13.6.09

Blanca, bella y fría

El jardín oeste estaba situado en lo alto de la torre esquinera. En esa época del año estaba completamente cuajado de flores. Bajo la luz del sol poniente, el pequeño estanque refulgía como si fuera de oro.

Níobe había ordenado que la sirvieran vino y unos pequeños hojaldres de pistachos. Gael y Der hacían guardia junto a la puerta del jardín, ocultos entre las sombras, protegiendo sin molestar. En una de las esquinas del pequeño cenáculo, ocultas de la vista por las enredaderas, tres doncellas tañían sendos laúdes.

La joven Reina se descalzó y se llevó a los labios la copa de vino. Un cisne negro se deslizaba rompiendo la tranquilidad del agua. El Consejero Rivas era sabio, un hombre perspicaz. Podría convertirse en una molestia si le daba tiempo a ello; tendría que asegurarse de situarlo a su lado... o bajo tierra.

El Conde era otro cantar. Su orgullo era tal que le impedía ver otras cosas. Y ese infantil romanticismo renniano... Probablemente esperase encontrarse con algo parecido a una dócil y delicada doncella shulte. Níobe sonrió, la Reina de Hielo era más de lo que ese Conde podría manejar.

Sé blanca, bella y fría como la nieve, hija mía. Quienes mueren en la nieve lo hacen con una sonrisa en los labios, pero están muertos igualmente.

Dejó la copa de vino sobre la mesa; una pequeña mesita esculpida en piedra, cuyas patas asemejaban a esfinges. Los bancos de piedra en los que estaba sentada, orientados al lago, tenían más de trescientos años. Deslizó los pies descalzos sobre la fresca hierba.

Jugar con el Conde iba a ser divertido, sin duda.



La puerta del jardín se abrió. Níobe no se movió, pero escuchó difusamente la conversación susurrada entre sus guardias y el intruso. Unos pasos metálicos se acercaron.

- Señora -la voz de Gael susurró cerca de su cuello-. Vuestro... invitado -mordió la palabra- solicita que le permitáis acompañaros en vuestro solaz.

No tenía ni la más mínima gana de soportar compañía, pero la cortesía shulte exigía un cortejo determinado. Menos mal que queda vino, pensó.

- Por supuesto. Permítele pasar -dijo, girándose lo suficiente como para permitir que su aliento rozase la piel de Gael. Sintió su rabia feroz y no pudo evitar sonreír, burlona. El soldado se tragó el orgullo, detestando profundamente al shulte, pero obedeció.

El cisne negro había desaparecido de su vista.

Unos suaves pasos sobre el césped anunciaron la llegada de su visita. Ella compuso un sonrisa encantadora y se levantó para recibirle. Edaris de Shult iba vestido con las recargadas ropas de cortesano típicas de su país. Prendas caras y pesadas, con mucho ornamento. Llevaba en la mano una temprana rosa, y en la cara una sonrisa de dientes blanquísimos.

- Mi señora -saludó, inclinando la cabeza con cortesía-, sabía por mi hermano que las vistas de vuestro jardín eran magníficas. Aunque -añadió a la vez que le tendía la flor roja- no tan hermosas como la que tengo delante.

Tal vez una botella no sea suficiente, pensó fugazmente Níobe, pero mantuvo su sonrisa.

- Me aduláis, señor -dijo recogiendo la flor-. Tomad asiento -despreocupadamente señaló el banco de piedra frente a ella, en vez del lugar a su lado-. ¿Deseáis beber algo? ¿Ordeno a mis doncellas que traigan otra copa?

Como buen shulte, el Conde esperó a que la Reina se sentara primero. Cuando ella lo hizo, la imitó con un gesto elegante.

- No, muchas gracias, mi señora -negó él-. No acostumbro a beber. La verdad es que -continuó, mirándola profundamente a los ojos- deseaba disfrutar de una hermosa puesta de sol con la hermosa dama que espero vaya a significar el amanecer del resto de mi vida.

Níobe titubeó. No estaba acostumbrada a que la trataran así... era desconcertante. Quizá no del todo desagradable, incluso.
- Sois muy amable, Excelencia -se recompuso rápidamente, adoptando su frialdad habitual-. Vuestra compañía es agradable, pero no deseo que os hagáis falsas esperanzas. Es posible que os escoja a vos, cierto, pero también es posible que escoja a Su Majestad Genar.

- La esperanza nunca es falsa, mi señora. Da luz y calor en la noche más fría, y reconforta el corazón de la misma manera que esa flor -señaló el la rosa que Níobe tenía entre las manos- ha enardecido su color ante vuestra presencia.

El desconcierto de Níobe era mayúsculo, pero un carraspeo y un movimiento tras de ella la sobresaltó. Se giró, era Gael.
- Disculpad, mi señora -dijo el soldado, consciente de que había roto el encanto del momento-. Una avispa. Perdonadme -volvió a adoptar la pose marcial, pero la tensión en sus mandíbulas y la rabia en sus ojos no desapareció.
- ¿Tienes miedo de un bicho, capitán Gael? -se burló ella, mirándole con malicia.
Luego se giró, ignorándolo.
Gael estaba furioso. Pleno de ira. Pletórico de rabia. Inundado por la angustia. No podía aspirar a otra cosa que no fuera compartir las noches de su Reina, y ese shulte pretencioso iba a arrebatarle incluso eso.

Si hubiera nacido en una cuna de oro ahora podría conseguirla, tendría derecho a solicitar su mano, a poder besarla cuando le placiera, a hacer de ella la madre de sus hijos, a decirle que la amaba. Pero lo único que poseía era su espada y su valor, y eso no es suficiente para nada excepto para morir en el campo de batalla.

¿Qué tenía ese pretencioso que no tuviera él? Solo eso, solo la suerte de ser hijo de un Conde. Le odiaba. Verle tocar a su Reina le hacía bullir la sangre. Y llegaría el día en que tendría que estar presente cuando él o cualquier otro desgraciado besara esos labios que debían ser solo suyos.

Le mataría.

La joven estiró los dedos de los pies sobre el césped y se dirigó al Conde.

- Es un modo de verlo. Claro está, a lo largo de la historia hay ejemplos de pretendientes despechados que no fueron tan... estoicos como vos -le dedicó una sonrisa amable-. Muchos hombres se ofenderían si una mujer les rechazase.

- ¿Cómo puede una rosa ofenderse porque una dama la corte por amor? ¿Cómo puede un simple mortal ofenderse porque una diosa decida no fijarse en él? Pues no lo dudéis -aseguró Edaris, inclinándose y tomándola de la mano-, vos sois la hermosura hecha divinidad. No necesito sol, luna o estrellas para poder ver, pues son vuestros ojos los que me alumbran.

Coincidiendo con estas últimas palabras, el sol se deslizó bajo el horizonte. La dulce melodía de los laúdes inundaba la noche.

-Vuestras palabras son muy hermosas, señor -Níobe luchó por mantener la sonrisa en su sitio-. Disculpad si no sé muy bien como reaccionar, pero no estoy hecha a las maneras de Shult -delicadamente deslizó la mano fuera de la presa de Edaris-. Aquí, en Avernarium, los hombres son... -estuvo a punto de mirar a Gael- diferentes.

- Vos no desentonaríais en la corte de mi humilde condado ni aunque os lo propusiérais, mi hermosa señora. Los caballeros vendrían de lejos sólo para poder admiraros, y las damas no tendrían otra conversación que no fuera vuestra belleza sin par...
- Me temo que esperáis encontrar en mí algo que no hay, Excelencia, y no quisiera decepcionaros -su tono era pura miel, no así sus palabras-. Si tuviera que rodearme de mujeres que sólo supieran halagarme terminaría cortándome las venas -entornó los ojos, manteniéndole las miradas-. Yo no soy un bonito jarrón, señor. Y no sé bordar.

- Yo no busco un jarrón, mi dama -aseguró el Conde-. Busco una mujer decidida, valiente, inteligente y hermosa, y vos sobrepasáis con creces estas calificaciones. De todas maneras -añadió con un suspiro-, lo único que he encontardo decepcionante en vuestro encantador Avernarium es veros sin la compañía de auténticos caballeros que dieran hasta la última gota de su sangre por tan sólo un deseo vuestro. Si me aceptáis, tendréis un verdadero campeón a vuestro lado que se consagrará a vos de por vida.

Níobe pudo sentir la ira de Gael sin ni siquiera mirarlo. Se giró hacia él.

- ¿Ocurre algo? -le preguntó, a pesar de que el soldado no había hecho ni un solo ruido.

Peleas de lobos, pensó, divertida.

- Mi señora, no puedo tolerar semejante insulto. Que daría mi vida por vos no puede ser puesto en duda. Señor -se giró marcialmente hacia el Conde. Su voz dejaba translucir una rabia casi frenética-, si aceptáis tal vez pueda demostraros cuán equivocado estáis.

Déjame matarle. Ahora. Aquí. Déjame.Quiero verle sangrar. Quiero verle agonizar, temblar ante los estertores de la muerte.Quiero que se arrepienta de haberte mirado, que maldiga el día en que pensó que merecía respirar el mismo aire que tú. Quiero que sufra. Déjame matarle. Lentamente.
- Capitán Gael -intervino Níobe, con su voz más gélida. No podía permitirse el lujo de que el imbécil del Conde aceptase el duelo... y perdiese-. Sé que darías tu vida por mí. ¿No te basta eso?

- Yo... -él la miró como si acariciase su piel con sólo verla-. Sí, señora. Para mí es suficiente.

- Entonces, vuelve a tu puesto. Si no conoces cual es tu lugar serás relevado - ordenó fríamente. La vena pérfida de Níobe le sugirió que tal vez debía obligar a Gael a disculparse, pero se contuvo.

El Conde de Shult dirigió un breve vistazo a Gael, como quien mira a una hormiga sobre el piso.

- No quiero poner en duda el valor de vuestros guardias, mi dama -comentó, volviendo a mirar a la Reina a los ojos-. Después de todo es su obligación protegeros, pues para eso se les paga. Pero un campeón que ponga su espada y su corazón a vuestro servicio...

- Disculpad a mi capitán, Conde Edaris. Los hombres de Avernarium son muy... apasionados, se exaltan fácilmente. La lealtad del capitán Gael es incuestionable.

- La pasión sin disciplina es para hombres del vulgo, mi señora, no para caballeros.

- ¿He de deducir -preguntó, burlona- que no puedo esperar de vos espontaneidad sin disciplina en ningún aspecto de vuestra vida? ¿Ni siquiera en los aspectos más privados? -sonrió significativamente.

El shulte se sobresaltó ligeramente, aunque como buen cortesano supo esconderlo medianamente bien. Miró hacia otro lado, sorprendido por el comentario de Níobe.

- Mi señora... creo que ése es un tema para hablar entre marido y mujer, no sólo entre... conocidos -repondió, algo titubeante-. Por muy agradable que sea su compañía.

- ¿Os he escandalizado? -el tono de Níobe era todo corrección, pero en sus ojos brillaba la burla.

- No soy inmune a ello, mi Reina -contestó Edaris, sonriendo tímidamente-. Ya sabéis cómo se tratan estos... estos temas en Shult. Tal vez vos podáis... hacer algo que vaya encaminado a minimizar ese sentimiento -añadió, esperanzado.

- Desconozco por completo cómo se tratan esos asuntos en Shult -contestó ella-. Es curioso, pero en todos los libros en los que hablan sobre vuesta cultura ignoran completamente todo lo que rodea a las relaciones carnales -añadió, pensativa-. Os seré franca, Conde. Si vos compráis una espada, os aseguráis de su filo antes de tener que usarla, ¿no es así? El Rey de Alysium es un muchacho imberbe, y eso es un punto en su contra... en principio. Digamos que estoy tratando de asegurarme de que la espada que voy a comprar sea la más afilada que puedo conseguir -le dedicó una sonrisa capaz de hacer enrojecer a una madre de diez hijos-. No voy a negar que habéis sido mucho más amable conmigo que su Majestad Genar, y que su hubiera que escoger ahora, seríais muy probablemente el elegido, pero aún así... no puedo garantizaros nada.

Níobe se acercó la copa de vino a los labios.

- ¡Sandra! -llamó. La música del laud se interurmpió y entre las plantas apareció una doncella.

- ¿Señora?

- Que enciendan las antorchas del jardín. El Conde y yo cenaremos aquí, una cena ligera. Y tráeme un chal, empezará a hacer frío.

2 comentarios:

^lunatika que entiende^ dijo...

Joder... Me da una pena Gael que lo flipas...

Jezabel dijo...

Y lo que le queda, querida.