"Ocurre que, para las Fuerzas que rigen el Universo, no hay piedad, justicia o compasión. Comprar la vida con vida no es una atrocidad para Ellas, sino que ocurre de continuo, desde los lobos que devoran a las ovejas para sobrevivir hasta las madres que mueren al dar a luz. Y no hay piedad para los Poderes Antiguos, igual les da que el resultado sea la muerte de mil niños o mil asesinos, mil reyes o mil mendigos, mientras el precio esté pagado."
Extracto de "Reflexiones de lo Ultraterreno". Obra de Magia Negra, anónima, fecha desconocida.
22/Decimus/año MDXXXVIII después del Año de los Infortunios
Despacho, Aposentos de la Reina Níobe. Castillo de Avernarium
Estación de las Hojas caídas.
Madrugada.
El despacho de Níobe estaba tapizado de libros abiertos. En el suelo, en cada mesa, sobre cada superficie... decenas de tomos desordenados. Y aún así, no encontraba lo que deseaba.
- Sé que está aquí -masculló-. En alguna parte.
Gael permanecía junto a la puerta, esperando.
- Señora -susurró-. Lleváis despierta toda la noche. Necesitáis descansar.
- ¡Cállate!- Níobe levantó los ojos hacia él. Profundas ojeras los enmarcaban, dos pozos de infinita oscuridad ribeteados de púrpura oscuro.
- Señora... -aún sabiendo que corría el riesgo de desatar la furia de la Reina, insistió-. Basta ya. No se puede devolver la vida a los muertos. Estáis destrozada. Necesitáis dormir.
- ¡Te he dicho que te calles! ¡Se puede, sé que se puede! ¡Antiguos rumores hablan de tiempos en los que se podía comprar la vida con vida!
Gael no pudo más, con dos largas zancadas se plantó frente a ella, le quitó el libro de las manos y la sujetó por los hombros, obligándola a mantenerle la mirada.
- ¡Está muerta! ¡Está muerta y no va a volver! ¡Vuestra hermana está muerta! -le espetó.
Níobe se le quedó mirando, temblorosa. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
- Lo siento mucho, mi señora -susurró él-. Pero está muerta. Para siempre.
Ella se echó a llorar, y Gael la abrazó. Sorprendentemente, Níobe no se apartó de él.
La mente del soldado voló hacia el pasado lejano...
Cuando tenía catorce años entró al servicio del anterior Capitán de la Guardia de una Níobe adolescente. Recordaba como si hubiera sido ayer la primera vez que vio a la jovencísima, casi niña, por entonces Princesa Níobe. Ella pasó a su lado, etérea como una aparición, vestida con un hermoso vestido marfil cuyo diseño todavía recordaba, oliendo a violetas como siempre desde entonces. El Capitán Gerard se inclinó ante ella, solícito, e hizo un gesto a su escudero par que hiciera lo propio. El joven Gael hizo una reverencia y, al levantar los ojos, se cruzó su mirada con los pozos sin fondo que iluminaban ese rostro pálido y ligeramente afilado que había amado desde entonces. Ella le lanzó una mirada curiosa y distante.
- ¿Es tu nuevo escudero, Capitán Gerard? -preguntó. Su voz era como acariciar el cristal más delicado.
- Sí, señora. Espero que algún día sea digno de sustituirme.
La Princesa le miró de nuevo, altiva.
- ¿Cómo te llamas?
- Ga... Gael, señora -la voz se le quebró en un gallo y enrojeció.
Ella rió suavemente, con burla, y el joven sintió un escalofrío de placer recorriéndole el cuerpo.
- Gael -repitió ella.
Dio media vuelta y se marchó, como un ángel de nieve deshaciéndose en el silencio...
- Chico, ¿se puede saber qué te pasa? -la voz del Capitán Gerard le devolvió a la realidad. El veterano enarcó una ceja-. No estarás pensando lo que creo que estás pensando, ¿verdad?
Gael le miró, sin saber ocultar la culpa en sus ojos.
- Chico -Gerard le miró con una mezcla de compasión y firmeza-. Olvídalo. Algún día morirás por ella, no lo dudes. Pero eso es todo a lo que puedes aspirar -cabeceó-. Y en cualquier caso... búscate una mujer que tenga corazón en el pecho.
Con dieciocho años entró a formar parte de la Guardia como miembro de pleno derecho. Su preceptor, el Capitán Gerard, no mostró ningun favoritismo: Gael tuvo que escalar cada peldaño con sudor y sangre, pocas veces metafórico. Tampoco había olvidado aquella primera guardia velando las espaldas de su señora. Mientras Níobe permanecía sentada en un banco de su jardín privado, él pudo contemplarla a placer. La muchacha -tenía dos años menos que él- se esforzaba por conjurar y dominar unas sorprendentemente elásticas y frías llamas azuladas. Siempre le había maravillado el dominio del Arte que poseía Níobe, pero esa vez no atendía a los trucos. Sólo tenía ojos para su piel de seda, para el brillo ansioso en su mirada, para la delicadeza de su cuerpo de muñeca. Níobe se detuvo, agotada, tendiéndose bocarriba en el banco de piedra. Gael no podía apartar los ojos de ella. Su cuerpo, laxo y relajado, se le antojaba insoportablemente sensual, sugerente, evocador.
"Algún día morirás por ella..."
Pensó que no le importaría ni lo más mínimo.
Cuando por fin ella decidió retirarse, la escoltó manteniéndose siempre dentro de esa maravillosa nube de perfume de violetas. Al llegar a sus aposentos, ella se giró y le clavó las pupilas como dos puñales hundiéndose en las profundidades más secretas de su alma.
- Tú... eres nuevo -dijo.
Él solo atinó a asentir, sintiéndose torpe e insignificante.
- Gael -dijo ella.
Saber que recordaba su nombre hizo que una oleada de denso y delicioso calor le inundase por dentro. Sonrió, pleno.
- Sí, mi señora -contestó.
- Acompáñame -ordenó, señalando tras de sí; y mirando al otro guardia, dijo:- Tú espera aquí.
Gael la siguió, casi sintiéndose flotar. Cerró la puerta de los aposentos de la Reina tras de él, y se quedó sorprendido cuando ella le guió también a través de la antesala, hasta su dormitorio.
La joven Níobe se sentó en un sillón y le lanzó una mirada evaluadora.
- Date la vuelta -él obedeció-. Gira sobre ti.
El joven estaba muy nervioso. ¿Qué quería ella? ¿Acaso sometía a todos sus nuevos guardias a esto?
- Quítate la armadura.
Él abrió los ojos, sorprendidísimo.
- ¿Señora?
Níobe suspiró con fastidio.
- No suelo repetir las cosas dos veces -espetó.
Gael se desprendió de las piezas con cuidado, dejándolas colocadas contra la pared. Le siguió la cota de malla.
- Quítate la ropa.
A pesar de que la voz de ella era autoritaria y terminante, la miró una vez más inundado de sorpresa.
- ¿Se... señora?
La Reina le miró con fiereza.
- ¿Es que no me has entendido?
Él se desprendió lentamente de la camisola, los pantalones, las botas. Tragando saliva se deshizo de los calzones. Mirando al suelo.
- Mmm -ella emitió un suave sonido de aprobación-. Date la vuelta.
Gael se giró, temblando de desconcierto y vergüenza. Escuchó un sonido de sedas, y la nube de perfume lo rodeó.
- Eres un hombre muy atractivo -la suave voz de ella acarició su oído-. Podrías serme útil como algo más que un guardia.
- So... solo vivo para serviros, mi señora -contestó él con voz ahogada.
- Me entretendrás por las noches -ordenó ella, con un susurro sensual aunque cortante, como un vidrio afilado-. Vendrás a mi cama cuando te lo ordene y te marcharás cuando te lo mande. Detesto las ñoñerías y los sentimentalismos, me darás placer cuando lo desee y mantendrás la boca cerrada. Jamás me dirás que me amas, jamás. Jamás se te ocurrirá pensar que para mí eres algo más que un entretenimiento, o te demostraré hasta qué punto estás equivocado. Serás discreto y sigiloso, y harás cualquier cosa que yo te pida y como te la pida.
Gael no podía creer su suerte. El aire se le había olvidado en el pecho, inundado de felicidad y promesas. Ella... ese ángel de nieve perfecto, acariciándole con su voz, ofreciéndole compartir sus noches... El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor. Tuvo que reunir toda su voluntad para articular una respuesta:
- Por supuesto, mi señora.
Unos dedos delicados como alas de mariposa le rozaron la espalda desnuda.
- Veamos de lo que eres capaz.
El Gael que sujetaba entre sus manos a la sollozante Níobe tenía veintisiete años y muchas más cicatrices, pero seguía exactamente igual de enamorado de ella que aquel lejano día en que la vio por vez primera. Recordaba las palabras de su anciano maestro: "Búscate una mujer que tenga corazón en el pecho". Era la primera vez que la veía mostrar un corazón. Lamentablemente, no con él.
- No es cierto... no es cierto -gemía ella,ahogada en lágrimas.
Con un suspiro de pesar Gael la levantó en volandas, deslizando su brazo bajo las rodillas de ella. Níobe no pareció ni notarlo.
- No pasa nada, mi señora -susurró gentilmente él-. No pasa nada. Todo se arreglará. Ahora debéis dormir.
Laxa como una muñeca de trapo, se dejó llevar. Verla así, dócil y destrozada, le aterrorizó por completo. Jamás había visto semejante muestra de debilidad en ella, en todos los años que llevaba a su servicio nunca había asistido a semejante manifestación de sentimientos por su parte. Esa mujer rota no era Níobe, Níobe era fuerte, poderosa, resistente, un estandarte a quien seguir, una diosa a quien proteger. No una niña temblorosa y sollozante.
La tendió sobre el edredón de seda oscura, delicadamente.
- Dormid, señora -susurró, acariciándole la frente-. Cuando despertéis las cosas serán más sencillas.
- No me dejes sola -ella le sujetó del guantelete, mirándole con unos ojos infantiles que jamás había visto en ella.
- Nunca, mi señora -la besó en la frente, paternal-. Hasta mi último aliento os pertenece, ya lo sabéis.
El cansancio y la tristeza pesaron sobre Níobe, que se durmió.
El Capitán se quitó las botas y la armadura que siempre llevaba cuando estaba de servicio. Dejó las protecciones apartadas con cuidado contra pared, cerca de la cama. Sólo vestido con los pantalones y la camisa de algodón que llevaba bajo el metal, se tendió junto a la Reina Níobe. La abrazó, dormida ella, con cuidado y ternura. Se sentía perturbado. La Reina siempre había sido un baluarte contra cualquier tormenta, un bastión de hielo ante las deflagradoras fuerzas que le rodeaban. Era un remanso de paz en medio de la locura. Algo que cualquier soldado agradecía siempre. Dejando aparte su absoluta devoción por ella, aquello bastaba para que la sirviera con todas sus fuerzas. Pero ahora... Ahora la Reina de Hielo era una muchacha temblequeante y llorosa. Un nuevo sentimiento intentaba florecer en Gael. La amaba, la veneraba, sí, pero ahora también necesitaba cuidarla. Una emoción de... de "paternalidad", si es que acaso esa palabra existía, pugnaba por existir.
Cuando un hombre sustituía a otro al frente del puesto de Capitán, se organizaba una pequeña ceremonia, reminiscencia de tiempos pasados. Delante de la Reina y sus compañeros se le hacía jurar que la protegería a costa de su propia vida, y ella le entregaba la hombrera ornamentada propia de su rango. Gael recordaba aquel día, tan perfectamente como todos y cada uno de los momentos pasados con Níobe. Era invierno, recordó, un invierno frío y feroz que había arrancado de las legiones de los vivos al Capitán Gerard: una herida que no debiera haber sido letal, lo fue por culpa del tiempo inclemente. "Un soldado no debe morir postrado en la cama".
No era una norma que el escudero del Capitán lo sustituyera, pero desde el día en que Gael entró en la Guardia quedó patente su lealtad y devoción. Ninguno de los otros Guardias dudaba de que terminaría siendo su Capitán. Sorprendentemente para los cánones avernareses, Gael era un hombre de palabra para todo el mundo. El juramento que para cualquier otro sería una mera formalidad, para él fue una promesa solemne.
Juro proteger a mi Reina mientras me quede sangre en las venas, guardar sus secretos y velar sus intereses; obedecer sus órdenes y satisfacer todos su deseos desde este día hasta el momento en que mi último aliento abandone mi cuerpo.
Recordaba a Níobe, con aquel traje invernal de terciopelo verde botella, ajustándole la hombrera de Capitán. Recordaba el aire inundado de violetas, recordaba el leve roce en la mejilla al apartarse. Recordaba el orgullo que le embargaba, caldeando el ambiente mejor que un buen brasero. Recordaba a los músicos, tocando la fanfarria del momento. Recordaba haber pensado en su padre, un humilde leñador, quien estaría encendiendo el hogar de la cabaña que ocupaba con sus hijos para no morir de frío. Intentó pensar en su madre, muerta al nacer su hermana pequeña, pero apenas consiguió sacar su rostro de entre todos los recuerdos de su mente. Le vinieron retazos de su infancia, dura y breve, en la que tenía que pelear con sus hermanos por un mendrugo de pan. Recordó el día en que se fue de casa, con trece años recién cumplidos, aunque no supiera exactamente la fecha del aniversario de su venida al duro mundo. Recordó los días pasados frente al gran portón del Castillo Avernarium, maravillado por las brillantes cotas de malla de los guardias, mientras se encogía de frío, calado hasta los huesos por las intensas lluvias de otoño. Recordó al Capitán, Gerard, un maduro y veterano combatiente, quien se había acercado al muchacho y le había invitado a entrar para resguardarse. Al poco le dieron una espada de madera, pesada y basta. Así comenzó a vivir. Ése fue el verdadero día de su nacimiento.
Sus ojos se humedecieron, pero nadie le vio llorar.
Níobe despertó. Gael estaba a la derecha de la cama, erguido y vestido de armadura, como si nada hubiera pasado.
- Buenos días, señora -dijo él, con formal eficiencia-. ¿Deseáis que avise a vuestras doncellas para que os preparen el baño?
La reina le miró. Se sentía infinitamente más calmada y tranquila después de haber descansado. Una oleada de gratitud hacia el soldado hizo que se permitiera esbozarle una sonrisa.
- Gracias, Gael.
Los dos supieron que la gratitud de ella no tenía nada que ver con su ofrecimiento de ir a buscar a las doncellas, pero nadie dijo nada. Él asintió, como siempre guardando en su interior estas pequeñas y escasas muestras de afecto, y abandonó la habitación.
Níobe volvió al despacho con energías renovadas. El torbellino de angustia que la había desmoronado ya no estaba. Solo la habitual, fría e inteligente pragmaticidad.
Casi como por encanto, pasó la página del tomo en el que rebuscaba desesperada la noche anterior.
Y encontró lo que deseaba.