El ejército de Avernarium era, sin lugar a dudas, el mayor de todo el continente. Por otra parte, Níobe había tenido buen cuidado de fingir lo contrario. Ocultando tropas, haciendo pasar soldados intensamente entrenados por meros Guardias de ciudades, dividiendo y renombrando batallones. A pesar de que cada uno de los soldados había sido adiestrado con mimo y equipado con lo mejor, Níobe sabía que no serían suficientes. En cuanto los primeros dos o tres reinos circundantes cayeran bajo su poder, el resto tardarían poco en ignorar sus rencillas y aliarse. Invertiría casi más tropas en asegurarse la lealtad de los países ganados que en el propio frente de batalla. Hizo cálculos. Por lo pronto, las tropas que pudieran reclutarse en los países conquistados serían enviadas al frente; eso sí, en grupos pequeños y aislados entre sí. No les daría la oportunidad de rebelarse, y mucho menos de quedarse en sus hogares, donde tendrían tiempo para pensar en algo más que en sobrevivir. Desplazó un par de figurillas de cobre de un lado a otro de un río. Mejor ahí. Sí, así cuando el General Sigmund decidiera contraatacar... Había estudiado cuidadosamente al enemigo. Las costumbres del pueblo, la personalidad de los oficiales, el comportamiento de los Reyes. El General Sigmund era un hombre anciano y cauteloso, evitaría una confrontación directa. Por otra parte, los Reyes de Términi, Lenar y Casilde, eran muy jóvenes e impulsivos. Sigmund se vería encerrado entre los deseos de sus reyes y su estrategia habitual. Se pondría nervioso cuando -desplazó otra figura- amagara el movimiento, y entonces... Por supuesto, las cosas podrían facilitarse mucho. El general Sigmund era una auténtica molestia. Ya tenía alguna idea en la cabeza. Extendió la mano.
- Vino - ordenó.
La silenciosa Florea se deslizó hacia delante lo suficiente como para verter el licor en la copa de plata de la Reina. El líquido brilló como sangre a la luz de las velas. Níobe lo saboreó.
- Delicioso. Deja la botella ahí y retírate -ordenó, sin mirarla.
La joven doncella asintió, dócil, colocó la botella en una mesa y abandonó la estancia.
Sergei tenía quince años y era huérfano. Cuando seis hombres armados vestidos con el tabardo con la mano blanca sobre fondo negro de la Reina Níobe fueron a buscarle, se asustó. Fueron amables con él y no le hicieron daño, pero le obligaron a abandonar la chabola que llamaba hogar y a acompañarles. Tras él dejó sólo miseria.
Florea echó a andar, silenciosa como siempre. No tenía excesivo trabajo que hacer, sólo cambiar las sábanas y recoger de la lavandería unos cuantos vestidos de la reina. El sonido metálico de una armadura la sobresaltó.
-Doncella Florea -el teniente Der hizo una reverencia-. ¿Accederíais a permitirme acompañaros a vuestro destino?
Florea le observó, sorprendida, y no pudo evitar sonreír. Por gestos indicó su destino, la lavandería.
- Vamos pues, gentil dama- contestó él, ofreciéndole el brazo-. Quisiera, ya que me permitís acompañaros, haceros una pregunta. Mi turno ha terminado, y... Me preguntaba -carraspeó, nervioso- si aumentaríais mi fortuna accediendo a acompañarme a dar un paseo.
La doncella se detuvo.
Su timidez y su defecto del habla hacían que apenas se relacionase con sus semejantes, y que el encantador teniente Der le hiciera tan inusual petición la sorprendía... y la halagaba.
El teniente Der era sobradamente conocido en toda la corte por ser, muy probablemente, el mejor intérprete de laúd de todo el Este. Se decía de él que podría hacer llorar a las piedras, y en todas las fiestas que la Reina Níobe daba solía eximirle de su trabajo para que deleitara a sus invitados con su música. Además de eso, era un conquistador nato. Las mujeres se le daban sorprendentemente bien. Su Reina había sabido sacar partido de esta capacidad enviándole a un par de cortes lejanas. Los resultados habían sido óptimos. Níobe había conseguido sus documentos, y Der un par de noches inolvidables con aquellas damas poseedoras del conocimiento que su Reina ansiaba.
Florea enrojeció, abriendo sus grandes ojos claros en una expresión de sorpresa encantadora.
-Oh, por favor, hermosa doncella -Der le tomó de la mano-. No podéis negaros. Os lo prometo: os dejaré sana y salva en vuestros aposentos a la medianoche.
La joven miró a su alrededor, sonrojada, negando con la cabeza pero aceptando con su sonrisa tímida.
- Doncella Florea, os lo suplico -insistió Der, esbozando su sonrisa más encantadora-. Un paseo tan solo. Cuando terminéis vuestras tareas, os esperaré.
Ella se mordió los labios, le miró con una mezcla de timidez y alegría y finalmente asintió. Der le cogió la mano y se la besó suavemente.
- No sabéis cuán feliz me hacéis. Señaló el pasillo. - ¿Vamos a vuestro destino, bella Florea?
- Así que este es el chico.
Sergei no podía creer su suerte. Cuando llegó al castillo tres pajes le acompañaron a una habitación, le lavaron, peinaron, alimentaron y vistieron. La Reina de Hielo no era generosa porque sí, así que la sombra del miedo no cesó de flotar sobre él en ningún momento. Finalmente lo habían llevado ante ella, a su siniestro despacho, una sala plena de libros. Era más aterradoramente inaccesible de lo que jamás hubiera sospechado, una hermosa pesadilla vestida de seda.
- Siéntate, chico -ordenó, y sus piernas obedecieron casi sin quererlo-. ¿Sabes quién eres?
- Yo... sólo... soy... -titubeó.
- No, por supuesto que no. Sería mucho esperar -abrió un libro por una página donde un escudo con un cuervo le observaba-. La Casa Raven. Desaparecida desde hace siglos. Tú eres todo lo que queda.
- ¿Yo? - miró el dibujo, no sabía leer y los libros le imponían demasiado- Señora, creo que os habéis equivocado...
- Pocas veces me equivoco, chico, y desde luego en contadas ocasiones un plebeyo ignorante puede corregirme -no habló con arrogancia, sino con fría sinceridad-. Eres quien eres. He hecho... Haré un trato con un... familiar tuyo. Mi parte del trato es devolverte lo que te pertenece. Comenzarás a aprender a comportarte como un noble a partir de mañana, serás adiestrado en la espada y en la pluma. Aprenderás modales, política, estrategia y todo lo que sea necesario. ¿Alguna pregunta?
- Eh... yo... - Te dirigirás a mí como Majestad. Der, llévatelo a sus aposentos. Mañana a primera hora comenzarás a instruirlo.
Tras terminar de colocar las sábanas de la cama de la Reina y asentir con satisfacción, Florea agarró el cesto con las mudas sucias. Había algunas desgarradas, pero eso a la muchacha le parecía de lo más normal: sabía que su señora y el apuesto capitán Gael en ocasiones... Se sonrojó al recordar los gemidos que algunas noches traspasaban los muros de la habitación hasta su diminuta y cercana dependencia. Recordándose su deber, sacudió la cabeza y se dirigió hacia la puerta y agarró el picaporte para salir. - Florea... Un jadeo semi-ahogado surgió de su garganta a la vez que su cuerpo se envaraba. El cesto de ropa cayó con un ruido sordo de sus brazos. Otra vez... Allí estaba otra vez. Se apoyó contra la madera de la puerta, asustada y sin atinar a girar el picaporte de bronce. Un sudor frío comenzó a perlar su frente. - Florea, hermosa Florea... Por fin, con un movimiento espasmódico y nervioso consiguió abrir. Echó a correr escaleras abajo, en busca de la Reina Níobe. Necesitaba explicarle, a su manera, lo sucedido. Ella acabaría con esas voces y la tranquilizaría, como siempre hacía. El cesto quedó en la habitación, su contenido volcado y olvidado.
- Vino - ordenó.
La silenciosa Florea se deslizó hacia delante lo suficiente como para verter el licor en la copa de plata de la Reina. El líquido brilló como sangre a la luz de las velas. Níobe lo saboreó.
- Delicioso. Deja la botella ahí y retírate -ordenó, sin mirarla.
La joven doncella asintió, dócil, colocó la botella en una mesa y abandonó la estancia.
Sergei tenía quince años y era huérfano. Cuando seis hombres armados vestidos con el tabardo con la mano blanca sobre fondo negro de la Reina Níobe fueron a buscarle, se asustó. Fueron amables con él y no le hicieron daño, pero le obligaron a abandonar la chabola que llamaba hogar y a acompañarles. Tras él dejó sólo miseria.
Florea echó a andar, silenciosa como siempre. No tenía excesivo trabajo que hacer, sólo cambiar las sábanas y recoger de la lavandería unos cuantos vestidos de la reina. El sonido metálico de una armadura la sobresaltó.
-Doncella Florea -el teniente Der hizo una reverencia-. ¿Accederíais a permitirme acompañaros a vuestro destino?
Florea le observó, sorprendida, y no pudo evitar sonreír. Por gestos indicó su destino, la lavandería.
- Vamos pues, gentil dama- contestó él, ofreciéndole el brazo-. Quisiera, ya que me permitís acompañaros, haceros una pregunta. Mi turno ha terminado, y... Me preguntaba -carraspeó, nervioso- si aumentaríais mi fortuna accediendo a acompañarme a dar un paseo.
La doncella se detuvo.
Su timidez y su defecto del habla hacían que apenas se relacionase con sus semejantes, y que el encantador teniente Der le hiciera tan inusual petición la sorprendía... y la halagaba.
El teniente Der era sobradamente conocido en toda la corte por ser, muy probablemente, el mejor intérprete de laúd de todo el Este. Se decía de él que podría hacer llorar a las piedras, y en todas las fiestas que la Reina Níobe daba solía eximirle de su trabajo para que deleitara a sus invitados con su música. Además de eso, era un conquistador nato. Las mujeres se le daban sorprendentemente bien. Su Reina había sabido sacar partido de esta capacidad enviándole a un par de cortes lejanas. Los resultados habían sido óptimos. Níobe había conseguido sus documentos, y Der un par de noches inolvidables con aquellas damas poseedoras del conocimiento que su Reina ansiaba.
Florea enrojeció, abriendo sus grandes ojos claros en una expresión de sorpresa encantadora.
-Oh, por favor, hermosa doncella -Der le tomó de la mano-. No podéis negaros. Os lo prometo: os dejaré sana y salva en vuestros aposentos a la medianoche.
La joven miró a su alrededor, sonrojada, negando con la cabeza pero aceptando con su sonrisa tímida.
- Doncella Florea, os lo suplico -insistió Der, esbozando su sonrisa más encantadora-. Un paseo tan solo. Cuando terminéis vuestras tareas, os esperaré.
Ella se mordió los labios, le miró con una mezcla de timidez y alegría y finalmente asintió. Der le cogió la mano y se la besó suavemente.
- No sabéis cuán feliz me hacéis. Señaló el pasillo. - ¿Vamos a vuestro destino, bella Florea?
- Así que este es el chico.
Sergei no podía creer su suerte. Cuando llegó al castillo tres pajes le acompañaron a una habitación, le lavaron, peinaron, alimentaron y vistieron. La Reina de Hielo no era generosa porque sí, así que la sombra del miedo no cesó de flotar sobre él en ningún momento. Finalmente lo habían llevado ante ella, a su siniestro despacho, una sala plena de libros. Era más aterradoramente inaccesible de lo que jamás hubiera sospechado, una hermosa pesadilla vestida de seda.
- Siéntate, chico -ordenó, y sus piernas obedecieron casi sin quererlo-. ¿Sabes quién eres?
- Yo... sólo... soy... -titubeó.
- No, por supuesto que no. Sería mucho esperar -abrió un libro por una página donde un escudo con un cuervo le observaba-. La Casa Raven. Desaparecida desde hace siglos. Tú eres todo lo que queda.
- ¿Yo? - miró el dibujo, no sabía leer y los libros le imponían demasiado- Señora, creo que os habéis equivocado...
- Pocas veces me equivoco, chico, y desde luego en contadas ocasiones un plebeyo ignorante puede corregirme -no habló con arrogancia, sino con fría sinceridad-. Eres quien eres. He hecho... Haré un trato con un... familiar tuyo. Mi parte del trato es devolverte lo que te pertenece. Comenzarás a aprender a comportarte como un noble a partir de mañana, serás adiestrado en la espada y en la pluma. Aprenderás modales, política, estrategia y todo lo que sea necesario. ¿Alguna pregunta?
- Eh... yo... - Te dirigirás a mí como Majestad. Der, llévatelo a sus aposentos. Mañana a primera hora comenzarás a instruirlo.
Tras terminar de colocar las sábanas de la cama de la Reina y asentir con satisfacción, Florea agarró el cesto con las mudas sucias. Había algunas desgarradas, pero eso a la muchacha le parecía de lo más normal: sabía que su señora y el apuesto capitán Gael en ocasiones... Se sonrojó al recordar los gemidos que algunas noches traspasaban los muros de la habitación hasta su diminuta y cercana dependencia. Recordándose su deber, sacudió la cabeza y se dirigió hacia la puerta y agarró el picaporte para salir. - Florea... Un jadeo semi-ahogado surgió de su garganta a la vez que su cuerpo se envaraba. El cesto de ropa cayó con un ruido sordo de sus brazos. Otra vez... Allí estaba otra vez. Se apoyó contra la madera de la puerta, asustada y sin atinar a girar el picaporte de bronce. Un sudor frío comenzó a perlar su frente. - Florea, hermosa Florea... Por fin, con un movimiento espasmódico y nervioso consiguió abrir. Echó a correr escaleras abajo, en busca de la Reina Níobe. Necesitaba explicarle, a su manera, lo sucedido. Ella acabaría con esas voces y la tranquilizaría, como siempre hacía. El cesto quedó en la habitación, su contenido volcado y olvidado.
2 comentarios:
Estoy enganchada de una forma brutal!
Que nos place, joven. Esperemos que continúe así.
Níobe IV de Avernarium.
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