1.6.09

Edaris de Shult


Exactamente veinticinco días después de la partida de Briye de Shult, treinta y tres hombres entraron en el Castillo de Avernarium. Treinta iban acorazados en armaduras tan impecables que reflejaban el sol de la mañana como si fueran espejos. Los otros tres vestían armaduras ceremoniales: Briye de Shult -el hermano menor del Conde-, Rivas de Shult -la cabeza del Consejo del Condado-, y Edaris de Shult, el Conde.
En el patio de armas esperaba la guardia personal de la reina Níobe, uniformados de gala. Sus armaduras negras contrastaban de modo siniestro con las relucientes corazas de los shultes. Los oscuros pendones con el escudo de Avernarium ondeaban bajo la suave brisa. El capitán Gael y el teniente Der escoltaban a Níobe con gesto impasible.

La Reina había puesto especial cuidado en la primera impresión de Edaris. Todo el patio de armas había sido barrido y limpiado hasta la saciedad, y su guardia personal estaba, a falta de una palabra mejor, impecable. Doce pajes aguardaban, cautelosos, a que se les diera la orden de escoltar a los visitantes a sus aposentos, los cuales estaban situados hacia unas vistas magníficas. La tardía comida -era pasada más de la media tarde- estaba siendo ya servida, una infinidad de delicadezas gastronómicas regadas con los caldos más delicados.
Incluso se había tomado la molestia de esperar que Nyx accediera a aparecer en la recepción. Había mandado confeccionar un hermoso vestido púrpura para ella, vestido que ahora mismo estaría muriéndose de risa en su dormitorio. Su propia ropa, de un blanco inmaculado, había sido escogida especialmente para la ocasión. En el cuello llevaba la gargantilla de rubíes regalo del Conde, y se había hecho recoger el cabello en un velo, a la manera de las mujeres de Shult.

Los recién llegados descabalgaron con un sonido metálico. La guardia de Shult formó casi automáticamente, escoltando a sus tres señores. Níobe les observó con curiosidad.
Rivas de Shult era un anciano. Su cabello escaso y cano acentuaba más aún su aspecto envejecido. En la túnica verde, sobre el pecho, llevaba bordado el escudo de su patria. En las manos portaba un cofre de madera tallada. Avanzó el primero hasta llegar frente a la reina Níobe.
- Majestad -dijo con voz cascada, haciendo una leve reverencia-. Mi nombre es Rivas de Shult, y he sido escogido por el Consejo para representarles. Es un honor poder contemplaros al fin -por muy anciano que fuese un shulte, llevaban la galantería en la sangre-, vuestros ojos son tan hermosos como el joven Briye prometió.
- El placer es mío, Consejero -contestó Níobe, complaciente, y le devolvió la reverencia-. Espero que el viaje no se os haya hecho excesivamente pesado. Los pasos de las montañas pueden ser terribles -añadió amablemente-. ¿Deseáis que mande que os traigan un asiento, señor?
- No será necesario -el hombre negó con la cabeza, obviamente complacido por la preocupación que Níobe fingía-. Aunque soy muy anciano aún puedo cabalgar unas cuantas leguas -carraspeó-. En todo caso, acudo aquí como escolta de mi señor como manda la tradición de mi tierra. Os traigo, señora, un presente del pueblo de Shult -le ofreció el cofrecillo.
Uno de los pajes se adelantó, eficiente, y recogió el cofre de manos del anciano para acercarlo a la Reina.
- Asimismo -Rivas no esperó a que ella abriera el regalo- es mi deber presentaros al Conde Edaris de Shult, a quien los dioses quieran que tengáis a bien concederle vuestra mano.
El Conde avanzó hacia Níobe, y ella pudo verle bien por primera vez. Era un hombre hermoso, sin duda, aunque carecía del atractivo animal de Gael. Como casi todos los shultes, Edaris era rubio, de un rubio tan claro que bajo un sol muy intenso su cabello parecía blanco. Níobe pensó vagamente en Gael desnudo, en su cabello negro y en sus ojos azabache, estremecedoramente oscuros como dos abismos sin fondo. Los ojos de Edaris eran sorprendentemente verdes, de un verde extraño y luminoso, llamativo. Se acercó a ella acompañado por el tintinear de su armadura ceremonial -las placas de metal estaban tan cuajadas de arabescos en oro que apenas se veía el acero- e hizo una reverencia a todas luces perfecta.
- Majestad, cuando mi bienamado hermano regresó con vuestra invitación apenas podía creer mi suerte. La fortuna hubo de sonreírme cuando nací, pues de otro modo me resulta imposible creer que estuviera destinado a compartir el mismo sol que vos hoy. Permitidme besar vuestra mano y seré plenamente dichoso.
Níobe apenas dedicó una mirada de refilón a Gael, pero fue suficiente para ver su gesto desabrido. Estaba rojo de ira, las mandíbulas tensas y los músculos agarrotados. Dispuesta a aprovechar la situación para ganarse a Edaris y para enseñarle modales al capitán, sonrió tímidamente - Si Nyx estuviera aquí, al menos alguien apreciaría mi interpretación, pensó- y extendió hacia él una mano larga de dedos finos, en cuyo anular destacaba el sello real de Avernarium.
- Señor, bienvenido a mi hogar. Espero que vuestra estancia aquí os sea grata.
- Si cuento con vuestra compañía, sin duda lo será - Edaris besó suavemente el dorso de su mano-. Realmente el Consejero Rivas ha dicho la verdad: con la luz de vuestra mirada podría iluminarse la vida de un hombre hasta el fin de sus días.
Ella imaginó el gesto de Gael y tuvo que contenerse para no sonreír, burlona. Si se giraba y le miraba, le encontraría apretando los dientes, comido por la rabia y la impotencia.
Nyx, te estás perdiendo lo más divertido de la visita.
- Mi dama, ruego abráis el presente que os manda mi pueblo, el cual está deseoso de que decidáis formar parte de él.
Los apicultores de Shult eran famosos por la extraordinaria dulzura de sus mieles, un frasco de pura miel de allí podía costar el triple que cualquier otra. Dentro de la hermosa caja de madera tallada había un panal, sí, pero labrado en oro y tachonado de rubíes allí donde deberían estar las celdillas. Una carísima pieza de orfebrería.
- Sin duda el pueblo de Shult es generoso -sonrió Níobe-. Y sus artesanos hábiles -entregó la caja al paje-. Este hermoso presente alegra mi corazón. Quieran los dioses que pueda corresponder al pueblo de Shult como se merece.
Nyx salió al patio, intentando no hacerlo corriendo como solía. Vestía un elegante vestido de seda salvaje púrpura con encajes beige en puños y escote. En el cuello lucía una extraña pero excepcional gema del mismo tono del vestido, a juego con unos minúsculos pendientes en forma de óvalos, que adornaban delicadamente los pálidos lóbulos de sus orejas. En su pelo, las doncellas habían conseguido hacer una verdadera obra de arte a la hora de diseñar un hermoso recogido, tocado con velos de encaje del mismo tono que los puños y el escote del vestido. La joven Reina sonrió dulcemente a los presentes y se acercó hasta ellos. Sus ojos mostraron candidez mientras se disculpaba:
- Oh, señores míos... - dijo pensando que el vestido le apretaba, y deseando que todo aquello acabara pronto para deshacerse de él - disculpen mi tardanza, se lo ruego. Tenía asuntos que requerían mi presencia, ruego sepan perdonarme -
Níobe la dedicó una breve mirada.
- Entremos, señores -pidió a los recién llegados, y de dos zancadas se plantó al lado de su hermana y la cogió del brazo, sin dejar de sonreír.- ¿Dónde estabas? -susurró en un reproche- Te dije que vendrían hoy.
- Me quedé dormida junto al lago mientras leía, hermana. - dijo Nyx en un susurro - ¿Me he perdido algo emocionante? - ironizó.
- Si te gustan las peleas de lobos, sí. Tendrías que ver la cara de Gael -sus voces eran un murmullo acallado por el sonido de las armaduras y de las conversaciones de sus invitados.
- Por favor... - Nyx puso los ojos en blanco - ¿y qué me dices de estos pobres pececillos? - preguntó entre dientes.
- ¿Pobres pececillos? ¿A qué te refieres? El Conde es un hombre versado en política.
Nyx dejó escapar una risa traviesa y miró hacia los hombres que caminaban dignamente delante de ellas.
- Son unos pobres incautos que no saben donde se meten - miró a su hermana - me encanta cuando finges ingenuidad, hermana...
- Por favor, querida -Níobe habló con toda seriedad, sólo una chispa de burla en su mirada-, probablemente estás hablando de mi futuro marido.
Mientras las reinas caminaban presurosas susurrándose confidencias, el Consejero hacía lo propio con el Conde.
- Sé que os disgusta, hijo, pero ya hemos hablado de ello. Incluso aceptar el lugar del rey consorte de un tercio de este país os convertiría en el hombre más rico y poderoso de Putomundo y eso es beneficioso para vuestro pueblo.
- Me niego a estar por debajo de mi esposa -masculló Edaris-. Si ella es mi duquesa con todos los derechos, justo es lo recíproco.
- ¿Preferís acaso ser esposo con todos los derechos de un reino infinitamente más pobre? Vuestro orgullo tal vez. Vuestro pueblo no -añadió el anciano, severamente.
- Ya tolero basantes excentricidades aceptando esa cláusula del regalo de bodas -Edaris suspiró-. No voy a negar que es adorable y deliciosamente romántico, pero aún así...
- La joven Reina ha estudiado nuestra historia con cuidado. Conoce las debilidades de nuestro pueblo, ¿no negaréis vos que demasiadas de nuestras duquesas fueron viudas antes de tiempo? Es normal que se preocupe por vuestro bienestar. Ella no es shulte, y si ha de elegir entre vuestra vida y vuestro honor, comprendo que desee lo primero.
- Mi padre decía -comentó Edaris-, que las mujeres no entienden de honor. Si en efecto tenía razón, éste es un claro ejemplo.
- Por supuesto, mi señor -asintió el consejero-. Vuestro padre, que siempre descanse en la Luz, era un hombre muy perspicaz.
Caminaban despacio, distanciándose ligeramente de las Reinas, pero sin que ello significase una falta al decoro y el protocolo.
- Estoy dispuesto a aceptar que una mujer -dijo el Conde-, ponga delante de su honor el romanticismo, pero no voy a aceptar que haga lo propio con el mío.
- Mi señor, reconsiderad vuestra opinión, los erenianos...
- Sí, ya lo sé -siseó el noble, cortando el comentario de su consejero con un ademán de la mano-. Esos bastardos siguen desplazando tropas por la margen izquierda del río Ghat.
- Eso se podría considerar una provocación, Excelencia.
- Sí, sí... -Edaris suspiró-. Mi honor o mi pueblo. Difícil disquisición.
- Vuestro padre -cuchicheó el consejero Rivas- lo habría tenido muy claro: el bien del pueblo debe prevalecer sobre el del individuo, aunque éste sea el Conde de Shult.
- Tienes razón, mi buen Rivas -asintió-. Aconsejaste bien a mi padre, y lo mismo a mí.
- Me honráis, joven Edaris -contestó el consejero, inclinando la cabeza-. Aunque yo sólo velo por el bien de Shult.
- Que es lo primero, sí. Gracias, amigo mío -le felicitó el Conde con una sonora palmada en la espalda.
- De nada mi señor. Entonces, ¿accederéis...?
- Sí, Rivas. Shult me necesita en esta hora aciaga.

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