su mirada era triste por lo acontecido. Pero ella sabía que su tristeza era causa de la culpa. Azcoy se incorporó y la cogió de las manos.

- No te vayas, quédate a dormir... - dijo suplicante - sólo hoy. Da igual quién pueda vernos. Sólo hoy.

- ¿Nunca te importó que nos vieran? ¿Que tu... prometida se enterara? - preguntó Nyx mirando el suelo de madera. Se sentó en la cama, dudando.

Él le besó los dedos de la mano, uno por uno antes de hablar. Su pelo revuelto y su amplia sonrisa hacían que Nyx quisiera quedarse allí para siempre.

- Sabes que jamás sentiré por Murah lo que siento por ti - y al pronunciar su nombre, su rostro se ensombreció, cargado de culpa. Sin embargo la culpa que sentía Nyx iba más allá, rozaba el pánico. - Mantengo la esperanza como un estúpido, de que me pidas que no me case con ella. Que me pidas que huyamos juntos fuera de Avernarium. Que tengamos juntos una vida anónima y modesta, donde tú sólo seas Nyx y yo siga siendo Azcoy. Y que Murah fuera feliz con un hombre que la trate mejor de lo que yo he sabido hacerlo, porque merece mucho más de lo que yo le he dado- Nyx escuchaba con un nudo en la garganta, intentando no llorar. ¿Cómo iba a decirle que Murah ya no existía? ¿Que ella misma le había dado muerte? ¿La creería capaz él de algo así? - pero eso no va a pasar, lo sé, no digas nada. Sé que soy un idiota. - su tono de voz parecía cansado. Miraba a Nyx fijamente, con tristeza - pero has de saber que cuando me case con Murah, todo esto habrá acabado. No pienso engañar a la madre de mis hijos.



Nyx se puso de nuevo en pie, no podía seguir escuchando hablar de Murah. Tampoco podía hablar. El nudo que tenía en la garganta no la dejaba casi respirar. Las lágrimas se acumulaban en sus ojos mientras se vestía a toda prisa. Azcoy la miraba, sentado en la cama completamente desnudo. No la miraba sorprendido; hacerle el amor y luego huír era lo que mejor sabía hacer la joven. Y esta vez ni siqueira estaba enfadado.



- Debo irme, Azcoy, empieza a oscurecer - dijo en un susurro la Reina. Se acercó a él y besó fugazmente al herrero en los labios.

- Está bien... - dijo resignado. De repente, una imagen se cruzó en su memoria y frunció el ceño - Nyx..

Ella se giró sin mirarlo directamente, para que no leyera en sus ojos que algo grave la atormentaba.

- ¿Sí? - preguntó con un hilo de voz.

- El hombre - se rascaba la barba pensativo, con la vista clavada en ella - no sé quién es, seguramente no podría reconocerlo pero... recuerdo que llevaba botas diferentes.

El sobresalto interior de Nyx fue casi visible. Botas dispares, imposible. ¡Puñal!

- ¿Cómo? ¿Llevaba zapatos diferentes? - sonrió fingiendo incredulidad, como si hubiera sido producto de su imaginación.

- Estoy seguro... - Azcoy asintió, convencido -.

- Encontraremos al que lo hizo - dijo Nyx - no te preocupes por eso y deja de darle vueltas..



Al oir el trote de Hierro bajo su dueña, Azcoy se dio media vuelta en la solitaria cama.

Nyx debía de amarlo de verdad. ¿Habría arriesgado su vida, si no, para salvarle del fuego? Y sonrió lentamente mientras se abrazaba a la almohada, recordando cada beso que esa misma tarde, le había regalado la mujer que amaba.

3.5.09

Sergei el Joven


El ejército de Avernarium era, sin lugar a dudas, el mayor de todo el continente. Por otra parte, Níobe había tenido buen cuidado de fingir lo contrario. Ocultando tropas, haciendo pasar soldados intensamente entrenados por meros Guardias de ciudades, dividiendo y renombrando batallones. A pesar de que cada uno de los soldados había sido adiestrado con mimo y equipado con lo mejor, Níobe sabía que no serían suficientes. En cuanto los primeros dos o tres reinos circundantes cayeran bajo su poder, el resto tardarían poco en ignorar sus rencillas y aliarse. Invertiría casi más tropas en asegurarse la lealtad de los países ganados que en el propio frente de batalla. Hizo cálculos. Por lo pronto, las tropas que pudieran reclutarse en los países conquistados serían enviadas al frente; eso sí, en grupos pequeños y aislados entre sí. No les daría la oportunidad de rebelarse, y mucho menos de quedarse en sus hogares, donde tendrían tiempo para pensar en algo más que en sobrevivir. Desplazó un par de figurillas de cobre de un lado a otro de un río. Mejor ahí. Sí, así cuando el General Sigmund decidiera contraatacar... Había estudiado cuidadosamente al enemigo. Las costumbres del pueblo, la personalidad de los oficiales, el comportamiento de los Reyes. El General Sigmund era un hombre anciano y cauteloso, evitaría una confrontación directa. Por otra parte, los Reyes de Términi, Lenar y Casilde, eran muy jóvenes e impulsivos. Sigmund se vería encerrado entre los deseos de sus reyes y su estrategia habitual. Se pondría nervioso cuando -desplazó otra figura- amagara el movimiento, y entonces... Por supuesto, las cosas podrían facilitarse mucho. El general Sigmund era una auténtica molestia. Ya tenía alguna idea en la cabeza. Extendió la mano.
- Vino - ordenó.
La silenciosa Florea se deslizó hacia delante lo suficiente como para verter el licor en la copa de plata de la Reina. El líquido brilló como sangre a la luz de las velas. Níobe lo saboreó.
- Delicioso. Deja la botella ahí y retírate -ordenó, sin mirarla.
La joven doncella asintió, dócil, colocó la botella en una mesa y abandonó la estancia.



Sergei tenía quince años y era huérfano. Cuando seis hombres armados vestidos con el tabardo con la mano blanca sobre fondo negro de la Reina Níobe fueron a buscarle, se asustó. Fueron amables con él y no le hicieron daño, pero le obligaron a abandonar la chabola que llamaba hogar y a acompañarles. Tras él dejó sólo miseria.


Florea echó a andar, silenciosa como siempre. No tenía excesivo trabajo que hacer, sólo cambiar las sábanas y recoger de la lavandería unos cuantos vestidos de la reina. El sonido metálico de una armadura la sobresaltó.
-Doncella Florea -el teniente Der hizo una reverencia-. ¿Accederíais a permitirme acompañaros a vuestro destino?
Florea le observó, sorprendida, y no pudo evitar sonreír. Por gestos indicó su destino, la lavandería.

- Vamos pues, gentil dama- contestó él, ofreciéndole el brazo-. Quisiera, ya que me permitís acompañaros, haceros una pregunta. Mi turno ha terminado, y... Me preguntaba -carraspeó, nervioso- si aumentaríais mi fortuna accediendo a acompañarme a dar un paseo.

La doncella se detuvo.
Su timidez y su defecto del habla hacían que apenas se relacionase con sus semejantes, y que el encantador teniente Der le hiciera tan inusual petición la sorprendía... y la halagaba.


El teniente Der era sobradamente conocido en toda la corte por ser, muy probablemente, el mejor intérprete de laúd de todo el Este. Se decía de él que podría hacer llorar a las piedras, y en todas las fiestas que la Reina Níobe daba solía eximirle de su trabajo para que deleitara a sus invitados con su música. Además de eso, era un conquistador nato. Las mujeres se le daban sorprendentemente bien. Su Reina había sabido sacar partido de esta capacidad enviándole a un par de cortes lejanas. Los resultados habían sido óptimos. Níobe había conseguido sus documentos, y Der un par de noches inolvidables con aquellas damas poseedoras del conocimiento que su Reina ansiaba.

Florea enrojeció, abriendo sus grandes ojos claros en una expresión de sorpresa encantadora.
-Oh, por favor, hermosa doncella -Der le tomó de la mano-. No podéis negaros. Os lo prometo: os dejaré sana y salva en vuestros aposentos a la medianoche.

La joven miró a su alrededor, sonrojada, negando con la cabeza pero aceptando con su sonrisa tímida.
- Doncella Florea, os lo suplico -insistió Der, esbozando su sonrisa más encantadora-. Un paseo tan solo. Cuando terminéis vuestras tareas, os esperaré.
Ella se mordió los labios, le miró con una mezcla de timidez y alegría y finalmente asintió. Der le cogió la mano y se la besó suavemente.
- No sabéis cuán feliz me hacéis.
Señaló el pasillo. - ¿Vamos a vuestro destino, bella Florea?



- Así que este es el chico.

Sergei no podía creer su suerte. Cuando llegó al castillo tres pajes le acompañaron a una habitación, le lavaron, peinaron, alimentaron y vistieron. La Reina de Hielo no era generosa porque sí, así que la sombra del miedo no cesó de flotar sobre él en ningún momento. Finalmente lo habían llevado ante ella, a su siniestro despacho, una sala plena de libros. Era más aterradoramente inaccesible de lo que jamás hubiera sospechado, una hermosa pesadilla vestida de seda.

- Siéntate, chico -ordenó, y sus piernas obedecieron casi sin quererlo-. ¿Sabes quién eres?

- Yo... sólo... soy... -titubeó.

- No, por supuesto que no. Sería mucho esperar -abrió un libro por una página donde un escudo con un cuervo le observaba-. La Casa Raven. Desaparecida desde hace siglos. Tú eres todo lo que queda.

- ¿Yo? - miró el dibujo, no sabía leer y los libros le imponían demasiado- Señora, creo que os habéis equivocado...
- Pocas veces me equivoco, chico, y desde luego en contadas ocasiones un plebeyo ignorante puede corregirme -no habló con arrogancia, sino con fría sinceridad-. Eres quien eres. He hecho... Haré un trato con un... familiar tuyo. Mi parte del trato es devolverte lo que te pertenece. Comenzarás a aprender a comportarte como un noble a partir de mañana, serás adiestrado en la espada y en la pluma. Aprenderás modales, política, estrategia y todo lo que sea necesario. ¿Alguna pregunta?
- Eh... yo... - Te dirigirás a mí como Majestad. Der, llévatelo a sus aposentos. Mañana a primera hora comenzarás a instruirlo.


Tras terminar de colocar las sábanas de la cama de la Reina y asentir con satisfacción, Florea agarró el cesto con las mudas sucias. Había algunas desgarradas, pero eso a la muchacha le parecía de lo más normal: sabía que su señora y el apuesto capitán Gael en ocasiones... Se sonrojó al recordar los gemidos que algunas noches traspasaban los muros de la habitación hasta su diminuta y cercana dependencia. Recordándose su deber, sacudió la cabeza y se dirigió hacia la puerta y agarró el picaporte para salir.
- Florea... Un jadeo semi-ahogado surgió de su garganta a la vez que su cuerpo se envaraba. El cesto de ropa cayó con un ruido sordo de sus brazos. Otra vez... Allí estaba otra vez. Se apoyó contra la madera de la puerta, asustada y sin atinar a girar el picaporte de bronce. Un sudor frío comenzó a perlar su frente. - Florea, hermosa Florea... Por fin, con un movimiento espasmódico y nervioso consiguió abrir. Echó a correr escaleras abajo, en busca de la Reina Níobe. Necesitaba explicarle, a su manera, lo sucedido. Ella acabaría con esas voces y la tranquilizaría, como siempre hacía. El cesto quedó en la habitación, su contenido volcado y olvidado.