Edaris de Shult caminaba nerviosamente de un lado a otro de su habitación. En la mano derecha sujetaba un pendiente de perlas.
Debería marcharme de inmediato.
Níobe...
Ha matado a ese hombre.
Tal vez no tenía otra opción...
Siempre hay otra opción.
¿Sí? ¿Y qué hubiera hecho yo?
Un duelo, por supuesto...
No todo el mundo tiene el autocontrol de un caballero. Níobe, por muy excepcional que sea, no deja de ser una mujer.
Debería marcharme de inmediato.
Jamás volverás a verla.
Hay más mujeres. Hay más candidatas a Condesa de Shult.
¿Hay más mujeres que desee ver cada mañana junto a mí? Ninguna.
Antes de mis deseos, está el Condado. Mi voluntad no tiene valor frente a lo que Shult necesita.
Jamás volverás a verla. Nunca. Tendrás que decir "sí, quiero" frente a otra mujer, sabiendo que es perjurio. Y todo porque ella ha matado a un plebeyo que la insultó. Yo habría hecho lo mismo, solo que con una espada en vez de con un puñal.
¡No es lo mismo! ¡En un duelo hay honor, hay posibilidad de defenderse!
El juglar sabía que la estaba insultando. No ha sido un error, ha sido deliberado.
El juglar era un mero mensajero...
El juglar, ahora que lo pienso, sonreía mientras entregaba ese supuesto mensaje. Disfrutó insultándola. Disfrutó como una rata insultando a una mujer que le había ofrecido su hospitalidad. No era un mero mensajero, era un partícipe de la injuria de Genar.
¿Y ésa es razón para matarle?
Es la ley. Y la ley ha de ser respetada.
No puedo quedarme aquí. Debo marcharme.
La luz de la luna se filtraba por la ventana. Se asomó: había oscuridad en el torreón donde dormía Níobe. Durante un instante tuvo la sensación de que era algo más que la ausencia de luz. Pensó en sus ojos furiosos mirándole, en sus labios trémulos y suaves, en su piel pálida. Recordó aquel beso hacía un par de noches. Evocó el sonido de su voz, a veces suave, a veces afilado. Se miró la mano: de tanto apretar el pendiente, se lo había clavado en varios sitios. Se llevó la mano frente a los ojos y vio brotar la sangre.
Así era Níobe, pensó. Tan bella como esa hermosa pieza de joyería, con brillantes perlas y delicadas filigranas talladas con infinito cuidado por algún maestro joyero. Tan letal como ese valioso pendiente que, solo de sujetarlo, le había cortado la piel hasta hacerle sangrar.
Se sentó. Pensó en ir a verla a su dormitorio. Tal vez podría... hablar con ella. Necesitaba decirle, ¿el qué?
Salió a la puerta de sus habitaciones, dos de sus soldados montaban guardia.
- Sir Adwey, id a buscar al Consejero Rivas y traedlo aquí.
- Señor -el caballero le miró, sorprendido-, es tarde...
- Lo sé. Aún así.
El hombre asintió, hizo un breve saludo con la cabeza y desapareció por el pasillo. Edaris volvió dentro.
Quiero quedarme con ella.
¿Eso es lo correcto?
Sí. Shult necesita a Avernarium.
¡Mejor caer bajo Erén que bajo la ignominia!
Por los dioses, estoy exagerando. No era más que un plebeyo que la había insultado.
¿Sí? ¿Y qué será después?
En nombre de todo lo sagrado, no puede ser tan difícil hacerle entender lo erróneo de su comportamiento.
No es una dócil dama shulte. Tiene más carácter que todo mi Consejo junto.
¿Y no es precisamente eso lo que la hace tan fascinante?
¡No necesito fascinación!
Llamaron a la puerta, Edaris fue a abrir. Rivas esperaba al otro lado de la puerta, con su camisa de dormir y su gracioso gorro terminado en borla. Tenía el gesto adormilado de quien acaba de despertarse, y una expresión abotargada por el sueño interrumpido.
- Joven Edaris, ¿no habéis visto qué horas son? -el anciano le miró con reproche- Yo ya no estoy tan joven como para trasnochar.
- Lo siento, Rivas, amigo mío... -se apartó de la puerta y volvió al interior de la habitación, comenzando a andar nerviosamente de un lado a otro-. Pasa, por favor. Y siéntate.
- Mi Conde -dijo el anciano, acercando su cansado cuerpo a una de las sillas de la habitación y mirando a su protegido con preocupación-, ¿qué hace que el máximo mandatario de Shult deambule a estas horas en vez de sumirse en un bien merecido sueño reparador?
- Bien merecido... Sí, eso es. ¡Se lo tenía bien merecido! -exclamó, golpeando una pared con fuerza.
- Edaris, tal vez si me contáis lo que sucede...
Edaris giró la cabeza y miró al anciano consejero fijamente, casi como si se preguntara qué estaba haciendo en su habitación. Entonces recordó para qué le había hecho venir.
- Rivas, yo... -cogió la otra silla, la acercó hasta la de Rivas y se sentó en ella-. No sé qué hacer. La Reina...
- ¡Ah! Así que es eso -el anciano asintió levemente, comprendiendo-. Mi joven muchacho. La Reina Níobe estaba en su derecho de hacer matar a ese... mensajero -casi escupió la palabra.
- Sí, Rivas, sí. Lo sé. Y en Shult ése habría sido también el resultado. ¡Pero es que la Reina lo apuñaló a sangre fría! -añadió, estremeciéndose com si hubiera sido él y no el isleño el ajusticiado.
- ¿Os sentiríais mejor si lo hubiera ajusticiado -puso énfasis en la palabra- mientras ardía de ira? ¿Lo que os molesta concretamente es el hecho de que lo hiciera a sangre fría?
- No... no sé que es lo que me molesta, Rivas. Hay algo tremendamente erróneo en esa situación, pero no soy capaz de determinar exactamente el qué.
- Quizá os desconcierta que lo matara ella -sugirió Rivas, suavizando el tono de voz-. Estáis acostumbrado a ver morir y matar hombres, señor. Pero creo que en toda vuestra vida habréis visto morir una o dos mujeres... y matar a ninguna.
- ¡Es que no está bien! - Edaris se mesó los cabellos- Ella no debería haberse manchado las manos de sangre, no debería...
- Joven Edaris - la paciencia de Rivas era casi infinita- os recuerdo que el Consejo escogió a la Reina Níobe, entre otras cosas, porque no se asustará si tiene que iniciar una guerra. Y eso, señor, es mancharse las manos de sangre.
- ¡Pero es que no es lo mismo participar en una guerra desde la seguridad del castillo y dejando el peso de los combates a los guerreros que llevan su blasón, que participar ella misma en las matanzas! -el joven se levantó y faltó poco para que enviara su silla al otro extremo de la habitación de un puntapié, así de fuerte eran su desconcierto y su nerviosismo.
Rivas suspiró, presionando con una mano sus ojos en un intento de mantener el caudal de paciencia. Pues éste sería casi infinito, pero el discutir con su soberano sobre temas ajenos a la forma en que éste se crió y habiendo dormido sólo 2 horas...
- Edaris...
- ¡No! ¡No está bien! -esta vez el Conde desahogó su frustración golpeando la mesa con su puño derecho y partiéndola en pedazos-. Una dama, y más una Reina, debe comportarse como dictan las normas de protocolo, ¡y no creo que apuñalar a un enviado de una potencia extranjera, con un objeto conjurado mediante hechicería, esté dentro de las normas de la buena conducta! -ni siquiera notó que se había herido. La sangre manaba de los profundos cortes que las astillas habían hecho en su carne, manchando su ropa y goteando hasta el suelo.
- Basta ya, Edaris -Rivas no gritó. Sólo habló con esa inflexión de la voz que utilizaba cuando era el preceptor de un crío que estaba destinado a heredar todo Shult. El Conde Edaris miró a su anciano consejero con sorpresa-. Cállate y siéntate en la cama. Ya -añadió, viendo que el joven abría la boca para protestar. Suspiró de nuevo-. Mira, jovencito, y atiende a lo que digo: la vida real no es como viene en los libros. Las pulcramente redactadas normas de todos esos manuales que debiste aprenderte de memoria no sirven -Edaris hizo ademan de protestar y el anciano le atajó con un movimiento terminante de la mano-. No sirven para nada. No ganan guerras perdidas, no protegen a tu familia, no dan de comer a los siervos, no salvan a tu anciana madre de ser violada -el consejero fue enumerando una a una sus razones-. No impiden que todos los que amas sean aniquilados por tu vecino. ¿Lo entiendes, jovencito?
- Eh... yo...
Rivas acercó la silla hasta la cama. Inmediatamente borró de su semblante la faz autoritaria del maestro y compuso la sonrisa del amigo preocupado. Puso su mano izquierda sobre la rodilla del joven Conde de Shult.
- Mi señor, entiendo dónde os halláis. Hasta este momento llevábais una existencia acorde con las tradiciones de Shult. Pero ahora no estamos en Shult. La situación actual me ha obligado a sacaros de esa idílica vida de caballeros de brillante armadura y de damas de mejillas sonrojadas. Y es más: deberéis sacar a vuestro Consejo de esa misma mentira -por un momento la sonrisa se deshizo y sus labios se apretaron con firmeza-, o Shult desaparecerá.
Edaris le miró como si no comprendiera de que hablaba, como si no fuera Rivas sino un extraño e inquietante engendro. Entendía sus palabras, formaban frases con sujeto y predicado, pero lo que querían decir se le escapaba por completo. ¿Acaso todo lo que había aprendido durante su existencia era mentira?
- Rivas... No te comprendo -susurró.
- Se acabaron los cuentos de hadas, mi inocente pupilo. Se terminó. Para siempre. Ha llegado el tiempo de las Reinas que apuñalan en el salón del trono, de las guerras que no se ganan en el frente y de las victorias de las que uno no puede estar orgulloso.
- No concibo que tú me estés diciendo esto -Edaris le observaba con espanto conmocionado.
- Alguien tiene que decíroslo, muchacho. Para que el pueblo de Shult sea libre, vais a tener que hacer muchas cosas que lamentaréis. ¿No os habéis preguntado nunca porqué Avernarium ha conservado su exagerado tamaño durante tantos siglos? Un terreno tan grande es un bocado muy interesante para muchos países circundantes, muchacho. Pero las Reinas de Avernarium siempre han sabido manejar la política a su antojo. Ya va siendo hora de que aprendáis algo de ellas. Níobe es vuestra mejor elección, muchacho; la necesitáis. Y necesitáis no solo que os apoye, sino que os enseñe. Ella maneja la política de un modo admirable; será la mejor tutora que nunca podáis tener.
- Rivas -dijo Edaris-, si el Consejo oyera esto que me dices...
- Por eso os lo digo aquí, a muchas leguas del Consejo. Ellos no lo entenderían. Viven tal y como prescriben las normas. Y si uno se pliega a las normas mientras que su enemigo se las salta... Ya sabéis cuál sería el desenlace.
El joven Conde de Shult pensó sobre las palabras que su fiel consejero le decía.
- Pero el honor...
- ¡Valgame la Luz, muchacho! -exclamó Rivas, levantando ambas manos hacia arriba, como si de verdad estuviera rogando a esa inexistente Luz-. Disculpad, mi señor -añadió, recobrando la compostura-. Edaris, tenéis que comprender que el concepto de "honor" que vos aprendisteis no es el concepto de "honor" que existe en realidad. ¿"Mejor muerto con honra que vivo sin ella"? Eso puede estar bien para alguien que no tiene la pesada responsabilidad de cuidar de cientos o miles de súbditos. "¿Dónde está ahí el honor?", me preguntaréis. Y yo os responderé: el honor está en sacrificar tu propia honra y tu propio orgullo por el bien de aquéllos que están a tu cuidado, incluso si para ello tienes que pisotear todo aquello que te enseñaron.
- Yo... no... - Edaris enterró la cabeza entre las manos-. No puedo creer que esté escuchando esto. El Consejo... El Consejo te hará ver que te equivocas -le miró, esperanzado-. Te mostrarán lo equivocado que estás... - se llevó la mano frente a los ojos, la mano con cortes en las palma hechos por el pendiente de Níobe y en el dorso por las astillas de la mesa-. Me niego a hacer esto. Si ser Conde implica escupir sobre las nobles enseñanzas de mis ancestros, abdicaré. Me niego.
- Eso no es nada valeroso, muchacho. ¿Dejar que vuestro hermano se encargue del problema?- el anciano suspiró-. Mirad, joven. Debéis contraer matrimonio con Níobe. Es de crucial importancia que contemos con Avernarium en la guerra que se avecina. Si... -Rivas torció el gesto- Si la situación se vuelve insostenible, siempre podréis solicitar el divorcio.
- No puedo creer que tú me estés diciendo esto -repitió.
- Abrid los ojos, Edaris. ¿Qué os diría el Consejo? Yo os lo diré: Vuestro primo Wallace permanecería meditabundo, y solo cuando se hubiera tomado una decisión le empezaría a sacar defectos. Vuestro hermano Briye lo solucionaría todo con una justa. Sir Brewe, Sir Admund y Sir Logan optarían por esperar. Lord Vessir consideraría...
Edaris se dio cuenta de que era cierto. Todas las reuniones del Consejo seguían esa mecánica. Todos y cada uno de sus Consejeros parecían interpretar un papel, siempre adoptando la misma postura... Entonces entendió por qué su difunto padre, que siempre descansara en la Luz, hizo que fuera Rivas quien le enseñara, quien le guiara. Augustus de Shult fue un hombre sabio y muy querido por su pueblo. Pero también fue un hombre previsor y muy pragmático. Sabía que eran necesarios ciertos cambios en el Condado o los malditos primos de Erén, que cada vez dirigían más su codiciosa mirada hacia Shult, declararían una guerra que las rígidas normas suscritas por el Consejo del Conde no podrían ganar. Así que fue moviendo sus piezas. Ahora Edaris lo veía mucho más claro: las levas para el ejército, los entrenamientos obligatorios, el aumento en las pagas de soldados y oficiales, la concesión del título de "Caballero" para aquellos soldados de clase baja que demostraran absoluta lealtad y dedicación, el establecimiento de los fuertes fronterizos... Y movimientos que darían su fruto aún a más largo plazo: como el plantear al Consejo la necesidad de alianzas o matrimonios con Estados más fuertes, o como el hecho de que su hijo recibiera la guía y el consejo del único hombre en quien de verdad confiaba Augustus. El único que sabía hacerle ver la realidad tal y como era: el viejo y sabio Rivas.
- Dime qué he de hacer -susuró Edaris, con el ánimo por los suelos.
- Vuestro universo acaba de desmoronarse, joven Edaris -dijo el anciano on dulzura-. Pero no os preocupéis. No es tan terrible. Mañana por la mañana id a ver a la Reina y...
- Le dije que me marcharía -cortó Edaris.
Rivas dio un respingo.
- ¿Qué?
- Le dije...
- Eso ha sido una estupidez, señor. ¡Un movimiento políticamente erróneo! Debéis arreglar eso cuanto antes. Y es posible -levantó un dedo, advirtiendo con firmeza al Conde- que la Reina os haga pagar por ese desprecio. Os prevengo: aceptad el castigo y sellad el compromiso cuanto antes.
Edaris simplemente asintió, derrotado. El anciano volvió a suspirar por enésima vez aquella noche. Su rostro se dulcificó una vez más. "Es tan joven...", pensó.
- Mi señor -dijo el consejero con suavidad-, os aseguró que entiendo en qué legamosas aguas tenéis chapoteando a vuestra conciencia. Yo también pasé por lo mismo cuando descubrí que todo en lo que creía no era más que un engañoso aunque bello velo que escondía a mis ojos la fealdad del mundo. Decidme, mi joven Conde: ¿amáis a esa mujer?
- Sí -respondió Edaris, aunque a regañadientes.
- Entonces deberéis poner más empeño en entender determinadas cosas. Ella, la Reina Níobe, no ha tenido nunca los ojos vendados. Será duro para vos, pero aún la amaréis más cuando veáis que ella se muestra a vos... eh... -aquí el anciano dudó un momento, pero tampoco quería sobrecargar más todavía los hombros de su pupilo- tal y como es. Sin esconderse en veleidosas y falsas normas, sin temer cruda la realidad.
- Tienes... Tienes razón -afirmó categóricamente-. Creo que iré ahora mismo a verla.
- Pero, mi señor, es ya muy tarde de madrugada. El sol...
- No -negó Edaris-. No puedo dejar que pase el tiempo. Níobe tiene todo el derecho en tener mis disculpas cuanto antes. Iré a sus habitaciones -continuó- y me arrodillaré ante ella, suplicando su perdón y haciéndola ver que ahora sé que tenía ella toda la razón, mientras que yo estaba equivocado... Buenas noches, mi fiel Rivas -dijo Edaris, sin mirar a su consejero-. Voy a ver a la Reina.
Y, así sin más, salió de la habitación a grandes zancadas. Rivas ni siquiera se molestó en detenerle. Una vez que un renniano de sangre noble comenzaba un camino, siempre lo terminaba. La tozudez innata a su condición había hablado, y más valía que nadie se interpusiera en su camino. O sería arrollado sin contemplación.
Dos soldados montaban guardia a la entrada de los aposentos de Níobe. Miraron extrañados a Edaris cuando se acercó a ellos.
- Apartaos -ordenó-, he de hablar con su Majestad.
- Señor, es tarde. Su Majestad descansa.
- Aún así -repitió, molesto. No estaba acostumbrado a tener que dar explicaciones- he de hablar con ella de inmediato.
- Señor... -comenzó a insistir uno de los guardias, pero Edaris no estaba dispuesto a ceder.
- Soldado, escuchadme. He de hablar con la Reina de inmediato sobre temas de muy grave importancia; si osas detenerme, me encargaré de que su Majestad sepa de tu comportamiento, y de que te castigue en consecuencia.
El guardia se quedó pálido. El término castigo en boca de Níobe era temible.
- Pasad -dijo el guardia, temeroso.
Edaris atravesó la puerta y entró en la antesala, donde todavía ardían los rescoldos en la chimenea. Frente a él, la puerta de Níobe. Llamó dos veces, nadie respondió. Nervioso, volvió a insistir...
La puerta se abrió, y una somnolienta Níobe vestida con un liviano camisón apareció en el marco.
- ¿Qué ocurre? -preguntó con voz adormilada.
- Mi señora, yo... -empezó Edaris. Carraspeó, miró al suelo, volvió a carraspear y entonces se arrodilló delante de la Reina. O más bien casi se tiró al suelo por lo rápido de su movimiento-. Mi señora Níobe, mi Reina, vengo a disculpar mi anterior comportamiento. Soy... Fui un iluso al no comprender los motivos que teníais para hacer lo que hicísteis y... Y yo... Venía a presentaros mis más humildes disculpas y mi más sincero arrepentimiento. Aceptaré cualquier castigo que...
Níobe tardó un par de segundos en comprender lo que estaba pasando. Luego sonrió.
- Levantaos, Excelencia -ordenó, con una mezcla de dulzura y autoridad-. El suelo no es lugar para vos. Y tranquilizaos, que apenas entiendo qué queréis decirme...- se apartó del marco de la puerta- pasad y sentaos -señaló un sillón.
Níobe se dirigió al baño, sonriendo pérfidamente para sí.
- Permitid que me aclare el rostro, estoy medio dormida -Edaris escuchó su voz y el caer del agua, mientras se levantaba del suelo y se dirigía, aún sin entender por qué no le castigaba inmediatamente, hacia el asiento que ella había señalado. La Reina volvió. Se sentó en otro sillón, junto a la chimenea-. Bien, Excelencia, respirad hondo un par de veces y decidme: ¿qué ocurre?
- Mi señora, vengo a pediros disculpas por el modo en que me comporté antes. Os amo y quiero casarme con vos. Si mi anterior... -buscó la palabra adecuada- exabrupto, totalmente fuera de lugar, ha hecho que me miréis con peores ojos y ya no deseáis que permanezca aquí, lo entenderé y lo aceptaré. Pero antes de que eso ocurra, he de admitir ante vos mi equivocación y declararos que lo que hicisteis no ha hecho más que revelarme un mundo que yo creía que no existía -se levantó, fue hacia ella, la tomó de la mano y puso una rodilla en la fría piedra-. Y debido a ello os amo más todavía, pues reconozco en vos alguien que además de sus otras virtudes tiene consigo la sabiduría del mundo real.
Níobe tuvo que esforzarse para no reír. Sin embargo, se le escapó una sonrisa que Edaris interpretó como un gesto de amabilidad.
- Vaya, Excelencia, ¿y no podían esperar vuestras disculpas a mañana? ¿O tanta urgencia tenéis que deseáis firmar ya el contrato matrimonial? - se burló.
Deslizó la blanca mano por el cabello de Edaris.
- En cierto modo encuentro vuestra espontaneidad encantadora. Tranquilizaos, estáis más que perdonado. Aunque he de decir que esperaba más resistencia frente a una posible negativa... ¿No fue Sir Gareth el Blanco quien se suicidó porque la mujer de la que se había enamorado le rechazó?
- Sir Gareth no tenía que cargar con el peso de multitud de súbditos. La responsabilidad que tengo sobre mis hombros y que mi padre me legó me impediría cometer ese acto, mi señora. Hacerlo sería un acto indigno de un Conde -utilizar los argumentos que Rivas le había hecho ver le infundía tranquilidad-. Si me rechazáis habré de vivir sabiendo que ninguna mujer podrá ocupar el lugar de aquélla que me rechazó.
- Que lástima. Con lo infinitamente romántico que sería eso, ¿no creéis? ¿Que un hombre se quite la vida por una? Me pregunto qué se sentirá... -Níobe le acariciaba el pelo con infinita dulzura, burlona y cruel-. Bien, señor: estáis perdonado. Mañana si lo deseáis firmaremos el contrato, y pasado podréis volver a vuestra tierra. ¿Cuándo deseáis celebrar la boda?
- Pero... eh, ¿no estáis...? Es decir, mi comportamiento anterior...
- ¿Sí? - Níobe le miró con fingido interés. En realidad, los titubeos de Edaris le sacaban de quicio- ¿Estoy qué?
- Enfadada, mi señora. Eso. Enfadada conmigo por cómo os grité, avergonzándoos en vuestro castillo.
- Sed positivo, si hubiérais sido un juglar... -esbozó una sonrisa en la que sus ojos no participaron-. Ya os he dicho en otra ocasión que los shultes sois como niños. Esperaba un comportamiento similar, si os he de ser sincera.
- ¿He de entender, pues, que no os he decepcionado, mi señora Níobe?
- Bueno, ya os he dicho que esperaba más resistencia frente a una posible negativa que un mero "me marcharé y pensaré en vos", pero a parte de eso, no. Además, si estuviera enfadada, Excelencia, os lo hubiera hecho saber.
Sí. Te lo habría hecho saber con sufrimiento infinito y humillaciones... Créeme, idiota. Cuando esté enfadada lo sabrás. Níobe deslizó los dedos por el contorno del rostro de Edaris. Puede que fuera un imbécil, pero era un imbécil hermoso. Apetecible.
- Mi Reina -dijo Edaris, acercando la mano de Níobe a sus labios y depositando en su suave piel un beso-, esta noche, en contra de todas las espectativas, me habéis hecho el hombre más feliz de todo el Putomundo. Sois la dueña de mi corazón, ahora y siempre -volvió a besarle la mano una vez más, le sonrió y se levantó-. Y ahora, mi señora, creo que ya os he hecho perder demasiado de vuestro precioso tiempo de descanso. Os agradezco que me hayáis atendido, me hayáis perdonado y me hayáis concedido el más valioso regalo de todo vuestro hermoso Reino -se inclinó ante ella en una profunda y perfecta reverencia-. Creo que me marcharé a mis habitaciones y os dejare dormir, mi Reina Níobe. Mañana será un día ajetreado.
- ¿Y porqué no os quedáis aquí? -Níobe le dedicó una mirada libidinosa, disfrutando sobremanera. Sabía que iba a escandalizarle.
- ¿Quedarme en vuestra habitación? -desde luego que Edaris estaba escandalizado.
- Eso he dicho - se puso en pie frente a él y le miró a los ojos-. ¿No os atrae la idea?
El Conde de Shult miró a la Reina, y no esta vez a los ojos. Fue consciente como no la había sido antes del hecho de que Níobe estaba vestida con un camisón que dejaba intuir su cuerpo más de lo que la imaginación sola concebía. Sus contorneadas caderas, sus pechos redondos y firmes, sus piernas... Oh, sí, desde luego que le atraía. Níobe, con un veloz movimiento, le empujó con fuerza, haciéndole retroceder y trastablillar. Edaris cayó sobre la cama, sorprendido.
- ¿Veis, señor? Sois como niños. Indecisos y tímidos.
- ¿Y sois vos quien ha de vencer esa timidez por mí? -preguntó Edaris a su vez, ensayando una trémula sonrisa.
- Vuestra timidez es encantadora, Excelencia -dijo mientras trepaba sobre él, hasta sentarse en sus caderas-, pero en ciertos momentos es un incordio. Como ahora, cuando quiero comprobar cuanto hay de cierto en vuestras afirmaciones.
- ¿Qué afirmaciones mías, mi Reina? -Edaris llevó instintivamente las manos hacia el cuerpo de Níobe, tocando la piel desnuda de sus muslos.
- Me dijisteis que érais un hombre experimentado -dijo mientras le quitaba la ropa-. Veremos a ver si estáis a la altura.
- Las espadas de Shult, mi señora, siempre están a la altura.