21.9.09

La habitación de los durmientes

"Podría decirse que, de todo el Putomundo, Avernarium es el único país con una actitud abiertamente indiferente -si no despreciativa- hacia las religiones. Los pocos que practican alguna religión rinden culto a deidades pretéritas y oscuras que no mencionaré en este tratado; pero hasta la familia Real manifiesta un completo desinterés por la existencia de dioses. Citando a la Reina Eawenn la Voraz, el culto a lo que está más allá de la muerte es para los que mueren."
Extracto de "El dominio de los dioses", del sacerdote ambusí Nerat Jeten.


16/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Habitación de los Durmientes, Castillo de Avernarium.
Estación de las hojas caídas.


Níobe no lloraba. Nunca lo hacía. Su nodriza solía decir que ni siquiera lloró al nacer. Una exageración, por supuesto; pero sí era verdad que ni siquiera recordaba cuándo era la última vez que había derramado lágrimas de dolor. Ella no hacía eso: guardaba el dolor, lo atesoraba. Lo enfocaba, normalmente hacia la venganza. Era mucho más útil. Y... siendo sincera consigo misma, lo cierto es que prácticamente nunca había sentido pena. O alborozo. O cualquier emoción realmente pasional. Sólo la intensidad de los lazos fraternales, o el placer de la victoria intelectual, o la ira ante la torpeza ajena, o quizá alguna vez la satisfacción de saberse la obsesión de Gael... Pensó que tal vez el apodo de Reina de Hielo estaba bien puesto.
La Reina velaba el cuerpo en una pequeña sala sin ventanas, tapizada de negro. La Habitación de los Durmientes, se llamaba. Generaciones de Reinas avernesas habían sido veladas en esa sala. Miles de cadáveres habían sido vistos por última vez en esa habitación, miles de desconsolados y no tan desconsolados parientes habían derramado sus lágrimas. Esa noche Níobe estaba sola. Las velas proyectaban una luz temblorosa sobre los rasgos embalsamados de su hermana.
La tradición disponía que el cadáver debía vestirse de blanco y adornarse sólo con una corona de flores. Ella misma había recogido y trenzado las rosas blancas, y las espinas clavándose en sus dedos habían sido casi una bendición. El dolor físico hacía olvidar la angustia espiritual. A los pies del cadáver se habían depositado varios de los objetos personales de Adara con el fin de que quien los viese pudiera recordarla. Un laúd, una gargantilla de esmeraldas, una daga.
La Reina de Avernarium, cuarta de su nombre, permanecía quieta en un sillón de terciopelo, mirando fijamente el cadáver. Cogió el laúd con cuidado. Sus dedos largos y blancos tañeron las cuerdas, desgranando una melodía triste, infantil, recuerdo de tiempos casi olvidados cuando las tres niñas vivían libres de preocupaciones.
- Él está muerto. Ni siquiera pudimos hacer que ese bastardo pagase por sus pecados -susurró-. Y yo debería haber sido capaz de romper el hechizo de la zíngara. Lo siento. Yo debería... yo...
Inspiró hondo.
- Averiguaré porqué. Te lo prometo. Sabré quién ordenó tu muerte. Y me aseguraré de que viva una eternidad para lamentarlo.
Se levantó y depositó un suave beso en la frente helada de su hermana.
- Alguien va a pagar por esto, Adara.


Puñal salió del Castillo sin que nadie le viera. Tenía una misión, y nunca fallaba.
Las palabras de la Reina Níobe retumbaron en su mente: "Averigua quién daba las órdenes al Barón y tráelo ante mí. Y a la hija. Tengo un destino especial preparado para ellos dos."


Las misivas de condolencia de nobles de Avernarium y otros países llegaban de continuo. Pero las Reinas habían preferido un funeral privado.
Junto a la tumba abierta, Níobe estaba de pie. Sujetaba un libro abierto entre las manos, el libro favorito de Adara, una de las pocas novelas que tenía en su haber. Comenzó a leer una página que ella había subrayado, su texto favorito. Lord Ducan Nawch, el caballero protagonista, ha descubierto que la que fingía ser su amada Lady Anette Winter es solo Anette, hija de una prostituta, que llevaba años dedicándose a enamorar y arruinar hombres.

- "Hipocresía. Mentiras. A eso os dedicáis. Fingís un aspecto, engatusáis a quienes os rodean. Permitís que os abran el corazón, y mientras vivís en una hermosa casa con lujo y esplendor, vuestras arcas están vacías. Vuestra mera existencia es un engaño. Os hacéis pasar por noble señora y jamás habéis sabido que es tener nobleza en la sangre. Todo en vos es vacío y mentira, todas vuestras palabras no significan nada. Ni vuestro nombre ni vuestro oficio son lo que decís, ni vuestra historia ni vuestra casa. Fingís cultura y sois una ignorante; fingís sabiduría y sois una necia; fingís amor y sois una mujer yerma. No existís, sois solo un personaje equívoco y falso.
Y aún esto podría perdonaros, pero no que difaméis a los hombres honrados. Que para tapar vuestras miserias inventéis ajenas, escupáis sobre otros honores, critiquéis a quienes solo os han protegido. Sois una pérfida infame, señora. No merecéis amor. No merecéis nada. Solo buscáis un títere, un imbécil que asienta cada vez que habláis, que admita como leyes todas estas tonterías que os bailan en la cabeza. Habéis escogido ser una necia.
Y jamás, señora mía, jamás habéis admitido ser la culpable de vuestras desgracias."

Pensó que Adara jamás volvería a leer esas letras...

El féretro fue empujado dentro de la tumba.

1 comentario:

^lunatika que entiende^ dijo...

Ofú cómo está la cosa...
Llevo media hora para leer esto en el curro...