26.5.09

El presente

Las ventanas necesitaban un repaso, eso estaba claro. La acumulación de suciedad impedía ver el hermoso rostro de la luna llena. Se reprendió con severidad por su olvido, pues hacía al menos dos días que no las limpiaba. La señora no había dicho nada sobre ello, pero la doncella estaba segura de que lo había notado. Con su natural magnificencia lo había pasado por alto y no la había castigado por tamaño descuido. Así que Florea resolvió que debía corregirlo antes de que la Reina Níobe decidiera hacérselo notar. Con su limpio paño y un balde de agua jabonosa, comenzó a fregar todas y cada una de las ventanas. Al terminar, la luz de la luna entraba sin impedimentos y competía con la llama de los candelabros por iluminar la magnífica habitación de la señora. Estaban tan limpios que incluso permitían ver con nitidez cada una de las plumas del cuervo aquél que estaba posado en el balcón de enfrente.

Metió el paño sucio en el cinturón del delantal y cogió el balde, muy contenta de sí misma. Tanto, que comenzó a tararear mentalmente una de las tonadas que el teniente Der solía tocar con su laúd. Entonces se fijó en el espejo que colgaba de una de las paredes. Era sencillo, sin trabajadas molduras o bellos relieves, y no era nada apropiado para la suntuosidad de las habitaciones privadas de la Reina. Aún así también habría que limpiarlo. Se acercó a él, dejando de nuevo el balde en el suelo, y comenzó a frotar con dedicación. Era un espejo bonito, no obstante. Sobre todo debido a la forma en que reflejaba su cara, maquillada como la de la Reina y con el cabello cepillado y lustroso. Se tocó la cara, casi con timidez. Su reflejo la imitó, llevando los dedos sobre la mejilla, la nariz, los ojos. Unos ojos que no eran los de una sirvienta, sino los de una bella dama de la Corte. Un pensamiento la vino de repente a la cabeza: ¡qué hermosa estaba la Dama Florea! Imponente y bella, como la Reina Níobe...

El paño cayó dentro del balde, salpicándola levemente. Florea se dio cuenta y bajó la vista a recogerlo. Cuando la volvió a levantar el maravilloso reflejo se había ido, mostrando de nuevo a la discreta y sencilla sirvienta.

Muy extraño, se dijo. Pero no importaba. El espejo estaba limpio y reluciente, como debía ser. Tal vez hubiera sido un truco de la luz. Así que se encogió de hombros, recogió sus cosas y salió de la habitación.









Desgarro era una hermosa yegua completamente negra. Era famosa en los establos del castillo por dos razones: su legendaria velocidad y su no menos legendario mal humor. Cuando comenzaron su adiestramiento, hacía ya años, le arrancó un dedo al jefe de establos; actualmente sólo toleraba a tres caballerizos de todos los que servían en las cuadras. A lo largo de los años había matado a coces a seis mozos de cuadras; extrañamente era dócil como una niña cuando Níobe la montaba.

Salió a medianoche, vestida de ropas tan oscuras como el color de su montura. La veloz yegua relinchó y se puso de manos graciosamente, y con un solo roce de su amazona supo exactamente a qué velocidad tenía que ir. Más rauda que el viento.
Se sentía tranquila. Había sido una tarde productiva, los informes de sus espías y sus propias deducciones le permitían calcular movimientos de tropas con bastante exactitud. Por ahora, de los siete Reinos que rodeaban Avernarium, sólo uno estaba empezando a sospechar que las Tres Reinas tenían más tropas de las que parecía. Términi continuaba tan despreocupadamente como siempre, una existencia feliz e idílica que pronto terminaría.

Níobe permitió que Desgarro escogiera la ruta.
La yegua trotó lejos de toda zona civilizada. Si el capitán Gael se enterase de que su Reina había salido a la inmensa soledad del campo sin su protección, le daría un pasmo. Pero Níobe necesitaba un respiro. Llevar de continuo una docena de hombres armados que vigilan los más mínimos movimientos de quienes la rodeaban terminada por ser agotador. Necesitaba intimidad.



La laguna era un hermoso espejo que reflejaba la luna. Estaba rodeada por piedras blancas, desgastadas por siglos de uso. Casi todos los lugareños evitaban el lugar.
Níobe refrenó a Desgarro y la ató a las ramas de un endrino. Avanzó con cuidado hasta el borde del agua, arodillándose sobre una roca. Hundió las manos en el líquido elemento y abrió su mente a la noche...

Pendones al viento. Trompetas. Fanfarrias. Espadas y sangre, mucha sangre. Voces de hombre aullando.
Luz. Tanta que hasta los ojos duelen.
El toque de la podredumbre sobre una armadura negra. La venganza de quienes no pertenecen al mundo.
Juventud en oleadas.
El llanto de un niño.
La traición.
Doce almas que no verán otro amanecer.

Níobe abrió los ojos, casi se ahogaba. La adivinación nunca se le había dado particularmente bien. El futuro le deparaba algo importante, algo que debía conocer... y si bien ella no era muy ducha en ese arte, sabía donde encontrar a alguien que sí lo era.


Las artes de la adivinación son peligrosas e inexactas, es fácil perder la cordura husmeando entre las sombras del futuro. Juegan con lo que muestran y lo que parecen mostrar, y confunden a los lectores con equívocos y dobles sentidos. Níobe nunca se había fiado mucho de la Visión, pero cualquier indicio interesante que pudiera obtener sería útil.

Necesitaba conseguir un presente digno para la Vidente. Algo valioso por su rareza.
Metió los pies en el lago, se dejó caer sobre la hierba fresca y permitió que su mente vagara...

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